…es una ciudad enteramente construida en madera, como muchos pueblos de Siberia; hasta la iglesia ortodoxa está hecha con troncos de abedul. La casa del chamán no contradecía la norma. No éramos los únicos que habían ido a visitarlo ese día. Yo había esperado no tener más que intercambiar unas palabras con él, como cuando se va a hablar con el alcalde de un pueblo sobre una familia de la región acerca de la que uno quiere saber algo, pero antes tuvimos que asistir a la ceremonia, que acababa de empezar.
Nos instalamos en una sala con otras cincuenta personas más que estaban sentadas en círculo sobre unas alfombras. Entró el chamán, vestido con su traje de ceremonia. La asamblea guardaba silencio. Tendida en una estera había una joven que apenas tendría veinte años. Se veía que la aquejaba un mal que le producía una fiebre muy alta. Tenía la frente empapada en sudor y gemía. El chamán cogió un tambor. Keira, que seguía enfadada conmigo, me explicó -aunque yo no se lo hubiera pedido- que el accesorio era indispensable para el ritual, y que el tambor tenía una doble identidad sexual: la piel representaba al varón, y el marco de madera, a la hembra. Cometí la tontería de echarme a reír y Keira me cortó en seguida propinándome una buena colleja.
El chamán empezó calentando la piel del tambor acariciándola con la llama de una antorcha.
– Tendrás que reconocer que es un poquito más complicado que llamar al número de información telefónica -le murmuré al oído a Keira.
El chamán alzó las manos y su cuerpo empezó a ondular al ritmo de los golpes del tambor. Su canto producía un efecto embrujador: se me habían quitado por completo las ganas de mostrarme irónico, y Keira estaba totalmente absorta en la escena que se desarrollaba ante nuestros ojos. El chamán entró en trance, su cuerpo era sacudido por violentos espasmos. Durante la ceremonia, el rostro de la joven se metamorfoseó, como si le hubiera bajado la fiebre, y sus mejillas volvieron a colorearse de rosa. Keira estaba fascinada, y yo también. El redoble de tambor cesó y el chamán se desplomó sobre el suelo. Nadie hablaba, ni un solo ruido rompió el silencio. Teníamos los ojos fijos en su cuerpo inerte, y así permanecimos largo rato. Cuando el hombre volvió en sí y se incorporó, se acercó a la joven, le impuso las manos en el rostro y le pidió que se levantara. Ya de pie, aunque tambaleante, parecía sanada del mal que la aquejaba hacía tan sólo un momento. La asamblea aclamó al chamán, la magia había obrado.
Nunca he sabido qué poderes reales tenía ese hombre, y lo que presencié aquel día en la casa del chamán de Listvianka para mí será siempre un misterio.
Una vez concluida la ceremonia, los asistentes se dispersaron. Keira abordó al chamán y le pidió audiencia; éste la invitó a sentarse y a hacerle las preguntas que la habían llevado hasta allí.
Nos dijo que la persona a la que buscábamos era un notable de la región. Un hombre generoso que donaba mucho dinero a los pobres para construir escuelas, hasta había financiado las obras de reforma de un dispensario que, desde entonces, se había convertido en un auténtico pequeño hospital. El chamán no se decidía a darnos su dirección, pues no tenía claras nuestras intenciones. Keira le prometió que sólo queríamos conseguir unas informaciones. Le explicó a qué se dedicaba y en qué podía sernos útil Egorov. Nuestra búsqueda era estrictamente científica.
El chamán miró con suma atención el colgante de Keira y le preguntó de dónde venía.
– Es un objeto muy antiguo -le confió ella sin la más mínima reserva-, un fragmento de un mapa celeste. Estamos buscando las partes que faltan para completarlo.
– ¿Qué edad tiene este objeto? -preguntó el chamán, que le pidió también a Keira que se lo dejara ver más de cerca.
– Millones de años -respondió ella al tendérselo.
El chamán acarició el colgante con delicadeza y, al instante, su rostro se ensombreció.
– No deben proseguir su viaje -dijo con voz grave.
Keira se volvió hacia mí. ¿Qué preocupaba a este hombre de pronto?
– No lo lleve encima, no sabe lo que hace -añadió.
– ¿Ya ha visto alguna vez un objeto así antes? -quiso saber Keira.
– ¡No comprenden lo que implica! -exclamó el chamán.
Su mirada se había ensombrecido aún más.
– No sé a qué se refiere -respondió Keira, recuperando su colgante-, nosotros somos científicos…
– L. Unos ignorantes, eso es lo que son ustedes! ¿Saben siquiera qué es lo que mueve el mundo? ¿Quieren exponerse a alterar su equilibrio?
– Pero ¿de qué está usted hablando? -protestó Keira, molesta.
– ¡Váyanse de aquí! El hombre al que quieren ver vive a dos kilómetros de aquí, en una dacha rosa con tres torrecillas, no puede pasarles inadvertida.
