Nada más llegar, Keira corrió a casa de Jeanne; yo preferí dejarlas solas para que disfrutaran plenamente del reencuentro. Recordaba la existencia de un anticuario, en el barrio del Marais, que vendía los aparatos de óptica más bonitos de la ciudad; recibía sus catálogos una vez al mes en mi domicilio de Londres. La mayoría de las piezas estaban muy por encima de mis posibilidades, pero mirar no cuesta dinero, y tenía tres horas que matar.
Cuando entré en su tienda, el viejo anticuario estaba instalado en su escritorio, limpiando un espléndido astrolabio. Al principio no me prestó ninguna atención, hasta que, embelesado, me quedé mirando una esfera armilar de factura excepcional.
– Ese modelo que está mirando, joven, fue fabricado por Gualterus Arsenius, Gualterio Arsenius si prefiere. Dicen algunos que su hermano Regnerus lo ayudó para construir esta pequeña maravilla -declaró el anticuario mientras se levantaba.
Se acercó a mí y, abriendo la vitrina, me presentó el valiosísimo objeto.
– Se trata de una de las obras más hermosas jamás salidas de los talleres flamencos del siglo XVI. Había varios constructores de apellido Arsenius. Sólo fabricaron astrolabios y esferas armilares. Gualterio era pariente del matemático Gemma Frisius, cuyo tratado, publicado en Amberes en 1553, contiene la exposición más antigua de los principios de la triangulación y un método de determinación de longitudes. Lo que está usted mirando es de verdad una pieza única, lo cual se refleja también en su precio, por supuesto.
– ¿Es decir?
– Sería inestimable, si se tratara del original, claro -añadió el anticuario, devolviendo el objeto a su vitrina-. Por desgracia no es más que una copia, realizada probablemente hacia el final del siglo XVIII por un rico comerciante holandés que sin duda quiso impresionar a sus amigos y conocidos. Me aburro -dijo el anticuario con un suspiro-, ¿le apetece tomar un café conmigo? Hace mucho tiempo que no he tenido el placer de conversar con un astrofísico.
– ¿Cómo sabe a qué me dedico? -pregunté, muy asombrado.
– Pocos saben manipular con tanta soltura esta clase de instrumentos, y no tiene usted pinta de comerciante, de modo que no hace falta ser muy perspicaz para adivinar su profesión. ¿Qué clase de objeto ha venido a buscar a mi tienda? Tengo algunas piezas de precio mucho más razonable.
– Seguramente lo decepcione, pero sólo me interesan las viejas cámaras fotográficas.
– Qué extraña idea, pero nunca es tarde para empezar una nueva colección; mire, deje que le enseñe algo que va a apasionarle, estoy seguro.
El viejo anticuario se dirigió a una biblioteca, de la que extrajo un grueso volumen encuadernado en piel. Lo dejó sobre su mesa, se ajustó las gafas y pasó las páginas con infinito cuidado.
– Aquí tiene -dijo-, mire, esto es el dibujo de una esfera armilar excepcional. Se la debemos a Erasmo Habermel, constructor de instrumentos matemáticos del emperador Rodolfo II.
Me incliné sobre el grabado y descubrí con sorpresa una reproducción que se asemejaba a lo que Keira y yo habíamos descubierto bajo la zarpa de un león de piedra en la cima del monte Hua Shan. Me senté en la silla que me ofrecía el anticuario y estudié con más atención el asombroso dibujo.
– Fíjese -me dijo el anticuario, inclinado por encima de mi hombro- en cuán pasmosa es la precisión de este dibujo. Lo que siempre me ha fascinado de las esferas armilares -dijo- no es tanto que permitan establecer una posición de los astros en el cielo en un momento dado, sino más bien lo que no nos muestran y que sin embargo adivinamos.
Levanté la cabeza de su valioso libro y lo miré, esperando con curiosidad lo que fuera a decirme a continuación.
– ¡El vacío y su amigo el tiempo! -concluyó en un tono alegre-. Qué extraña noción la del vacío. El vacío está lleno de cosas invisibles para nosotros. En cuanto al tiempo que pasa y que todo lo cambia, modifica la trayectoria de las estrellas y acuna al cosmos en un movimiento permanente. El tiempo anima la gigantesca araña de la vida que se pasea por la tela del Universo. Intrigante dimensión la de este tiempo del que todo lo ignoramos, ¿no le parece? Me cae usted simpático, joven, por esa capacidad suya de asombrarse por cualquier cosa, por ínfima que sea, así que le dejo el libro al precio que me costó a mí.
