Sir Ashton dejó su móvil sobre la mesa del salón, se desató el cinturón del albornoz y volvió a la cama.
– ¿Cuáles son las últimas noticias? -preguntó Isabel, cerrando el periódico.
– Los han visto en Moscú.
– ¿En qué circunstancias?
– Han ido a la Academia de las Ciencias a informarse sobre un antiguo traficante de antigüedades. Al director le ha parecido sospechoso y ha avisado a la policía.
Isabel se incorporó en la cama y encendió un cigarrillo.
– ¿Los han detenido?
– No. La policía ha seguido su pista hasta el hotel en el que se alojaban, pero ha llegado demasiado tarde.
– ¿Les han perdido el rastro?
– Pues a decir verdad, no tengo ni idea, han tratado de subir a bordo del Transiberiano.
– ¿Cómo que han tratado?
– Los rusos han detenido a un tipo que estaba sacando unos billetes a su nombre.
– ¿Entonces están a bordo de ese tren?
– La estación estaba llena de policías, pero nadie los ha visto subir.
– Si se sienten perseguidos, quizá hayan desviado la atención de los policías hacia una pista falsa. La policía rusa no debe inmiscuirse en nuestros asuntos, eso no haría sino complicarnos la tarea.
– Dudo que nuestros científicos sean tan listos como supone usted, yo creo que van a bordo de ese tren, el tipo al que buscan vive a orillas del lago Baikal.
– ¿Para qué quieren ver a ese traficante de antigüedades? Vaya una idea, ¿cree usted que…?
– ¿… que posee alguno de los fragmentos? No, hace tiempo que nos habríamos enterado, pero si se toman tantas molestias en ir a verlo es porque ese tipo debe de tener alguna información muy valiosa para ellos.
– Pues entonces, querido, no le queda más opción que callarle la boca a ese tipo antes de que consigan llegar hasta él.
– No es tan sencillo; el individuo en cuestión es un antiguo miembro del Partido y, teniendo en cuenta sus antecedentes, si vive una jubilación dorada en una dacha a orillas de un lago es porque disfrutará de una sólida protección. A no ser que enviemos nosotros a alguien, no encontraremos a nadie allí que se atreva a intentar nada contra ese hombre.
Isabel aplastó la colilla en el cenicero de la mesita de noche, cogió la cajetilla de cigarrillos y encendió otro.
– ¿Se le ocurre algún otro plan para impedir que tenga lugar el encuentro?
– Fuma demasiado, querida -contestó sir Ashton, abriendo la ventana-. Conoce mis proyectos mejor que nadie, Isabel, pero le ha propuesto al consejo una alternativa que nos hace perder tiempo.
– ¿Podemos interceptarlos, sí o no?
– Moscú me lo ha prometido; hemos convenido que es mejor que nuestras presas no estén tan alerta. Intervenir a bordo de un tren no es tan sencillo como parece. Además, cuarenta y ocho horas de tregua deberían poder darles la impresión de que nos han despistado. Moscú enviará una unidad que se ocupará de ellos a su llegada a Irkutsk. Pero, habida cuenta de las decisiones tomadas por el consejo, sus hombres se contentarán con interceptarlos y meterlos en un avión con destino a Londres.
– Lo que le propuse al consejo tenía el mérito de inclinar la balanza a favor de poner punto final a las investigaciones, aparte de que, de paso, ello también nos dejaba libres de toda sospecha con respecto a Vackeers, pero una vez conseguido esto, las cosas no tienen por qué desarrollarse tal y como estaba previsto…
– ¿Debo entender que no se mostraría usted reacia a medidas más radicales?
– Entienda lo que le dé la gana, pero deje de ir de un lado a otro de la habitación, me está usted mareando.
Ashton fue a cerrar la ventana, se quitó el albornoz y se metió en la cama.
– ¿No va a ordenar a sus hombres que aborten su misión en Rusia?
– Es inútil, lo necesario está hecho, ya había tomado la decisión.
– ¿A qué clase de decisión se refiere?
– A intervenir antes que nuestros amigos los rusos. El asunto estará zanjado mañana cuando el tren salga de Ekaterimburgo. Luego avisaré a Moscú por cortesía, para que no envíe a sus hombres inútilmente.
– El consejo se pondrá furioso cuando se entere de que no ha respetado las decisiones votadas esta noche.
– Dejo en sus manos cómo lidiar con el consejo, monte usted un numerito para la ocasión. Puede condenar mi sentido de la iniciativa o mi incapacidad de someterme a las normas. Me sermoneará usted un poco, yo me disculparé jurando que mis hombres actuaron motu proprio, y, créame, dentro de quince días ya nadie se acordará del tema. Su autoridad no se habrá visto menoscabada y nuestros problemas estarán resueltos, ¿qué más se puede pedir?
Ashton apagó la luz…