Unos jóvenes patinaban en el lago Baikal, lejos de la orilla donde las olas, sorprendidas por el invierno, se habían congelado, formando esculturas de aspecto más que inquietante. Prisionero del hielo, un viejo carguero de casco oxidado yacía tumbado de lado. Keira se había metido las manos en los bolsillos.
– ¿Qué intentaba decirnos ese hombre? -me preguntó.
– No tengo ni la menor idea, tú eres la experta en chamanes. Yo creo que la ciencia lo inquieta, nada más.
– Su miedo no me parecía irracional, y parecía como si supiera de lo que hablaba… como si quisiera advertirnos de un peligro.
– Keira, no somos aprendices de brujo. En nuestras disciplinas no hay lugar para la magia ni el esoterismo. Ambos procedemos de manera totalmente científica. Disponemos de dos fragmentos de un mapa que buscamos completar, nada más.
– De un mapa que, según tú, se hizo hace cuatrocientos millones de años, y no sabemos nada de lo que nos revelaría si lo completáramos…
– Cuando lo hayamos completado, entonces podremos considerar de manera científica la posibilidad de que una civilización dada tuviera un conocimiento astronómico en tiempos en que, a nuestro juicio, no es posible que dicho conocimiento existiera en la Tierra. Un descubrimiento así cambiaría bastante la perspectiva que tenemos sobre la historia de la humanidad. ¿No es eso lo que te apasiona desde siempre?
– ¿Y tú, qué esperas tú descubrir?
– Que este mapa me enseñe una estrella que aún no conozco ya me parecería fantástico. ¿Por qué pones esa cara?
– Tengo miedo, Adrian. Hasta ahora mis investigaciones nunca me habían hecho enfrentarme a la violencia de los hombres, y sigo sin comprender las motivaciones de esas personas que tanto se están ensañando con nosotros. Ese chamán no sabía nada de ti ni de mí, pero la manera en que ha reaccionado al tocar mi colgante me ha… asustado mucho.
– Pero ¿te das cuenta de lo que le has revelado y de lo que eso implica para él? Ese hombre es un oráculo, su poder y su aura dependen de su saber y de la ignorancia de quienes lo veneran. Irrumpimos en su casa y le plantamos delante de las narices el testigo de un conocimiento que supera con mucho los suyos. Lo pones a él en peligro. No espero una reacción mejor por parte de los miembros de la Academia si compartiésemos con ellos una revelación así. Si un médico va a un pueblo aislado del mundo, donde la modernidad aún no ha llegado, y sana a un enfermo con medicinas, los demás lo considerarían un brujo de infinitos poderes. El hombre venera a todo aquel cuyo saber es mayor que el suyo.
– Gracias por la lección, Adrian, pero es nuestra ignorancia lo que me asusta, no la de los autóctonos.
Llegamos delante de la dacha rosa. Era tal y como nos la había descrito el chamán, y tenía razón, era imposible confundirla con otra casa de los alrededores, tan ostentosa como era su arquitectura. El que allí vivía no había hecho nada por disimular su riqueza, al contrario, la exhibía, como testimonio de su poder y su éxito en la vida.
Dos hombres con un Kalashnikov en bandolera custodiaban la entrada de la propiedad. Me presenté y expresé mi deseo de ser recibido por el dueño del lugar. Veníamos de parte de Thornsten, un viejo amigo suyo, que nos enviaba para saldar una antigua deuda. El guardián nos ordenó que esperásemos en la puerta. Keira daba saltitos para entrar en calor ante la mirada divertida del otro tipo, que no le quitaba ojo de encima y tenía una expresión que no me gustaba en absoluto. La abracé y le froté la espalda con fuerza. El hombre volvió unos momentos más tarde, nos registró minuciosamente y por fin nos dejaron entrar en la fastuosa mansión de Egorov.
El suelo era de mármol de Carrara y las paredes estaban revestidas de madera importada de Inglaterra, nos explicó nuestro anfitrión al recibirnos en su salón. En cuanto a las alfombras, eran de Irán, piezas de gran valor, según afirmó.
– Creía que ese cabronazo de Thornsten hacía tiempo que había muerto -exclamó Egorov mientras nos servía vodka-. ¡Beban, así entrarán en calor! -dijo.
– Pues siento decepcionarlo -replicó Keira-, pero está vivito y coleando.
– Mejor para él -contestó Egorov-. ¿De modo que han venido a traerme el dinero que me debe?
Me saqué la cartera y le tendí el billete de cien dólares.
– Aquí tiene -dije, y dejé el único billete sobre la mesa-, puede contarlo si quiere.
Egorov miró con desprecio el billete verde.
– ¡Será una broma, espero!
– Es la cantidad exacta que nos ha pedido que le entreguemos.
– ¡Eso es lo que me debía hace treinta años! En moneda constante, y sin contar los intereses, habría que multiplicar por cien esa cantidad para que estuviéramos en paz. Les doy dos minutos para largarse de aquí si no quieren lamentar haber venido a burlarse de mí.