El anticuario se inclinó sobre mi oído para murmurarme la cantidad que esperaba por su libro. Echaba de menos a Keira, así que lo compré.
– Vuelva a visitarme -me dijo el anticuario, mientras me acompañaba hasta la puerta de la tienda-, tengo otras maravillas que enseñarle; no perderá su tiempo, se lo aseguro -me dijo, contento.
Cerró con llave cuando salí y, desde el otro lado del escaparate, lo vi desaparecer en la trastienda.
Ahí estaba yo, en la calle, con ese grueso volumen bajo el brazo, preguntándome por qué lo había comprado. Noté vibrar mi móvil en el bolsillo. Contesté y oí la voz de Keira. Me proponía vernos un poco más tarde en casa de Jeanne, que nos invitaba a cenar y a pasar la noche allí. Yo dormiría en el sofá del salón, y las dos hermanas compartirían la única cama. Y por si esos planes no bastaban para alegrarme el día, añadió que iba a ver a Max. Su taller de imprenta no estaba lejos de la casa de Jeanne, a pie no tardaría más de diez minutos. Añadió que tenía mucho interés en comprobar un dato con él y prometió llamarme en cuanto hubiera terminado.
Permanecí frío, le dije que me apetecía mucho la cena y colgamos.
En la esquina de la calle de Lions-Saint-Paul, no sabía qué hacer ni adónde ir.
Cuántas veces me habré quejado de tener que robar ratitos de ocio aquí y allá, de no poder disfrutar nunca de unas horas para mí. Aquella tarde, caminando a orillas del Sena, tenía la extraña y desagradable sensación de estar atrapado entre dos momentos del día que no acertaban a conjugarse. Los ociosos deben de saber qué hacer en esos casos. He reparado a menudo en ellos, sentados en un banco leyendo o pensando en las musarañas, los he visto en un parque o en una plaza, y nunca me he preocupado por su suerte. Ganas no me faltaban de mandarle un mensaje a Keira, pero me contenía. Walter me lo habría desaconsejado con su vehemencia habitual. También me hubiera gustado encontrarme con ella en la imprenta de Max. Desde allí podríamos haber ido juntos a casa de Jeanne y comprarle unas flores de camino. Eso es exactamente lo que soñaba con hacer mientras mis pasos me llevaban hacia la isla de Saint-Louis. Ese sueño, por muy fácil que fuera de realizar, sin duda sería mal interpretado. Keira me habría acusado de estar celoso, y yo no soy esa clase de hombre, en fin…
Me instalé bajo el toldo de un pequeño café situado en la esquina de la calle de Deux-Ponts. Abrí mi libro y me enfrasqué en la lectura sin perder de vista mi reloj. Un taxi se paró delante de mí, y un hombre se bajó. Llevaba una gabardina y un maletín en la mano. Se alejó a grandes zancadas por el quai de Orleans. Estaba seguro de haber visto esa cara antes en otra parte, pero no recordaba en qué circunstancias. Su silueta desapareció al otro lado de la puerta de una cochera.
Keira se sentó en una esquina de la mesa.
– La butaca es más cómoda -dijo Max, levantando la mirada del documento que estaba estudiando.
– Estos últimos meses he perdido la costumbre de la comodidad.
– ¿De verdad has pasado tres meses en la cárcel?
– Ya te he dicho que sí, Max. Concéntrate en este texto y dame tu opinión.
– Opino que desde que frecuentas a este tipo que supuestamente no era más que un colega tu vida ha cambiado radicalmente. Ni siquiera entiendo que quieras seguir viéndolo después de lo que te ha pasado. Joder, es que es verdad, Keira, te ha fastidiado tu campaña de excavaciones, por no hablar de la donación que habías conseguido para tu investigación. Esa clase de regalo no pasa dos veces en la vida. Y a ti es como si lodo eso te pareciera normal.
– Max, para las lecciones de moral tengo una hermana especialista en la materia; te aseguro que por mucho que te esforzaras no le llegarías ni a la suela del zapato. Así que no pierdas el tiempo. ¿Qué opinas de mi teoría?
– Y si te contesto, ¿qué harás? ¿Irás a Creta a buscar en los fondos marinos del Mediterráneo, irás a nado hasta Siria? Haces cosas de lo más absurdas, actúas sin lógica. Tu aventurita en China podría haberte costado la vida, eres una inconsciente.
