Keira se pasó el día tumbada en su litera, con una migraña espantosa. Me cuidé mucho de no hacerle ningún reproche por sus excesos del día anterior, incluso cuando me suplicó que la matara, que hiciera lo que fuera, con tal de no sentir más ese dolor. Cada media hora iba al extremo del vagón, donde la provonitsa, muy amable, me entregaba compresas de agua tibia, y yo volvía en seguida al compartimento para aplicárselas a Keira en la frente. En cuanto se quedaba dormida, me asomaba a la ventanilla y veía desfilar los campos rusos. De vez en cuando, el convoy pasaba por alguna aldea de casas construidas con troncos de abedul. Cuando se detenía en los apeaderos, los granjeros se apiñaban en el andén para vender a los viajeros productos locales tales como ensaladilla de patatas, crepes al tvarok, mermeladas y empanadillas de col o de carne. Esas paradas nunca duraban mucho tiempo, después el tren seguía su camino, atravesando las grandes llanuras desérticas de los Urales. Al final de la tarde, Keira empezó a encontrarse un poco mejor. Se tomó un té y un puñadito de frutos secos. Estábamos ya cerca de Ekaterimburgo, donde nuestros vecinos italianos nos dejarían para coger otro tren hacia Ulán Bator.
– Me hubiera encantado visitar esa ciudad -suspiró Keira-, sobre todo la iglesia de la Sangre derramada, tengo entendido que es preciosa.
Extraño nombre para una iglesia, pero dicen que fue construida sobre las ruinas de la villa Ipatiev, donde el zar Nicolás II, su mujer Alexandra Federova y sus cinco hijos fueron ejecutados en julio de 1918.
Por desgracia no tendríamos tiempo de hacer turismo, el tren sólo hacía una breve parada de media hora para cambiar de locomotora, me contó la responsable de nuestro vagón. Al menos sí podíamos bajar a estirar un poco las piernas y a comprar algo de comer, algo que a Keira le sentaría muy bien.
– No tengo hambre -gimió.
Ahí estaba el arrabal, semejante al de todas las grandes ciudades industrializadas. El tren se detuvo en la estación.
Keira aceptó dejar su litera para ir a pasear un poco. Había anochecido, en el andén las babuchkas vendían sus mercancías. Subieron a bordo caras nuevas. Dos policías patrullaban a pie por la estación, pero su actitud relajada me tranquilizó, parecía que habíamos dejado nuestros problemas en Moscú, a más de mil quinientos kilómetros de donde nos encontrábamos ahora.
Ningún silbato advertía de la salida del tren, tan sólo el movimiento de la multitud indicaba que era hora de volver al vagón. Compré una caja con botellas de agua mineral y unos pirojkis que Keira no quiso ni probar. Fue a tumbarse de nuevo en su litera y se quedó dormida. Cuando terminé de cenar, yo también me acosté. El balanceo del tren y el sonido regular de los carretones me sumieron en un profundo sueño.
Eran las dos de la mañana, hora de Moscú, cuando oí un ruido extraño en la puerta; alguien intentaba entrar en nuestro compartimento. Me levanté y descorrí la cortinilla, asomé la cabeza pero no había nadie, el pasillo estaba desierto, anormalmente desierto, hasta la provonitsa había abandonado su samovar.
Volví a cerrar el pestillo y decidí despertar a Keira, algo no marchaba bien. Se llevó un sobresalto: le tapé la boca con la mano para que no gritara y le indiqué con un gesto que se levantara.
– ¿Qué pasa? -me preguntó en voz baja.
– Todavía no lo sé, pero vístete en seguida.
– ¿Para ir dónde?
Su pregunta era acertada. Estábamos encerrados en un compartimento de seis metros cuadrados, seis vagones nos separaban del restaurante, y la idea de ir hasta allí no me tentaba en absoluto. Vacié mi maleta, puse nuestra ropa dentro de nuestras literas para simular dos cuerpos tumbados y la cubrí con las sábanas. Luego ayudé a Keira a trepar al portaequipajes, apagué la luz y subí junto a ella.
– ¿Puedes decirme a qué estamos jugando?
– No hagas ruido, es todo lo que te pido.