– Thornsten nos dijo que usted podría ayudarnos, soy arqueóloga y lo necesito.
– Lo siento, hace tiempo que ya no me ocupo de antigüedades, las materias primas son mucho más lucrativas. Si han hecho todo este viaje con la esperanza de comprarme algo, se han desplazado para nada. Thornsten se ha burlado de ustedes tanto como de mí. Guárdense ese billete y váyanse.
– No comprendo su animosidad por Thornsten, él hablaba de usted en términos muy respetuosos, y hasta parecía admirarlo.
– ¿Ah, sí? -preguntó Egorov, a quien las palabras de Keira habían halagado.
– ¿Por qué le debía dinero? Cien dólares era una cantidad considerable en esta región hace treinta años -añadió Keira.
– Thornsten no era más que un intermediario, actuaba en nombre de un comprador de París, un hombre que quería adquirir un manuscrito antiguo.
– ¿Qué clase de manuscrito?
– Una piedra grabada que se encontró en una tumba sepultada bajo el hielo en Siberia. Sabrá tan bien como yo que en los años cincuenta se descubrieron numerosas sepulturas así, y todas estaban llenas de tesoros que el hielo había conservado perfectamente.
– Y todas fueron minuciosamente saqueadas.
– Por desgracia, sí, así fue -contestó Egorov, suspirando-, La codicia de los hombres es terrible, ¿verdad? En cuanto se trata de dinero, se pierde todo respeto a las bellezas del pasado.
– Y por supuesto, usted ocupaba su tiempo persiguiendo a esos saqueadores de tumbas, ¿verdad? -prosiguió Keira.
– Tiene usted un trasero muy bonito, señorita, y desde luego no le falta encanto, pero no abuse de mi hospitalidad.
– ¿Le vendió esa piedra a Thornsten?
– ¡Le entregué una copia! Su comprador no se dio cuenta de nada. Como sabía que no me iba a pagar, me contenté con darle una reproducción, pero de muy buena calidad. Cojan ese dinero, dense una buena comilona y díganle a Thornsten que estamos en paz.
– ¿Y aún conserva el original? -preguntó Keira, sonriendo.
Egorov la miró de arriba abajo, demorándose en las curvas de su anatomía; sonrió a su vez y se levantó.
– Puesto que han venido hasta aquí, síganme; voy a enseñarles de qué se trataba.
Se dirigió a la biblioteca que decoraba las paredes de su salón. Cogió una caja forrada de piel fina, la abrió y la devolvió a su lugar.
– No está en ésta, ¿dónde la habré puesto?
Examinó otras tres cajitas parecidas, seguidas de una cuarta y una quinta, de la que sacó por fin un objeto envuelto en una fina tela de algodón. Desató la cinta que lo rodeaba y nos presentó una piedra de veinte centímetros cuadrados que dejó con cuidado sobre su escritorio antes de invitarnos a acercarnos. En la superficie patinada había un texto grabado con una escritura similar a la de los jeroglíficos.
– Está en lengua sumeria, esta piedra tiene más de seis mil años. El comprador de Thornsten debería haberla adquirido entonces, hace treinta años, cuando su precio era aún del todo asequible. En esa época habría vendido el féretro de Sargon por unos pocos cientos de dólares; hoy el valor de esta pieza es incalculable y, de hecho, paradójicamente, es invendible, salvo a un particular dispuesto a guardarla en secreto. Este tipo de objeto ya no puede circular libremente, los tiempos han cambiado, el tráfico de antigüedades se ha vuelto demasiado peligroso. Ya se lo he dicho, con el comercio de materias primas se gana mucho más y con muchos menos riesgos.
– ¿Qué significan esos trazos grabados? -preguntó Keira, fascinada por la belleza de la piedra.
– Poca cosa, lo más probable es que se trate de un poema, o de una antigua leyenda, pero la persona que estaba interesada en comprarla parecía otorgarle mucha importancia. Debo de tener una traducción por alguna parte. ¡Sí, aquí está! -exclamó, tras rebuscar en la caja.
Le entregó a Keira una hoja de papel, que me leyó en voz alta:
Cuenta una leyenda que, en el vientre de su madre, el niño lo sabe todo del misterio de la creación, desde el origen del mundo hasta el final de los tiempos. Al nacer, un mensajero pasa por encima de su cuna y pone un dedo en sus labios para que no desvele jamás el secreto que le ha sido confiado, el secreto de la vida…
Cómo disimular mi asombro al oír esas palabras que resonaban en mi cabeza y traían a mi memoria recuerdos de un viaje truncado. Las últimas palabras que leí a bordo de un vuelo con destino a China antes de perder el conocimiento y que el avión tuviera que dar media vuelta. Keira interrumpió su lectura, preocupada al verme tan alterado. Me saqué la cartera del bolsillo, extraje la hoja de papel y la desdoblé delante de ella. A mi vez, leí en voz alta el final de ese extraño texto:
…Ese dedo que borra para siempre la memoria del niño deja una marca; esa marca la tenemos todos sobre el labio superior, todos excepto yo.
