Yacimiento de Man-Pupu-Nyor

El piloto anunció que estábamos aproximándonos. Volvimos a nuestros asientos, y el copiloto a su puesto, pero Egorov nos invitó a levantarnos para descubrir a través de la carlinga lo que se perfilaba a lo lejos.

Al norte de los Urales, en una altiplanicie que se confunde con la línea del horizonte, se yerguen siete colosos de piedra. Parecen gigantes que se hubieran detenido mientras caminaban. La naturaleza, según dicen, los ha moldeado durante doscientos millones de años, ofreciéndonos uno de los legados geológicos más impresionantes del planeta. Los siete colosos no impresionan sólo por su tamaño, sino también por la manera en que están dispuestos. Seis tótems en semicírculo, de cara hacia un séptimo, de frente a ellos. En esta época del año llevan un grueso manto blanco que parece protegerlos del frío.

Me volví hacia Egorov, que estaba visiblemente emocionado.

– Ya no pensaba volver nunca -dijo en voz baja-. Tengo muchos recuerdos aquí.

El helicóptero iba perdiendo altitud. Grandes volutas de nieve se elevaban a medida que nos íbamos acercando al suelo.

– En mansi, Man-Pupu-Nyor significa «la pequeña montaña de los dioses» -prosiguió Egorov-. Antiguamente, el acceso a este yacimiento estaba reservado únicamente a los chamanes del pueblo mansi. Hay muchas leyendas acerca de Los Siete Gigantes de los Urales. La más extendida cuenta que estalló una discusión entre un chamán y seis colosos que surgieron del infierno para cruzar la cordillera. El chamán los transformó en esos monstruos de piedra, pero su hechizo lo afectó a él también: quedó prisionero en el interior del séptimo bloque de piedra, el que está frente a los demás. En invierno, la altiplanicie resulta inaccesible sin un entrenamiento de alto nivel, a menos que se llegue por el aire.

El helicóptero se posó en el suelo, el piloto detuvo las turbinas, y ya no se oía más que el silbido del viento que azotaba la carlinga.

– Vamos -ordenó Egorov-, no tenemos tiempo que perder.

Sus hombres desataron las correas que amarraban las grandes cajas de la bodega y empezaron a abrirlas. Las dos primeras contenían seis motos de nieve, cada una con capacidad para tres pasajeros. Otras contenían enganches cubiertos por gruesas telas impermeables. Cuando la puerta de la bodega se abrió hacia atrás, un viento gélido penetró en el habitáculo. Egorov nos indicó con un gesto que nos diéramos prisa, cada uno tenía que estar en su puesto si queríamos tener montado el campamento antes de que anocheciera.

– ¿Sabe conducir estas máquinas? -me preguntó.

Yo había cruzado Londres en moto, desde luego… pero de paquete. Con un esquí y una oruga, la estabilidad sólo podía verse reforzada. Contesté que sí con la cabeza. Egorov debía de dudar de mi capacidad pues levantó los ojos al cielo en un gesto de exasperación cuando me puse a buscar en un lado de la moto el pedal para arrancar el motor. Tuvo que enseñarme dónde estaba la palanca eléctrica que servía para tal fin.

– En estas máquinas no hay posición neutra ni embrague, y no se acelera girando el manillar sino apretando la palanca que se encuentra bajo el freno. ¿Está seguro de que sabe conducir?

Asentí con la cabeza y le indiqué a Keira que montara conmigo. Mientras yo patinaba sobre la nieve -necesité un ratito para familiarizarme con ese artilugio-, los equipos de Egorov iban instalando el sistema de iluminación, que delimitaba el perímetro de nuestro campamento. Cuando encendieron los dos grandes grupos electrógenos, una gran parte de la meseta se iluminó, como si estuviéramos a plena luz del día. Tres hombres llevaban a la espalda unas bombonas unidas a unas pértigas que pulverizaban grandes lenguas de fuego. En tiempos de guerra los habría considerado lanzallamas, pero Egorov los llamaba «calentadores». Los hombres barrieron el suelo con ayuda de esas potentes antorchas. Una vez reblandecido el hielo, levantaron una decena de barracones perfectamente alineados. Estaban hechos de un material isotermo de color gris, por lo que todo el campamento muy pronto adquirió la apariencia de una base lunar. En un entorno que le era del todo extraño, Keira no tardó sin embargo en mostrar sus reflejos de arqueóloga. Uno de los refugios serviría de laboratorio. En seguida se puso a organizar sus herramientas, mientras los dos hombres que Egorov le había asignado como ayudantes vaciaban cajas que contenían más material del que ella había visto nunca. Me encomendaron la tarea de colocación, las inscripciones estaban en caracteres cirílicos, pero yo me las apañaba como podía, haciendo oídos sordos a los reproches que caían sobre mí cuando guardaba una paleta en el cajón reservado a las espátulas.

A las nueve de la noche, Egorov apareció en nuestro barracón y nos invitó a ir al comedor. Mi amor propio se vio seriamente tocado cuando constaté que, mientras yo estaba ocupado en guardar el contenido de diez cajas a lo sumo, el cocinero había logrado montar una cocina de campaña digna de una instalación militar.

Nos sirvieron una comida caliente. Los hombres de Egorov hablaban entre ellos sin prestarnos ninguna atención. Cenamos en la mesa del jefe, la única en la que en vez de cerveza había vino tinto de gran calidad. A las diez volvimos al trabajo. Siguiendo las instrucciones de Keira, una decena de hombres cuadricularon el terreno de excavaciones. A medianoche se oyó el tañido de una campana: fin de las primeras operaciones, el campamento estaba operativo, todo el mundo se fue a la cama.

Keira y yo disfrutábamos de dos catres de campaña situados aparte de los demás en el fondo de un barracón que contenía otros diez. Sólo Egorov tenía derecho a una tienda individual.

Se instaló el silencio, interrumpido por los ronquidos de los hombres, que se durmieron en seguida. Vi a Keira levantarse y venir hacia mí.

– Hazme sitio -murmuró, metiéndose dentro de mi saco de dormir-, vamos a darnos calor.

Se quedó dormida, agotada por todo el esfuerzo que acabábamos de hacer.

El viento soplaba cada vez más fuerte, inflando de vez en cuando las paredes de lona de nuestra tienda.

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