– Sí, por completo, pero como puedes ver, aquí estoy, vivita y coleando; hombre, lo reconozco, hoy no tengo muy buena cara, pero…
– No seas insolente, por favor.
– Mmm, Max, querido, me encanta cuando adoptas ese tonito de profesor conmigo. Creo que es lo que más me seducía cuando era alumna tuya, pero ya no soy alumna tuya. No sabes nada de Adrian, y lo ignoras todo del viaje que hemos emprendido, así que si el favorcito que te he pedido es demasiado para ti, no importa, devuélveme ese papel y me marcho ahora mismo.
– Mírame a los ojos y explícame de qué manera puede ayudarte este texto en la investigación a la que llevas dedicada desde hace tantos años.
– Oye, Max, ¿tú no eras profesor de arqueología por casualidad? ¿Cuántos años dedicaste a ser investigador y luego profesor antes de convertirte en impresor? ¿Puedes mirarme a los ojos y explicarme qué relación tiene tu nueva profesión con lo que hiciste en el pasado? La vida está llena de imprevistos, Max. Dos veces las circunstancias me han obligado a abandonar mi querido valle del Omo, quizá había llegado el momento de que me parara a pensar en mi futuro.
– ¿Te has encaprichado de ese tío tanto como para decir todas estas tonterías?
– Ese tío, como tú lo llamas, quizá esté lleno de defectos, es distraído, a veces hasta decir basta, torpe como no te haces idea, pero tiene algo que nunca antes había conocido. Me arrastra consigo, Max. Desde que lo conozco mi vida ha cambiado radicalmente, en efecto, me hace reír, me conmueve, me provoca y me da seguridad.
– Entonces es más grave de lo que pensaba. Lo quieres.
– No me hagas decir lo que no he dicho.
– Sí que lo has dicho, y si no te has dado cuenta es que eres tonta perdida.
Keira bajó de la mesa y avanzó hacia el ventanal que dominaba la imprenta. Miró las rotativas que tiraban de largos rollos de papel a un ritmo frenético. El sonido seco de las plegadoras llegaba hasta donde se encontraban ellos. De pronto pararon, y el taller, a punto de cerrar, se sumió en el silencio.
– ¿Eso te turba? -añadió Max-, ¿Y qué hay de tu querida libertad?
– Puedes estudiar este texto, ¿sí o no? -murmuró ella.
– Lo he estudiado cien veces, desde tu última visita. Era la manera que tenía de pensar en ti durante tu ausencia.
– Max, por favor.
– ¿Qué es lo que te molesta? ¿Que todavía sienta algo por ti? Qué más te da, es mi problema, no el tuyo.
Keira se dirigió a la puerta del despacho, giró el picaporte y se volvió.
– ¡No te vayas, tonta! -le ordenó Max-, Vuelve a sentarle en una esquina de la mesa, voy a decirte lo que opino de tu teoría. Quizá me haya equivocado. La idea de que el alumno supere al profesor no me hace mucha gracia, pero es culpa mía, no tenía más que seguir enseñando. Es posible que, en tu texto, la palabra «apogeo» haya podido confundirse con «hipogeo», lo que cambia su significado, como es natural. Los hipogeos son esas sepulturas, antepasadas de las tumbas, erigidas por los egipcios y los chinos, con una única diferencia: si bien se trata también de cámaras funerarias a las que se accede por un pasillo, los hipogeos se construyen bajo tierra y no en el corazón de una pirámide o de cualquier otro edificio. Quizá no te diga nada nuevo al precisarte esto, pero hay al menos una cosa que cuadraría con esta interpretación. Este manuscrito en gueze probablemente se remonte al IV o V milenio antes de nuestra era. Lo que nos sitúa en plena protohistoria, en pleno nacimiento de los pueblos asiánicos.
– Pero los semitas, que serían los autores del texto en gueze, no forman parte de los pueblos asiánicos. Bueno, si no recuerdo mal mis clases de la universidad.
– ¡Estabas más atenta en clase de lo que yo suponía! No, en efecto, su lengua era afroasiática, emparentada con la de los bereberes y los egipcios. Surgieron en el desierto de Siria en el vi milenio antes de Cristo. Pero seguramente entraron en contacto unos con otros, de modo que tanto unos como otros pudieron recoger en sus textos la historia de los demás. Los que te interesan, en el marco de tu teoría, pertenecen a un pueblo del que os hablé poco en clase, los pelasgos de los hipogeos. Al principio del IV milenio, grupos de pelasgos que salieron de Grecia fueron a instalarse en el sur de Italia: hay rastro de ellos en Cerdefia. Prosiguieron su camino hasta Anatolia, y desde allí se hicieron a la mar para fundar una nueva civilización en las islas y costas del Mediterráneo. Nada prueba que no prosiguieran su camino hacia Egipto, pasando por Creta. Lo que intento decirte es que los semitas o sus antepasados bien pudieron relatar en este texto un acontecimiento que pertenece a la historia de los pelasgos de los hipogeos.