El día que yo nací, el mensajero olvidó visitarme, y lo recuerdo todo.
Keira y Egorov me miraron, tan asombrados como yo. Les expliqué en qué circunstancias había llegado hasta mí ese documento.
– Me lo envió tu amigo, el profesor Ivory, justo antes de que fuera a buscarte a China.
– ¿Ivory? ¿Qué pinta él en todo esto? -preguntó Keira.
– ¡Pero si ése es el nombre del cabrón que nunca me pagó! -exclamó Egorov-, A él también lo creía muerto hace tiempo.
– ¿Es una manía suya esta de querer enterrar a todo el mundo? -contestó Keira-, Y dudo mucho que Ivory tenga nada que ver con su lamentable comercio de tumbas saqueadas.
– Pues yo le digo que su profesor, supuestamente limpio de toda sospecha, es precisamente el hombre que me compró la piedra, y le pido por favor que no me lleve la contraria, no estoy acostumbrado a que nadie ponga en duda mi palabra, y menos una estúpida como usted. ¡Estoy esperando una disculpa!
Keira se cruzó de brazos y le dio la espalda. Yo la cogí del hombro y le ordené que se disculpara inmediatamente. Me lanzó una mirada asesina y masculló un «lo siento» a nuestro anfitrión que, por suerte, pareció contentarse con tan poca cosa y aceptó contarnos más.
– Esta piedra fue hallada al noroeste de Siberia, en el transcurso de una campaña de excavaciones de tumbas sepultadas bajo el hielo. Abundan en la región. Las sepulturas, protegidas por el frío desde hace milenios, estaban extremadamente bien conservadas. Hay que poner las cosas en su contexto, en aquella época todos los programas de investigación dependían de la autoridad del comité central del Partido. Los arqueólogos cobraban salarios míseros por trabajar en condiciones tremendamente difíciles.
– ¡Pues en Occidente no nos van mucho mejor las cosas, pero no nos dedicamos a saquear!
Habría preferido que Keira se abstuviera de hacer ese tipo de comentarios.
– Todo el mundo traficaba para poder llegar a fin de mes -prosiguió Egorov-. Como yo ocupaba un puesto un poco más alto en la jerarquía del Partido, me ocupaba de todo lo que fueran informes, autorizaciones y adjudicaciones de fondos, y mi tarea era la de distinguir, entre todos los descubrimientos, aquellos que tuvieran el interés suficiente como para transferirlos a Moscú y los que se quedaban en la región. El Partido era el primero en saquear las repúblicas de la Federación y arrebatarles todos los tesoros que les correspondían por derecho. Nosotros nos limitábamos a quedarnos con una especie de pequeña comisión. Algunos objetos no llegaban hasta Moscú y terminaban engrosando las colecciones de compradores occidentales. Así es como, un día, conocí a su amigo Thornsten. Actuaba como intermediario de ese tal profesor Ivory, un apasionado de todo lo que tuviera que ver con las civilizaciones escitas y sumerias. Como sabía que nunca me pagaría, y yo tenía en mi equipo a un epigrafista de mucho talento, le pedí que me hiciera una reproducción de la piedra en un bloque de granito. Y ahora, ¿por qué no me cuentan lo que los trae hasta mi casa? Porque supongo que no habrán cruzado los Urales para devolverme cien dólares…
– Sigo la pista de un pueblo nómada que quizá emprendiera un largo viaje, cuatro mil años antes de nuestra era.
– ¿Para ir de dónde a dónde?
– Estos nómadas salieron de África y llegaron a China, de eso tengo pruebas; después, todo son hipótesis. Supongo que tomaron hacia Mongolia y cruzaron Siberia, subiendo por el río Yeniséi hasta el mar de Kara.
– Tremendo viaje, ¿y con qué fin habría recorrido tantos kilómetros ese grupo de nómadas?
– Para superar la ruta de los Polos y llegar hasta el continente americano.
– Eso no contesta verdaderamente a mi pregunta.
– Para llevar un mensaje.
– ¿Y piensa que yo podría ayudarla a demostrar una aventura así? ¿Quién le ha metido esa idea en la cabeza?
– Thornsten. Él pretende que era usted un especialista en las civilizaciones sumerias, supongo que la piedra que acaba de enseñarnos confirma lo que nos dijo.
– ¿Cómo han conocido a Thornsten? -preguntó Egorov con aire malicioso.
– Por medio de un amigo que nos recomendó que fuéramos a verlo.
– Tiene gracia.
– Pues yo no se la veo.
– ¿Y su amigo no conoce a Ivory?
– ¡Que yo sepa, no!
– ¿Estaría usted dispuesta a jurar que no se conocen?
Egorov le tendió su teléfono a Keira, desafiándola con la mirada.
