Cada vez que Vackeers pasaba por la gran sala del palacio de Dam se quedaba embelesado ante la belleza de los planisferios grabados en el suelo de mármol, aunque él prefería el tercer dibujo, el que representaba un gigantesco mapa celeste. Salió a la calle y cruzó la plaza. Ya había anochecido, acababan de encenderse las farolas, y las aguas tranquilas de los canales de la ciudad reflejaban su halo. Subió por Hoogstraat para ir a su casa. A la altura del número 22 había una moto de gran cilindrada aparcada en la acera. Una mujer que empujaba un cochecito sonrió a Vackeers, y éste le devolvió la sonrisa mientras seguía su camino.
El motorista se bajó la visera del casco, y su pasajero también. El motor rugió, y la moto se alejó por la avenida perpendicular.
Había una pareja de enamorados abrazados contra un árbol. Una camioneta en doble fila bloqueaba la circulación. Sólo las bicicletas conseguían abrirse paso.
El pasajero de la motocicleta cogió la porra disimulada en la manga de su cazadora. La mujer que empujaba el cochecito se dio la vuelta, y la pareja dejó de besarse.
Vackeers estaba cruzando un puente cuando sintió un fortísimo dolor en mitad de la espalda. Se quedó sin respiración, no le llegaba el aire a los pulmones. Cayó al suelo de rodillas, trató de agarrarse a una farola, pero fue en vano, se desplomó de bruces contra el asfalto. Notó un sabor a sangre en la boca y pensó que se había mordido la lengua al caer. Nunca había sentido tanto dolor. En cada inspiración, el aire le quemaba los pulmones. Sus riñones rotos sangraban abundantemente, la hemorragia interna le comprimía el corazón, un poco más cada segundo.
Lo rodeaba un extraño silencio. Consiguió reunir las pocas fuerzas que le quedaban y levantó la cabeza. Unos viandantes se precipitaban ya para socorrerlo; a lo lejos oyó una sirena.
La mujer del cochecito ya no estaba allí. La pareja de enamorados había desaparecido, el pasajero que iba de paquete le hizo un corte de mangas y la moto dobló la esquina.
Vackeers cogió su móvil del fondo de su bolsillo. Pulsó una tecla, se llevó el teléfono al oído con esfuerzo y dejó un mensaje en el contestador de Ivory.
– Soy yo -murmuró-. Mucho me temo que a nuestro amigo inglés no le ha gustado nada nuestra bromita.
Un ataque de tos le impidió continuar. Le manaba sangre de la boca, sintió su tibieza, y eso le hizo bien. Tenía frío, el dolor era cada vez más intenso. Su boca se contrajo en una mueca.
– Por desgracia, ya no podremos jugar más juntos. Echaré de menos nuestras partidas, mi querido amigo, y espero que usted también.
Nuevo ataque de tos, nuevo dolor insoportable, el teléfono se le escapó de la mano pero logró agarrarlo de milagro.
– Me alegro mucho de haberle hecho ese pequeño regalo la última vez que nos vimos, dele un buen uso. Lo voy a echar de menos, viejo amigo, mucho más que a nuestras partidas de ajedrez. Sea extremadamente prudente y cuídese…
Vackeers sintió que las fuerzas lo abandonaban, pero antes borró el número que acababa de marcar. Su mano se abrió despacio, ya no vio ni oyó nada más, y su cabeza cayó sobre el asfalto.