Pasaron diez minutos y volví a oír el mismo ruido en la puerta. Ésta se abrió, resonaron cuatro disparos y se volvió a cerrar. Nos quedamos largo rato acurrucados el uno contra el otro, hasta que Keira me dijo que tenía un calambre terrible en la pierna que pronto le haría gritar de dolor. Salimos de nuestro escondite, Keira quiso encender la luz, pero yo no la dejé. Descorrí un poco la cortina para que entrara la luz de la luna. Ambos palidecimos al ver nuestras literas atravesadas por dos agujeros allí donde habrían estado nuestros cuerpos dormidos. Alguien se había introducido en nuestro compartimento para dispararnos. Keira se arrodilló delante de su litera y pasó el dedo por el agujero en la sábana.
– Es aterrador… -murmuró.
– ¡En efecto, lo siento por las sábanas!
– Pero, joder, es que no lo entiendo, ¿por qué se ensañan así con nosotros? Ni siquiera sabemos lo que buscamos, y menos aún si lo encontraremos algún día, entonces…
– Es probable que los que quieren matarnos sepan más que nosotros. Ahora tenemos que conservar la calma para salir de esta trampa. Y más nos vale pensar de prisa.
Nuestro asesino estaba en el tren, y allí se quedaría al menos hasta la parada siguiente, a no ser que decidiera esperar a que descubrieran nuestros cuerpos para asegurarse del éxito de su misión. En el primer caso, debíamos permanecer escondidos en nuestro compartimento, en el segundo, era más prudente bajar antes que él. El convoy iba ahora más despacio, debíamos de estar acercándonos a Omsk; la escala siguiente sería por la mañana temprano, en la estación de Novosibirsk.
Mi primer reflejo fue el de encontrar la manera de atrancar la puerta, y lo hice enganchando mi cinturón al picaporte y atándolo al travesaño de la escalerilla que permitía acceder al portaequipaje. El cuero era lo bastante resistente para que nadie pudiera abrir la puerta corredera. Luego ordené a Keira que se agachara para observar el andén sin ser descubiertos.
El tren se detuvo. Desde donde estábamos era difícil distinguir quién se apeaba, y no vimos nada que nos indicara que el asesino se hubiera bajado.
Durante las horas siguientes, volvimos a hacer nuestro equipaje, alertas al más mínimo ruido. A las seis de la mañana, oímos gritos. Los viajeros de los compartimentos vecinos salieron al pasillo. Keira se levantó de un salto.
– ¡Ya no soporto seguir encerrada aquí! -dijo, liberando el picaporte.
Abrió la puerta y me lanzó el cinturón.
– ¡Vamos a salir! Hay demasiada gente fuera, no puede ser peligroso.
Un pasajero había descubierto a la responsable del vagón: yacía inerte al pie de su samovar con una herida muy fea en la frente. Su colega, la del turno de día, nos ordenó que volviéramos a la cama, la policía subiría a bordo en Novosibrisk. Mientras tanto, todos los viajeros debían encerrarse en sus compartimentos.
– ¡Volvemos a la casilla de salida! -protestó Keira.
– Si la policía registra los compartimentos, más nos vale esconder las sábanas -dije, volviendo a ponerme el cinturón-, no es el mejor momento para llamar la atención.
– ¿Crees que ese tipo sigue por aquí?
– No tengo ni idea, pero ahora ya no podrá volver a intentar nada contra nosotros.
En la estación de Novosibirsk, dos inspectores interrogaron uno por uno a todos los pasajeros, pero nadie había visto nada. Se llevaron a la joven provonitsa en una ambulancia, y en seguida la sustituyó otra empleada de la compañía. Había suficientes extranjeros en el tren para que nuestra presencia no llamara particularmente la atención de las autoridades. Sólo en nuestro vagón había holandeses, italianos, alemanes y hasta una pareja de japoneses, de modo que no éramos más que dos ingleses en medio de tanto extranjero. Tomaron nota de nuestra identidad, los inspectores bajaron del tren, y éste reanudó su marcha.
Cruzamos una zona de marismas heladas, el relieve se hizo más alto, ahora había también algunas montañas nevadas a las que sucedieron de nuevo las llanuras de Siberia. En mitad del día, el tren tomó por un largo puente metálico que cruzaba el río Yeniséi; la siguiente parada duró media hora. Yo habría preferido que no saliéramos del compartimento, pero Keira ya no aguantaba encerrada. En el andén la temperatura debía de ser de unos diez grados bajo cero. Aprovechamos nuestra pequeña escapada para comprar algo de comer.