– O es usted idiota, o los dos son de una ingenuidad pasmosa. ¡Llame a ese amigo y pregúnteselo!
Keira y yo mirábamos a Egorov sin comprender dónde quería ir a parar. Keira cogió el teléfono, marcó el número de Max y se alejó -lo que, debo reconocer, me molestó muchísimo-; volvió unos segundos más tarde, muy abatida.
– De modo que te sabes su número de memoria… -le dije.
– Adrian, por favor, no es el momento.
– ¿Te ha dado recuerdos para mí?
– Me ha mentido. Le he hecho la pregunta directamente y me ha jurado que no conocía a Ivory, pero sé que me ha mentido.
Egorov fue a su biblioteca, recorrió los estantes con la mirada y sacó un gran libro.
– Si he comprendido bien -dijo-, su viejo profesor los lleva hasta un amigo que a su vez los encamina hasta Thornsten, que a su vez los envía hasta mí. Y casualmente, hace treinta años ese mismo profesor Ivory buscaba adquirir esta piedra que yo poseo en la que hay grabado un texto en sumerio, un texto del que ya les ha entregado una traducción. Y todo eso, por supuesto, según ustedes no es más que mera casualidad…
– ¿Qué sobrentiende? -pregunté yo.
– Son ustedes dos marionetas cuyos hilos mueve Ivory a su antojo, los hace ir de norte a sur y de este a oeste, a su capricho. Si todavía no se han dado cuenta de que los ha utilizado, entonces son aún más tontos de lo que imaginaba.
– Bueno, ya nos hemos enterado de que nos considera unos estúpidos -dijo Keira entre dientes-, sobre ese punto ha sido usted muy claro, pero ¿por qué haría Ivory una cosa así? ¿Qué ganaría él con eso?
– No sé lo que buscan ustedes exactamente, pero supongo que el resultado debe de interesarle muchísimo. Están continuando una tarea que él dejó inacabada. Bueno, no hace falta ser muy listo para darse cuenta de que están trabajando para él sin tan siquiera darse cuenta.
Egorov abrió el gran libro y extendió un mapa antiguo de Asia.
– Esa prueba que esperaba usted encontrar -dijo-, la tiene delante de sus narices, es la piedra con el texto en lengua sumeria. Su amigo el profesor Ivory esperaba que todavía obrara en mi poder y se las ha arreglado para hacerlos llegar hasta mí.
Egorov se acomodó ante su escritorio y nos invitó a sentarnos en dos butacas frente a él.
– Las excavaciones arqueológicas en Siberia se iniciaron en el siglo xvm por iniciativa de Pedro el Grande. Hasta entonces los rusos no se habían interesado nunca por su pasado. Cuando yo dirigía la rama siberiana de la Academia, me las veía y me las deseaba para convencer a las autoridades de salvaguardar tesoros de valor incalculable; no soy el vulgar traficante que ustedes imaginan. Es cierto que tenía mis redes de comercio de antigüedades, pero gracias a ellas salvé miles de piezas e hice restaurar otras tantas que, de no haber sido por mí, se habrían destruido sin más. ¿Creen que esta piedra sumeria seguiría existiendo de no haber sido por mí? Sin duda habría servido, junto con cien más, para reforzar las paredes de un cuartel o para allanar un camino. No digo que ese pequeño comercio no me resultara rentable, pero siempre he actuado sabiendo muy bien lo que hacía. No vendía los vestigios de nuestra Siberia a cualquiera. Bueno, sea como fuere, ese profesor no les ha hecho perder el tiempo. En efecto, más que ningún otro arqueólogo en Rusia, he estudiado la civilización sumeria y siempre he estado convencido de que ese pueblo viajó mucho más lejos de lo que se supone que hizo. Nadie otorgaba la más mínima credibilidad a mis teorías, me tildaron de iluminado y de incapaz. El objeto que buscan y que da fe de que este grupo de nómadas llegó a la zona del Ártico lo tienen ante sus narices. ¿Y saben de cuándo es el texto grabado en esta piedra? Del año 4004 antes de nuestra era. Constátenlo ustedes mismos -dijo, señalando una línea más corta que las demás en la parte superior de la piedra-, no hay ninguna duda sobre la datación. Y ahora, ¿pueden compartir conmigo las razones por las que, según ustedes, estos nómadas trataron de alcanzar el continente americano? Porque imagino que si están aquí es porque las conocen.
– Ya se lo he dicho -repitió Keira-, para llevar un mensaje.
– Gracias, no estoy sordo, pero ¿qué mensaje?
– No tengo ni idea, era un mensaje destinado a los magisterios de las civilizaciones antiguas.
– ¿Y creen que estos mensajeros suyos alcanzaron su objetivo?
Keira se inclinó sobre el mapa, señaló con el dedo el angosto paso del estrecho de Bering y luego lo deslizó a lo largo de la costa de Siberia.
– No tengo ni idea -dijo en voz baja-, por eso necesito seguir su rastro.
