Con el informativo de la noche en pantalla, Ivory apagó el televisor y se acercó a la ventana. Había dejado de llover. Una pareja salía del Dorchester, la mujer subió a un taxi y el hombre esperó a que se hubiera alejado el coche antes de volver al hotel. Una anciana, que paseaba a su perro por Park Lañe, saludó al aparcacoches al pasar.
Ivory abandonó su puesto de observación, abrió el mini-bar, cogió una chocolatina, le quitó el papel y la dejó sobre la mesa baja. Fue al cuarto de baño, rebuscó en su neceser, encontró un tubo de somníferos, sacó un comprimido y se miró al espejo.
– Viejo estúpido, ¿es que acaso ignorabas lo que estaba en juego? ¿O es que ni siquiera sabías a qué juego jugabas?
Se tomó el comprimido, se sirvió un vaso del agua del grifo del lavabo y volvió al salón para instalarse ante el tablero de ajedrez.
Les dio un nombre a cada uno de los peones contrarios: Amsterdam, Atenas, Estambul, El Cairo, Moscú, Pekín, Río, Tel Aviv, Berlín, Boston, París y Roma; al rey le puso el nombre de Londres, y a la reina, el de Madrid. Entonces, de un manotazo, lanzó despedidas todas las piezas del contrario, salvo aquella a la que había bautizado con el nombre de Amsterdam. Ésta la envolvió en su pañuelo y la guardó con cuidado en el fondo de su bolsillo. El rey negro retrocedió una casilla, el caballo y el peón no se movieron, pero Ivory hizo avanzar los dos alfiles hasta la tercera línea. Contempló el tablero, se quitó los zapatos, se tendió sobre el sofá y apagó la luz.
La reunión acababa de terminar, los invitados se reunían ya en torno al bufé. La mano de Isabel rozó de manera subrepticia la de sir Ashton, que se había mostrado particularmente brillante aquella noche. Si bien en el último consejo la mayor parte de las voces se había pronunciado a favor de proseguir las investigaciones, esta vez el lord inglés había logrado atraer a su bando a una mayoría de los participantes, y el aliado más valioso del momento aceptaba cooperar sin reservas: Moscú haría cuanto obrara en su poder para localizar y detener a los dos científicos. Serían repatriados a Londres en el primer avión, y no se les volvería a otorgar ningún visado para Rusia en el futuro. Ashton habría preferido medidas más radicales, pero sus colegas todavía no estaban preparados para votar ese tipo de moción. Para aplacar las conciencias, Isabel había emitido una idea que había sido del gusto de todos. Si hasta entonces no habían podido disuadir a los dos investigadores mediante la fuerza, ¿por qué no apartarlos de su búsqueda haciéndole a cada uno proposiciones que los alejaran de facto el uno del otro? La coacción no siempre era el mejor método. La presidente de la sesión acompañó a sus invitados hasta el pie de la torre. Una hilera de limusinas abandonó la plaza de Europa y se dirigió al aeropuerto de Barajas; Moscú le ofreció a sir Ashton disfrutar de su avión privado, pero el lord tenía aún algunos asuntos pendientes en España.