– ¿Crees que alguno de esos pelasgos pudo remontar el Nilo y llegar hasta el Nilo Azul?
– ¿Hasta Etiopía? Lo dudo; fuera como fuere, un viaje así no podría emprenderlo una sola persona, sino un grupo. Podría llevarse a cabo en dos o tres generaciones. Con todo, mi opinión es más bien que, de realizarse, ese viaje se hizo en sentido contrario, desde el nacimiento del río hasta el delta.
Quizá alguien llevara tu misterioso objeto a los pelasgos. Si de verdad quieres que te ayude, Keira, tienes que contarme más.
Keira se puso a recorrer la habitación de un extremo a otro.
– Hace cuatrocientos millones de años, cinco fragmentos constituían un único objeto de propiedades asombrosas.
– Lo cual es ridículo, Keira, reconócelo. Ningún ser vivo estaba lo bastante evolucionado para dar forma a materia ninguna. ¡Sabes tan bien como yo que eso es imposible! -protestó Max.
– Si Galileo hubiera defendido que un día enviaríamos un radiotelescopio a los confines de nuestro sistema solar, lo habrían quemado vivo antes incluso de terminar la frase; si Ader hubiera defendido que el hombre pisaría la Luna, habrían hecho pedazos su aeronave antes de que pudiera despegar. Hace tan sólo veinte años, todo el mundo afirmaba que Lucy era nuestra antepasada más antigua, y si en aquella época hubieras avanzado la idea de que la madre de la humanidad tenía diez millones de años, ¡te habrían expulsado de tu puesto en la universidad!
– ¡Hace veinte años, yo todavía era estudiante!
– Vamos, que si tuviera que citar todas las cosas declaradas imposibles que más tarde se convirtieron en realidades, tendríamos que pasarnos varias noches para nombrarlas todas.
– Con una sola me conformaría…
– ¡Max, no seas grosero! De lo que estoy segura es que, cuatro o cinco mil años antes de nuestra era, alguien descubrió este objeto. Por razones que todavía no acierto a explicarme, salvo quizá el temor que debieron de suscitar sus propiedades, aquel o aquellos que lo encontraron decidieron, dado que no podían destruirlo, separar los fragmentos que lo componían. Y eso es lo que parece revelarnos la primera línea del manuscrito:
He disociado la tabla de las memorias, he confiado a los magisterios de las colonias las partes que conjuga…
– Sin ánimo de interrumpirte, lo más probable es que «tabla de las memorias» haga referencia a un saber, un conocimiento. Prestándome a tu juego, te diré que quizá disociaran este objeto para que cada uno de sus fragmentos llevara consigo una información hasta los confines del mundo.
– Es posible, pero no es eso lo que sugiere el final del documento. Para saberlo, habría que averiguar dónde se dispersaron estos fragmentos. Dos obran en nuestro poder, un tercero sabemos que se encontró, pero aún quedan otros dos. Ahora escucha, Max, el tiempo que pasé en la cárcel no dejé de pensar en este texto en gueze, más exactamente en una palabra que aparece en la segunda parte de la frase: «confiado a los magisterios de las colonias». Según tú, ¿quiénes son esos magisterios?
– Eruditos. Probablemente jefes de tribu. Para que lo entiendas, el magisterio es un maestro.
– ¿Tú has sido mi magisterio? -preguntó Keira en tono irónico.
– Algo así, sí.
– Pues entonces ésta es mi teoría, querido magisterio -prosiguió Keira-. Un primer fragmento apareció en un volcán en mitad de un lago en la frontera entre Etiopía y Kenia. Encontramos otro, también en un volcán, esta vez en la isla de Marcondam, en el archipiélago de Andamán. Recapitulando, uno al sur y otro al este. Cada uno de ellos se encontraba a varios cientos de kilómetros de la fuente o del estuario de grandes ríos. El Nilo y el Nilo Azul para el primero, el Irrawaddy y el Yang- tsê para el segundo.
– ¿Y qué pasa con eso? -interrumpió Max.