Egorov cogió la mano de Keira y la desplazó despacio por el mapa.
– Man-Pupu-Nyor -dijo, y la dejó al este de la cordillera de los Urales, en un punto situado al norte de la república de los Komis-. El emplazamiento de Los Siete Gigantes de los Urales, allí es donde sus mensajeros de los magisterios hicieron su última escala.
– ¿Cómo lo sabe? -preguntó Keira.
– Porque es ahí precisamente, en Siberia occidental, donde se encontró la piedra. No era el río Yeniséi por el que bajaban sus nómadas, sino el Ob, y no era el mar de Kara hacia el que se dirigían, sino el mar Blanco. Para llegar a su destino, la ruta de Noruega era más corta, más accesible.
– ¿Por qué ha dicho «su última escala»?
– Porque tengo buenas razones para creer que su viaje no pasó de allí. Lo que voy a contarle no se lo hemos revelado nunca a nadie. Hace treinta años dirigíamos una campaña de excavaciones en esa región. En Man-Pupu-Nyor, sobre una vasta meseta situada en la cumbre de una montaña azotada por los vientos, se elevan siete pilares de piedra de entre treinta y cuarenta y dos metros de altura cada uno. Parecen inmensos menhires. Seis forman un semicírculo, y el séptimo parece mirar a los otros seis. Los Siete Gigantes de los Urales son un misterio cuyo secreto aún no conocemos. Nadie sabe por qué están ahí, y la erosión no puede ser la única responsable de una arquitectura de esas características. Ese yacimiento es el equivalente ruso de su Stonehenge, salvo que estas rocas tienen una altura sin igual.
– ¿Por qué no desvelaron nada?
– Por extraño que pueda parecerle, lo volvimos a enterrar todo y dejamos el yacimiento tal y como lo habíamos encontrado. Borramos voluntariamente toda huella de nuestro paso. En esa época, al Partido le traían sin cuidado nuestras investigaciones. Los funcionarios incompetentes de Moscú no habrían hecho ni caso de nuestros extraordinarios descubrimientos. En el mejor de los casos, los habrían archivado sin elaborar ningún análisis, y no habrían puesto ningún empeño en preservarlos. Habrían terminado por pudrirse en simples cajas, olvidados en los sótanos de un edificio cualquiera.
– ¿Y qué habían encontrado? -preguntó Keira.
– Numerosos restos humanos que databan del IV milenio, unos cincuenta cuerpos que el hielo había conservado perfectamente. Entre ellos se encontraba la piedra sumeria, enterrada en su tumba. Los hombres cuyo rastro sigue usted se vieron sorprendidos por el invierno y la nieve, murieron todos de hambre.
Keira se volvió hacia mí, extremadamente agitada.
– ¡Pero si es un descubrimiento importantísimo! Nadie ha podido demostrar nunca que los sumerios llegaran tan lejos. Si hubiera publicado su investigación con esas pruebas para respaldarla, la comunidad científica internacional lo habría aclamado.
– Es usted encantadora, pero demasiado joven para saber de lo que habla. Aún suponiendo que el alcance de este descubrimiento hubiera tenido el más mínimo eco entre nuestros superiores, habríamos sido de inmediato deportados a un gulag, y nuestras investigaciones se las habrían atribuido a algún apparatchik del Partido. La palabra «internacional» no existía por aquel entonces en la Unión Soviética.
– ¿Por eso volvieron a enterrarlo todo?
– ¿Qué habría hecho usted en nuestro lugar?
– Volvieron a enterrarlo casi todo… si me permite precisar -intervine yo-. Imagino que esta piedra no es el único objeto que se trajo consigo en su equipaje…
Egorov me lanzó una mirada asesina.
– Había también algunos efectos personales que pertenecieron a estos viajeros. Nos llevamos muy pocos, era vital para todos nosotros ser lo más discretos posible.
– Adrian -me dijo Keira-, si el periplo de los sumerios concluyó en esas condiciones, entonces es probable que el fragmento se encuentre en algún lugar en la meseta de Ma-Pupu-Nyor.
– Man-Pupu-Nyor -corrigió Egorov-, pero también puede decir Manpupuner, así es como lo pronuncian los occidentales. ¿De qué fragmento habla?
Keira me miró y, sin esperar respuesta a una pregunta que no me había hecho, se desató el cordón de cuero, le enseñó el colgante a Egorov y le contó casi todo de la búsqueda que habíamos emprendido.
Fascinado por lo que le relatábamos, Egorov nos invitó a cenar, y al ver que la velada se prolongaba, también puso un dormitorio a nuestra disposición que nos vino de perlas, porque ni se nos había pasado por la cabeza la idea de buscar dónde alojarnos esa noche.
