Londres

El Boeing 767 aterrizó en Heathrow cuatro horas después de salir de Moscú. Eran las 22.30, hora local, la noche quizá fuera nuestra aliada. El avión se situó en una zona del aparcamiento apartada de la terminal. Vi por la ventanilla dos autobuses que esperaban al pie de la escalerilla. Le dije a Keira que no se diera prisa, bajaríamos con la segunda oleada de pasajeros.

Subimos al autobús y le indiqué a Keira que se quedara cerca de la puerta: había metido el pie entre los fuelles para que no pudiera cerrarse del todo. El bus avanzaba por el asfalto y tomó por un túnel que se adentraba bajo las pistas. El conductor tuvo que parar un momento para dejar pasar a un carricoche que tiraba de una hilera de contenedores para equipaje. Era ahora o nunca. Empujé bruscamente la puerta de fuelle y arrastré a Keira conmigo. Una vez fuera, corrimos por la penumbra del túnel hacia el convoy que se alejaba y saltamos a uno de los contenedores de equipaje. Keira aterrizó entre dos grandes maletas, y yo, tendido sobre unos bolsones. En el autobús, los pasajeros que habían sido testigo de nuestra escapada se quedaron boquiabiertos. Supongo que trataron de avisar al conductor, pero nuestro trenecito se alejaba ya en dirección contraria y, unos instantes más tarde, entró en el sótano de la terminal. A esa hora tardía ya no se veía a casi nadie en la zona de descarga; sólo había dos equipos trabajando, pero estaban lejos de nosotros y no podían vernos. El carricoche serpenteaba entre las rampas de carga de las maletas.

Vi un ascensor a pocos metros de nosotros y elegí ese momento para abandonar nuestro escondite. Por desgracia, al llegar ante la puerta constaté que el botón de llamada tenía una cerradura; sin llave no era posible pulsarlo.

– ¿Tienes alguna idea de cómo salir de aquí? -me preguntó Keira.

Miré a nuestro alrededor pero no vi más que una larga hilera de cintas transportadoras, la mayoría de las cuales estaba parada.

– ¡Allí! -exclamó Keira, señalando una puerta-. Es una salida de socorro.

Temía que estuviera condenada, pero la suerte nos sonreía, y, tras abrirla, nos encontramos al pie de una escalera.

– Ya no corras -le dije a Keira-, Salgamos de aquí como si todo fuera normal.

– No llevamos una chapa con nuestro nombre -observó Keira-, si nos cruzamos con alguien, no pareceremos nada normales.

Consulté mi reloj, el autobús ya habría llegado a la terminal. A las once de la noche ya no habría mucha gente en la aduana, y el último pasajero de nuestro vuelo no tardaría en presentarse ante el control de pasaportes. Calculé que nos quedaba poco tiempo antes de que los que nos estaban esperando comprendieran que nos habíamos escapado.

En lo alto de la escalera, otra puerta nos impedía el paso; Keira presionó la barra transversal y, al hacerlo, se oyó una fuerte sirena.

Desembocamos en la terminal entre dos cintas de equipaje, de las cuales una giraba vacía. Un empleado nos vio y se quedó desconcertado. Antes de que pudiera dar la alerta, cogí a Keira de la mano y echamos a correr con todas nuestras fuerzas. Se oyó un silbato. Sobre todo no debíamos volvernos, había que seguir corriendo. Teníamos que llegar a las puertas correderas que daban a la calle. Keira tropezó y gritó, la ayudé a levantarse y tiré de ella. Más rápido, más rápido. Detrás de nosotros oíamos un ruido de pasos que corrían y silbatos que sonaban cada vez más cerca. No detenerse, no ceder ante el miedo, tan sólo nos separaban unos metros de la libertad. Keira estaba sin aliento. A la salida de la terminal había un taxi parado, subimos y le suplicamos al taxista que arrancara el motor.

– ¿Dónde van? -preguntó, volviéndose hacia nosotros.

– ¡Corra! Llegamos tarde -volvió a suplicar Keira entre jadeos.

El taxista arrancó el motor. Me prohibí volverme, imaginaba a los que nos perseguían muertos de rabia en la acera al ver alejarse nuestro black cab.

– Todavía no podemos cantar victoria -le susurré a Keira.

– Vaya hacia la terminal dos -le indiqué al taxista.

Keira me miró, estupefacta.

– Confía en mí, sé lo que hago.

En la segunda glorieta le pedí al taxista por favor que se parara ahí. Pretexté que mi mujer estaba embarazada y que sufría unas terribles náuseas. Frenó en seguida. Le di un billete de veinte libras y le dije que íbamos a tomar un poco el aire en la cuneta. No hacía falta que nos esperara, estaba acostumbrado a ese tipo de indisposición, podía durar un buen rato, así que haríamos el resto del camino a pie.

– Es peligroso pasear por aquí -nos dijo-, tengan cuidado con los camiones, pasan por todos lados.

Se alejó despidiéndose con un gesto, encantado con lo que había ganado por una carrera tan corta.

– Y ahora que he dado a luz -me dijo Keira-, ¿qué hacemos?

– ¡Esperar! -le contesté.

– ¿Y a qué esperamos?

– ¡Pronto lo verás!

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