– Aceptemos que por una razón que todavía no alcanzo a explicar, este objeto de verdad fuera voluntariamente disociado en cuatro o cinco fragmentos, y cada uno de éstos depositado en un punto del planeta. Uno aparece en el este, otro en el sur, el tercero, que en realidad fue el primero que se descubrió, hace veinte o treinta años…
– ¿Dónde está?
– No tengo ni idea. Para de interrumpirme todo el rato, Max, resulta irritante. Apuesto a que los dos fragmentos que quedan se encuentran uno en el norte, y otro en el oeste.
– No es que busque irritarte a propósito, parece que ya te pongo bastante nerviosa diga lo que diga, pero permíteme que le haga notar que el norte y el oeste son conceptos bastante amplios…
– Bueno, mira, para que te burles de mí prefiero irme a mi casa.
Keira se levantó de un salto y, por segunda vez, se dirigió a la puerta del despacho de Max.
– ¡Quieta, Keira! Deja de comportarte así, tú también resultas irritante, caramba. ¿Esto qué se supone que es, un monólogo o una conversación? Anda, venga, sigue con tu razonamiento, que ya no te interrumpo más.
Keira volvió a sentarse al lado de Max. Cogió una hoja de papel y dibujó un planisferio, trazando a grandes rasgos las masas continentales.
– Conocemos las grandes rutas de las primeras migraciones que poblaron el planeta. Partiendo de África, una primera colonia trazó una vía hacia Europa, una segunda fue hacia Asia -prosiguió Keira, dibujando una gran flecha en la hoja- y se escindió en perpendicular por encima del mar de Andamán. Algunos siguieron hacia la India, atravesaron Birmania, Tailandia, Camboya, Vietnam, Indonesia, Filipinas, Papúa y Nueva Guinea, hasta llegar a Australia; otros -dijo, dibujando otra flecha- se fueron hacia el norte, atravesando Mongolia y Rusia, y remontaron el río Yana hacia el estrecho de Bering. En plena era glacial, esta tercera colonia rodeó Groenlandia, bordeó las costas heladas para llegar, hace entre quince y veinte mil años, a las costas comprendidas entre Alaska y el mar de Beaufort. Una cuarta colonia bajó cruzando todo el continente norteamericano hasta Monte Verde, hace entre doce y quince mil años. [1] Quizá siguieron estas mismas rutas quienes transportaron los fragmentos hace cuatro mil años. Una tribu de mensajeros partió hacia Andamán y terminó su periplo en la isla de Narcondam, otra fue hacia las fuentes del Nilo, hasta la frontera entre Etiopía y Kenia.
– ¿Y concluyes que otros dos de esos «pueblos mensajeros» llegaron según tú al norte y al oeste, para llevar los demás fragmentos?
– El texto dice: «He confiado a los magisterios de las colonias las partes que conjuga.» Cada grupo de mensajeros, ya que un viaje así no se podía realizar en una sola generación, fue a llevar un fragmento similar al que constituye mi colgante a los magisterios de las primeras colonias.
– Tu hipótesis se sostiene, lo que no quiere decir que sea cierta. Recuerda lo que te enseñé en la universidad: que una teoría parezca lógica no quiere decir que sea cierta.
– ¡Y también me dijiste que el que no se haya encontrado algo no quiere decir que no exista!
– ¿Qué esperas de mí, Keira?
– Que me digas lo que harías en mi lugar.
– Nunca será mía la mujer en la que te has convertido, pero veo que siempre conservaré una parte de la alumna que fuiste. Algo es algo.
Max se levantó y, a su vez, se puso a recorrer el despacho de un extremo a otro.
– Me irritas con tus preguntas, Keira, no sé qué haría yo en tu lugar; si hubiera tenido talento para estas adivinanzas, habría abandonado las aulas polvorientas de la universidad para ejercer mi profesión en lugar de enseñarla.
– Te daban miedo las serpientes, no podías ni ver a los insectos y temías la falta de confort, nada de eso tiene que ver con tu capacidad de razonar, Max, simplemente te habías aburguesado demasiado, no es un defecto.
– ¡Al parecer, para gustarte a ti sí que lo era!
– ¡Para ya con eso y contéstame! ¿Qué harías tú en mi lugar?