– No veo nada sospechoso -dijo Keira mientras mordía con avidez una empanadilla de verduras.
– Ojalá siga así hasta mañana por la mañana.
Los pasajeros volvían ya a los vagones, eché un último vistazo a nuestro alrededor y ayudé a Keira a subir. La nueva provonitsa me gritó que nos diéramos prisa, y la puerta del tren se cerró tras de mí.
Le sugerí a Keira que pasáramos nuestra última velada a bordo del Transiberiano en el vagón restaurante. Tanto los rusos como los turistas se pasaban la noche bebiendo allí; cuanta más gente hubiera a nuestro alrededor, más seguros estaríamos. Keira acogió mi propuesta con alivio. Encontramos una mesa que compartimos con cuatro holandeses.
– Y una vez en Irkutsk, ¿cómo daremos con Egorov? El lago Baikal tiene una superficie de más de seiscientos kilómetros.
– Una vez allí, trataremos de encontrar un cibercafé y buscaremos en internet, con un poco de suerte, encontraremos la pista de este tipo.
– Ah, ¿porque tú sabes navegar por internet en cirílico?
Miré a Keira; su sonrisa burlona me recordó lo guapa que era. Tenía razón, quizá tuviéramos que recurrir a un intérprete.
– En Irkutsk -añadió, burlándose de mí-, iremos a ver a un chamán, ¡nos dará mucha más información sobre la región y sus habitantes que todos los motores de búsqueda de tu dichosa internet!
Y mientras cenábamos, Keira me explicó por qué el lago Baikal se había convertido en un lugar tan importante para la paleontología. El descubrimiento al inicio del siglo XXI de yacimientos del paleolítico había aportado pruebas de la presencia de hombres de Transbaikalia que poblaron Siberia veinticinco mil años antes de nuestra era. Sabían utilizar un calendario y ya llevaban a cabo ritos funerarios.
– Asia es la cuna del chamanismo. En estas regiones -prosiguió Keira-, se considera la primera religión del hombre. Según la mitología, el chamanismo nació incluso al mismo tiempo que la creación del Universo, y el primer chamán era hijo del Cielo. ¿Ves?, nuestras profesiones están relacionadas desde la noche de los tiempos. Los mitos cosmogónicos siberianos abundan. En la necrópolis de la Isla de los Renos, en el Onega, se ha encontrado una escultura de hueso del V milenio antes de nuestra era. Representa un tocado chamánico decorado con un hocico de alce. Lo llevaba un chamán que ascendía hacia el mundo celestial flanqueado por dos mujeres.
– ¿Por qué me cuentas todo esto?
– Porque aquí, como en todos los pueblos buriatos, si quieres enterarte de algo tienes que pedir audiencia a un chamán. ¿Y ahora puedes decirme por qué me metes mano por debajo de la mesa?
– ¡No te estoy metiendo mano!
– ¿Entonces qué haces?
– Buscar la guía turística que has debido de esconder en alguna parte. ¡No me digas que sabías tanto sobre los chamanes porque no me lo creo!
– No seas tonto -rió Keira mientras le palpaba por detrás de las caderas-, ¡No estoy sentada encima de ningún libro!
Tengo buenas razones para saberme la lección de memoria, ¡y tampoco escondo nada en el pecho, ya basta, Adrian!
– ¿Qué razones?
– Tuve una época muy mística cuando estaba en la facultad, me iba mucho el rollo chamánico. Incienso, piedras magnéticas, danzas, éxtasis, trances, en fin, un período de mi vida muy New Age, no sé si me entiendes, y te prohíbo que te burles. Adrian, para, estás haciéndome cosquillas, nadie escondería un libro ahí.
– ¿Y cómo vamos a encontrar a un chamán? -dije, incorporándome.
– El primer niño con el que nos encontremos en la calle te dirá dónde vive el chamán más cercano, hazme caso. Cuando tenía veinte años, me hubiera encantado hacer este viaje. Para algunos, el paraíso estaba en Katmandú, pero yo soñaba con venir aquí.
– ¿De verdad?
– ¡Sí, de verdad! Y ahora no tengo nada en contra de que prosigas con tu búsqueda de la guía, pero entonces volvamos al compartimento.
Me apresuré a aceptar su sugerencia. Al amanecer, había inspeccionado con todo detalle cada rincón del cuerpo de Keira… ¡pero nunca le he pillado encima ninguna chuleta!