En el transcurso de la cena que nos sirvieron en una habitación que, por el tamaño, más parecía una cancha de bádminton que un comedor, Egorov nos acribilló a preguntas. Cuando me decidí por fin a revelarle lo que ocurría cuando se reunían los fragmentos, nos suplicó que le permitiéramos asistir al fenómeno. Resultaba difícil negarle nada. Keira y yo reunimos nuestros dos fragmentos, y al instante recobraron su color azulado, aunque éste era aún más pálido que la última vez. Egorov abrió unos ojos como platos, su rostro parecía más joven de pronto. Tan tranquilo hasta entonces, de repente se mostraba muy nervioso, como un niño la víspera de Reyes.
– ¿Qué ocurriría, en su opinión, si se reunieran todos los fragmentos?
– No tengo ni idea -contesté antes que Keira.
– ¿Y están los dos seguros de que estas piedras tienen cuatrocientos millones de años?
– No son piedras -corrigió Keira-, pero sí, estamos seguros de su antigüedad.
– Su superficie es porosa y presenta millones de microperforaciones. Cuando los fragmentos están expuestos a una fuente de luz de extrema potencia, proyectan un mapa celeste. La posición de los astros que aparecen corresponde exactamente a la que había en el cielo en esa época -proseguí yo-. Si dispusiéramos de un láser de la potencia adecuada, podría hacerle una demostración.
– Me hubiera encantado ver algo así, pero es una lástima, no tengo un aparato así en mi casa.
– Lo contrario me habría inquietado bastante -reconocí.
Cuando terminamos el postre -un bizcocho muy borracho-, Egorov se levantó de la mesa y empezó a recorrer la habitación de un extremo a otro.
– ¿Y piensan -prosiguió- que alguno de los fragmentos que faltan podría encontrarse en el emplazamiento de Los Siete Gigantes de los Urales? ¡Sí, claro que lo piensan, qué pregunta!
– ¡Me gustaría tanto poder responderle con certeza! -exclamó Keira.
– ¡Ingenua y optimista! Es usted verdaderamente encantadora.
– Y usted es…
Le di un suave rodillazo por debajo de la mesa antes de que llegara a terminar la frase.
– Estamos en invierno -prosiguió Egorov-, la meseta de Man-Pupu-Nyor está azotada por vientos tan fríos y secos que la nieve casi no se acumula en el suelo. La tierra está helada, ¿piensan llevar a cabo las excavaciones con dos palitas y un detector de metales?
– Deje ya ese tono condescendiente, es exasperante. Y para su información, los fragmentos no son metálicos -replicó Keira.
– Lo que yo les ofrezco no es un detector de metales para aficionados, uno de esos para buscar las monedas que se les caen a sus dueños en las playas -dijo Egorov-, sino un proyecto mucho más ambicioso…
El ruso nos hizo pasar al salón, cuyas dimensiones no tenían nada que envidiar a las del comedor. El suelo de mármol había dejado paso a un parquet de roble y el mobiliario era importado de Italia y de Francia. Nos instalamos en unos cómodos sofás frente a una chimenea monumental donde crepitaba un fuego imponente. Las llamas lamían el fondo del hogar y subían muy alto por el conducto.
Egorov nos ofreció poner a nuestra disposición una veintena de hombres y todo el material que pudiera necesitar Keira para sus excavaciones. Le prometió más medios de los que había disfrutado nunca hasta entonces. La única contrapartida a esa ayuda inesperada consistía en que lo asociáramos a todos los descubrimientos.
Keira le precisó que no había ningún beneficio financiero a la vista. Lo que soñábamos con encontrar no tenía ningún valor económico, tan sólo el más puro interés científico. Egorov se ofuscó.
– ¿Quién habla de dinero? -preguntó, enfadado-. Son ustedes los que no hacen más que mencionar esa palabra. ¿Acaso les he hablado yo de dinero?
– No -contestó Keira, confusa, y creo que era sincera-, pero ambos sabemos que los medios que me ofrece suponen una enorme inversión, y hasta ahora no me he cruzado con muchos filántropos en mi carrera -dijo, casi disculpándose.
Egorov abrió una caja de puros y nos ofreció. Estuve a punto de dejarme tentar, pero una mirada de Keira me disuadió.
– He dedicado la mayor parte de mi vida a excavaciones arqueológicas -continuó Egorov-, y lo he hecho en condiciones muy difíciles. Usted no se enfrentará en toda su vida a condiciones de trabajo tan terribles. He arriesgado mi vida, tanto física como políticamente, he salvado muchísimos tesoros, ya le he explicado en qué circunstancias, y el único reconocimiento que me atribuyen esos desgraciados de la Academia de las Ciencias es el de considerarme un vulgar traficante. ¡Como si las cosas hubieran cambiado mucho hoy en día! ¡Qué hipócritas! Hace ya tres decenios que manchan mi nombre. Si su proyecto llega a buen puerto, ganaré mucho más que dinero. El tiempo en que enterraban a los muertos con sus bienes hace mucho que quedó atrás, yo no me llevaré a la tumba ni estas alfombras persas, ni los cuadros del siglo xix que adornan las paredes de mi casa. Les hablo de devolverme cierta respetabilidad. Hace treinta años, si no hubiéramos temido tanto a nuestros superiores, la publicación de nuestras investigaciones, como usted bien decía antes, me habría valido para convertirme en un científico reconocido y respetado. No volveré a desperdiciar una oportunidad así. Por eso, si están de acuerdo, llevaremos a cabo juntos esta campaña de excavaciones y si encontramos las pruebas necesarias para corroborar sus teorías, si la suerte nos sonríe, entonces presentaremos a la comunidad científica el producto de nuestros descubrimientos. ¿Le conviene el trato, sí o no?