– Me has hablado de un tercer fragmento hallado hace treinta años, yo empezaría por tratar de saber dónde se encontró exactamente. Si fue en un volcán a unas decenas o a unos cientos de kilómetros de un gran río, al oeste o al norte, ésa sería una información que respaldaría tu razonamiento. Pero si, al contrario, lo encontraron en París o en mitad de un campo de patatas en la campiña inglesa, tu hipótesis no vale un pimiento, y tendrás que volver a empezar de cero. Eso es lo que yo haría antes de volver a marcharme quién sabe dónde. Keira, ¡estás buscando una piedra escondida en algún rincón del planeta, es utópico!
– Ah, ¿porque pasarse la vida en mitad de un valle árido para encontrar huesos que tienen cientos de miles de años, sin más ayuda que tu intuición, no es una utopía? ¿Buscar una pirámide enterrada en la arena en mitad de un desierto no es también una utopía? ¡Nuestra profesión no es más que una gigantesca utopía, Max, pero para todos nosotros es el sueño de descubrir cosas, un sueño que tratamos de hacer realidad!
– No hace falta que te pongas así. Me has preguntado qué haría yo en tu lugar, y te he contestado. Busca dónde se encontró ese tercer fragmento y sabrás si vas bien encaminada.
– ¿Y si es el caso?
– Vuelve a verme y pensaremos juntos el camino que tienes que seguir para hacer realidad tu sueño. Ahora tengo que decirte algo que quizá te irrite.
– ¿El qué?
– Conmigo no ves el tiempo pasar, y créeme que eso me hace muy feliz, pero son las nueve y media, y me muero de hambre, ¿quieres que te lleve a cenar a algún sitio?
Keira consultó su reloj y dio un salto.
– ¡Mierda!, ¡Jeanne, Adrian!
Eran casi las diez de la noche cuando Keira llamó a la puerta del apartamento de su hermana.
– ¿Es que no tienes intención de cenar? -le preguntó ésta al abrirle.
– ¿Está Adrian? -preguntó a su vez Keira, mirando por encima del hombro de su hermana.
– A menos que tenga el don de teletransportarse, no veo cómo podría llegar hasta aquí.
– Pero si lo he citado aquí…
– ¿Y le dijiste el código para entrar en el edificio?
– ¿No ha llamado?
– ¿Le diste el número de casa?
Keira se quedó callada.
– En ese caso, quizá me haya llamado al despacho, pero me he marchado pronto para prepararte una cena que encontrarás… en la basura. ¡Me he pasado en la cocción, no te habría gustado!
– Pero ¿dónde está Adrian?
– Creía que estaba contigo, que preferíais pasar la velada los dos solos.
– No, yo estaba con Max…
– ¡Anda, lo que faltaba! ¿Y se puede saber por qué?
– Por nuestras investigaciones, Jeanne, no empieces. Y ahora, ¿cómo voy a encontrar a Adrian?
– ¡Pues llamándolo!
Keira se precipitó al teléfono pero contestó mi buzón de voz. ¡Un poquito de amor propio sí que tengo! Me dejó un largo mensaje… «Lo siento mucho, se me ha pasado el tiempo sin darme cuenta, no tengo perdón, pero es que era apasionante, tengo un montón de cosas fantásticas que contarte, ¿dónde estás? Sé que son más de las diez, ¡pero llámame, llámame, llámame!» Y otro mensaje en el que me decía el número fijo de su hermana. Un tercero en el que se preocupaba de verdad por no tener noticias mías. Un cuarto en el que se ponía un poco nerviosa. Un quinto en el que me acusaba de tener mal genio. Un sexto hacia las tres de la mañana, y un último mensaje en el que colgó sin decir palabra.
Dormí en un pequeño hotel de la isla de Saint-Louis. Nada más terminar de desayunar, cogí un taxi hasta casa de Jeanne. La puerta del portal estaba cerrada y no conocía el código, de modo que me senté a leer el periódico en un banco que vi en la acera de enfrente.
Jeanne salió de su edificio poco después. Me reconoció y se dirigió a mí.
– ¡Keira estaba preocupadísima!
– ¡Pues ya somos dos!
– Lo siento -dijo Jeanne-, yo también estoy enfadada con ella.
– Yo no estoy enfadado -me apresuré a aclarar.
– ¡Pues es para estarlo!
Dicho esto, Jeanne se despidió y se alejó unos pasos antes de volver hacia mí.
– Su entrevista de ayer con Max era estrictamente profesional, ¡pero yo no te he dicho nada!
– ¿Serías tan amable de decirme el código del portal?
Jeanne me lo apuntó en un papel y se fue a trabajar.
