El canal Vodootvodny estaba helado. Una decena de patinadores lo recorría, deslizándose de prisa sobre su gruesa capa de hielo. Moscú iba a pie a su despacho. Un Mercedes negro lo seguía a distancia. Cogió su móvil y llamó a Londres.
– La intervención ha terminado -dijo.
– Tiene la voz rara, ¿ha ido todo como esperábamos?
– No del todo, las condiciones eran difíciles.
Ashton contuvo el aliento a la espera de que su interlocutor le contara lo que había ocurrido.
– Temo -añadió Moscú- tener que rendir cuentas antes de lo previsto. Las unidades de Egorov se defendieron con valentía, hemos perdido hombres.
– ¡Me traen sin cuidado sus hombres! -replicó Ashton-, ¡Dígame qué ha sido de nuestros científicos!
Moscú colgó y llamó a su chófer. El automóvil llegó a su altura, el guardaespaldas bajó y le abrió la puerta. Moscú se instaló en el asiento de atrás del vehículo, que se alejó a toda velocidad. El teléfono del coche sonó varias veces, pero Moscú no quiso contestar a la llamada.
Tras una breve parada en su despacho, pidió a su chófer que lo llevara al aeropuerto de Sheremetyevo, donde un avión privado lo esperaba delante de la terminal de vuelos de negocios; el coche cruzó la ciudad, con la sirena a todo volumen, abriéndose paso entre el atasco. Moscú suspiró y consultó su reloj: tardaría tres horas en llegar a Ekaterimburgo.