Keira vaciló. Era difícil, en la situación en la que estábamos, darle la espalda a un aliado de esa índole. Yo era del todo consciente del valor de la protección que nos ofrecería esa asociación. Si Egorov no tenía inconveniente en llevarse también a los dos gorilas armados que nos habían recibido en la puerta de su casa, tendríamos más fuerza la próxima vez que alguien buscara atentar contra nuestras vidas. Keira cambió muchas miradas conmigo. La decisión era de ambos, pero soy un hombre galante y quería que fuera la primera en pronunciarse.
Egorov le dedicó a Keira una sonrisa de oreja a oreja.
– Devuélvame esos cien dólares -le dijo en un tono muy serio.
Keira sacó el billete, y Egorov se lo echó en seguida al bolsillo.
– Ya está, han contribuido a la financiación del viaje, a partir de este momento somos socios. Ahora que están zanjadas las cuestiones de dinero que tanto parecían preocuparlos, ¿podemos, entre científicos, concentrarnos en los detalles de nuestra organización para que esta prodigiosa campaña de excavaciones sea un éxito?
Se instalaron alrededor de la mesa baja. Durante una hora entera hicieron una lista con todo el material que iban a necesitar. No me incluyo, porque me sentía fuera de su conversación. De hecho, aproveché que no me prestaban ninguna atención para echar un vistazo a los estantes de la biblioteca. Encontré numerosos libros sobre arqueología, un antiguo manual de alquimia del siglo xvn, otro de anatomía igual de antiguo, las obras completas de Alejandro Dumas y una edición original de El rojo y el negro, de Stendhal. La colección de volúmenes que barría con la mirada debía de valer una verdadera fortuna. Me entretuve con un curioso tratado de astronomía del siglo XIV mientras Egorov y Keira hacían los deberes.
Cuando se dio cuenta de mi ausencia -tuve que esperar hasta la una de la madrugada-, Keira fue a buscarme y tuvo la caradura de preguntarme qué estaba haciendo. Deduje que la pregunta equivalía a un reproche y me reuní con ella ante la chimenea.
– Es fabuloso, Adrian, dispondremos de todo el material necesario, vamos a poder realizar excavaciones de gran envergadura. No sé cuánto tiempo nos llevará, pero con este despliegue de medios, si el fragmento se encuentra de verdad en algún lugar entre esos menhires, tenemos muchas probabilidades de encontrarlo.
Ojeé la lista que había hecho con Egorov: paletas, espátulas, plomadas, pinceles, GPS, metros, estacas de cuadriculación, rejillas, tamices, pesos, aparatos de medición antropométrica, compresores, aspiradores, grupos electrógenos, antorchas y tederos para trabajar de noche, tiendas, rotuladores, cámaras de fotos; nada parecía faltar en ese fastuoso inventario digno de un almacén especializado. Egorov descolgó el teléfono que había en un velador. Unos instantes después, dos hombres entraron en su salón, el ruso les entregó la lista y se retiraron inmediatamente.
– Todo estará listo mañana antes de mediodía -dijo Egorov, desperezándose.
– ¿Cómo va a lograr un prodigio así? -me aventuré a preguntar.
Keira se volvió hacia Egorov, que me miró con una expresión triunfal.
– Es una sorpresa. Bueno, es tarde, y necesitamos descansar, así que buenas noches, los veré para desayunar. Estén preparados, nos marcharemos al final de la mañana.
Un guardaespaldas nos llevó hasta nuestro dormitorio. La habitación de invitados era digna de un palacio. Nunca había estado en ninguno, pero me parecía que sólo en un palacio podría haber estancias tan grandes como aquella en la que íbamos a dormir esa noche. La cama era tan grande que uno podía tenderse atravesado. Keira saltó sobre el grueso edredón y me invitó a hacer lo mismo. No la había visto tan feliz desde… Pensándolo bien, nunca la había visto tan feliz. Había arriesgado mi vida varias veces y recorrido miles de kilómetros para reunirme con ella. ¡De haberlo sabido, me habría contentado con regalarle una pala y un tamiz! Después de todo, tenía que ser consciente de lo afortunado que era: no se necesitaba mucho para hacer feliz a la mujer a la que amaba. Se estiró cuan larga era, se quitó el jersey, se desabrochó el sujetador y, con una mirada coqueta, me dio a entender que no la hiciera esperar. Yo no tenía la más mínima intención de defraudarla.