Me quedé en el banco leyendo el periódico hasta la última página; luego fui a una panadería que había allí al lado y compré unos bollos.
Keira me abrió la puerta, con los ojos empañados de sueño.
– Pero ¿dónde te habías metido? -me preguntó, frotándose los párpados-. ¡Estaba muerta de preocupación!
– ¿Quieres un croissant? ¿Un bollo de chocolate? ¿Ambas cosas?
– Adrian…
– Desayuna y vístete, hay un Eurostar que sale sobre las doce, todavía estamos a tiempo de cogerlo.
– Antes tengo que ir a ver a Ivory, es muy importante.
– En realidad, hay un Eurostar cada hora, así que… vamos a ver a Ivory.
Keira preparó café y me contó la teoría que le había expuesto a Max. Mientras me la explicaba, yo le daba vueltas a esa frasecita que había dicho el anticuario con respecto a las esferas armilares. No sabía por qué, pero me entraron ganas de llamar a Erwan para comentárselo. A Keira no se le pasó mi distracción pasajera, y me llamó al orden.
– ¿Quieres que te acompañe a ver a ese viejo profesor? -dije, enganchándome de nuevo al hilo de su conversación.
– ¿Puedes decirme dónde has pasado la noche?
– No, o sea, sí que podría, pero no lo voy a hacer -contesté con una sonrisa de oreja a oreja.
– Me trae sin cuidado.
– Pues no se hable más… Y Ivory, entonces, porque ahí nos habíamos quedado, ¿no?
– No ha vuelto por el museo, pero Jeanne me ha dado el número de su casa. Voy a llamarlo.
Keira se dirigió a la habitación de su hermana, donde estaba el teléfono, pero antes se volvió hacia mí y me dijo:
– ¿Dónde has dormido?
Ivory accedió a recibirnos en su casa. Vivía en un apartamento elegante en la isla de Saint-Louis… a dos pasos de mi hotel. Cuando nos abrió la puerta, reconocí al hombre que, el día anterior, se había bajado de un taxi cuando yo estaba sentado leyendo en la terraza del café. Nos hizo pasar al salón y nos ofreció té y café.
– Es un placer volver a verlos a los dos. ¿En qué puedo serles útil?
Keira fue directa al grano, le preguntó si sabía dónde había sido encontrado el fragmento del que le había hablado en el museo.
– ¿Por qué no me dice primero por qué le interesa saberlo?
– Creo haber progresado en la interpretación del texto escrito en gueze.
– Me tiene usted intrigadísimo. ¿Qué ha descubierto?
Keira le explicó su teoría sobre los pueblos de los hipogeos. En los milenios IV y V antes de nuestra era, unos hombres encontraron el objeto en su forma intacta y disociaron sus partes. Según el manuscrito, se constituyeron varios grupos para ir a llevar los diferentes fragmentos a distintos lugares del mundo.
– Es una hipótesis maravillosa -exclamó Ivory-, y quizá tenga sentido. Salvo por el pequeño detalle de que no tiene usted ni idea de lo que habría podido motivar esos viajes, tan peligrosos como improbables.
– Una idea sí que tengo… -contestó Keira.
Apoyándose en lo que le había enseñado Max, sugirió que cada fragmento daba fe de un conocimiento, un saber que debía ser revelado.
– En eso no estoy de acuerdo con usted, incluso me inclinaría por la idea contraria -replicó Ivory-. El final del texto deja suponer que se trataba de un secreto que había que guardar. Léalo usted mismo: «Que permanezcan ocultas las sombras de lo infinito.»Y mientras Keira discutía con Ivory, las «sombras de lo infinito» me trajeron de nuevo a las mientes el anticuario del barrio del Marais.
– Lo interesante no es tanto lo que nos muestran las esferas armilares, sino lo que no nos muestran y que sin embargo adivinamos -murmuré.
– Perdón ¿cómo dice? -me preguntó Ivory, volviéndose hacia mí.
– El vacío y el tiempo -le dije.
– ¿De qué estás hablando? -quiso saber Keira.
– Nada, una idea que no tiene nada que ver con vuestra conversación, pero se me ha ocurrido de repente.
– ¿Y dónde piensa encontrar los fragmentos restantes? -prosiguió Ivory.
– Los que obran en nuestro poder fueron descubiertos en el cráter de un volcán, a varias decenas de kilómetros de un gran río. Uno al este, y el otro al sur, por lo que presiento que los demás están escondidos en lugares similares, pero al oeste y al norte.
– ¿Tienen esos dos fragmentos aquí? -insistió Ivory, que tenía los ojos brillantes.
Keira y yo nos miramos de reojo, ella se quitó su colgante, y yo saqué el otro fragmento, que guardaba como oro en paño en el bolsillo interior de mi chaqueta, y los dejamos sobre la mesita del salón. Keira los reunió, y recuperaron ese color azul vivo que seguía asombrándonos tanto, pero esta vez noté que el resplandor era algo más tenue, como si los objetos estuvieran perdiendo energía.
– ¡Es pasmoso! -exclamó Ivory-. Mucho más de lo que había imaginado.
– ¿Qué había imaginado? -preguntó Keira, intrigada.
– Nada, nada en especial -farfulló Ivory-, pero reconozca que este fenómeno es asombroso, sobre todo conociendo la edad de este objeto.
– ¿Y ahora ya sí quiere decirnos dónde fue encontrado el suyo?
– No es mío, ya me gustaría a mí que lo fuera. Se encontró hace treinta años en los Andes peruanos, pero, por desgracia para su teoría, no fue en el cráter de un volcán.
– ¿Dónde entonces? -quiso saber Keira.
– A unos ciento cincuenta kilómetros al nordeste del lago Titicaca.
– ¿En qué circunstancias? -pregunté yo.
– En el marco de una misión llevada a cabo por un equipo de geólogos holandeses; iban hacia las fuentes del río Amazonas. Repararon en el objeto debido a su forma singular, se encontraba en una cueva en la que los científicos se habían refugiado del mal tiempo. No les habría llamado la atención de no haber sido porque el jefe de esa misión fue testigo del mismo fenómeno que ustedes. Durante esa noche de tormenta, los relámpagos provocaron la famosa proyección de puntos luminosos sobre una de las paredes de su tienda. El hecho lo marcó tanto más cuanto que, al día siguiente, se dio cuenta de que la lona de la tienda se había vuelto permeable a la luz. Había en ella miles de agujeritos. Las tormentas eran frecuentes en esa región, de modo que el explorador holandés reprodujo la experiencia varias veces, y dedujo que no podía tratarse de una simple piedra. Se trajo consigo el fragmento a Holanda para que lo estudiaran.
– ¿Podríamos hablar con ese geólogo?
– Murió unos meses más tarde, sufrió una caída tonta en una expedición posterior.
– ¿Dónde está el fragmento que descubrió?
– En alguna parte, en un lugar seguro, pero ¿dónde? No estoy seguro.
– Lo del volcán no se ha verificado, pero, en cambio, sí es cierto que fue hallado al oeste.
– Sí, es lo menos que se puede decir.
– Y a varias decenas de kilómetros de un afluente del Amazonas.
– Eso también es así -corroboró Ivory.
– Se verifican así dos hipótesis de tres, no está mal -dijo Keira.
– Me temo que eso no la ayude mucho a encontrar los otros fragmentos. Dos de ellos fueron hallados accidentalmente. Y en lo que respecta al tercero, tuvieron ustedes mucha suerte.
– Estuve colgando en el vacío a dos mil quinientos metros de altura, sobrevolamos Birmania a ras del suelo a bordo de un avión que no tenía más que las alas para merecer ese nombre, estuve a punto de morir ahogada, y Adrian, de una neumonía, ah, y añada a esta lista tres meses en una cárcel china… ¡De verdad no me parece que a eso se le llame tener suerte!
– No era mi intención minimizar sus respectivos talentos. Deme unos días para pensar en su teoría, voy a volver a enfrascarme en mis lecturas, si encuentro en ellas la más mínima información que pudiera contribuir a su investigación, los llamaré.
Keira apuntó mi número de teléfono en una hoja de papel y se la tendió a Ivory.
– ¿Dónde piensan ir ahora? -preguntó éste mientras nos acompañaba hasta la puerta.
– A Londres. Nosotros también queremos leer e investigar un poco por nuestra cuenta.
– Entonces, les deseo una feliz estancia en Inglaterra. Una última cosa antes de que se marchen: tenía razón hace un momento, la suerte no los ha acompañado en absoluto, por lo que les recomiendo la máxima prudencia, y, para empezar, no le enseñen a nadie este fenómeno del que acabo de ser testigo.
Nos despedimos del viejo profesor, pasamos por mi hotel a recoger mi equipaje, sin que Keira hiciera ningún comentario sobre el día anterior, y la acompañé al museo para que fuera a despedirse de Jeanne antes de marcharnos.