– Si no estuviera tan preocupado no habría corrido usted el riesgo de venir hasta aquí. Y no me diga que me ha invitado a cenar porque no le apetecía estar solo. Estoy seguro de que el servicio de habitaciones del King George es mucho mejor que este restaurante chino. De hecho, me parece muy poco delicado por su parte haber elegido este sitio, dadas las circunstancias.
Ivory se quedó mirando largo rato a Walter, cogió una rodajita de jengibre confitado y le ofreció una a su invitado.
– Me ocurre como a usted, empieza a pesarme tanta espera. Lo peor es no poder hacer nada.
– ¿Sabe sí o no si Ashton está detrás de todo esto? -preguntó Walter.
– No tengo ninguna certeza. Me cuesta imaginar que haya podido llegar hasta ese extremo. La desaparición de Keira debería haberle bastado. A menos que se haya enterado del viaje de Adrian y haya decidido ir un paso por delante. Es un milagro que no haya logrado su propósito.
– Por muy poco -masculló Walter-, ¿Cree que el lama habrá podido informar a Ashton sobre Keira? Pero ¿por qué lo habría hecho? Si su intención no era ayudar a Adrian a encontrarla, entonces ¿qué sentido tenía enviarle sus efectos personales?
– Nada prueba de manera definitiva que el lama esté detrás de ese regalito. Alguien de su entorno podría haber cogido la cámara, fotografiar a nuestra amiga la arqueóloga mientras se bañaba en el río y volver a dejarlo todo en su lugar sin que nadie se diera cuenta de nada.
– ¿Quién sería ese mensajero entonces, y por qué arriesgarse tanto?
– Basta con que uno de los monjes de la comunidad haya presenciado su baño y se haya negado a que se traicionen los principios que ha jurado respetar.
– ¿Qué principios?
– No mentir nunca es uno de ellos, pero puede ser que el lama, obligado a guardar el secreto, haya incitado a uno de sus discípulos a adoptar el papel de mensajero.
– Lo siento pero no lo entiendo.
– Debería aprender a jugar al ajedrez, Walter, para ganar no basta con llevar una jugada de ventaja, sino tres o cuatro, sin anticipación no hay victoria posible. Volvamos a nuestro lama; quizá se sienta dividido entre dos preceptos que, en una situación concreta, ya podrían no ser conciliables. No mentir y no hacer nada que pueda atentar contra una vida. Imaginemos que la supervivencia de Keira dependa del hecho de que se la crea muerta; esto para nuestro sabio sería una situación muy incómoda, un dilema moral. Si dice la verdad, pone su vida en peligro y contradice así lo más sagrado de su fe. Por otro lado, si miente, dejando creer que está muerta cuando está viva, al hacerlo infringe otro precepto. Una situación muy embarazosa, ¿no le parece? En ajedrez, a eso se le llama estar «ahogado». Mi amigo Vackeers detesta eso.
– ¿Cómo hicieron sus padres para engendrar a alguien tan retorcido como usted? -preguntó Walter, cogiendo a su vez una rodaja de jengibre del cuenco.
– Me temo que mis padres no tienen culpa de nada, me hubiera encantado otorgarles ese mérito, pero no los conocí. Si no le importa, le contaré mi infancia otro día, por el momento no es mi vida la que está en juego.
– ¿Supone usted que nuestro lama, enfrentado a un dilema de esas características, pueda haber incitado a uno de sus discípulos a revelar la verdad, mientras él mismo seguía protegiendo la vida de Keira con su silencio?
– Lo que nos interesa en este razonamiento no es el lama. Espero que no se le haya escapado este detalle.
Walter hizo una mueca que disipó toda duda: el razonamiento de Ivory se le escapaba por completo.
– Amigo mío, usted acabaría con la paciencia de un santo.
– Quizá, pero fui yo quien reparó en la particularidad de la fotografía que alguien había puesto en evidencia entre todas las demás, fui yo quien la comparó con las otras y quien sacó las conclusiones que ahora conocemos.
– Se lo concedo, pero como usted mismo acaba de decir, ¡alguien la había puesto en evidencia entre todas las demás, colocándola la primera del montón!
– Más me valdría haber cerrado el pico, como el lama. Ahora no estaríamos esperando ansiosos noticias de Adrian, rezando porque todavía pueda darnos alguna.
– ¡Aún a riesgo de repetirme, esa fotografía era la primera del montón! Resulta difícil creer que se trate de una simple coincidencia, sólo puede ser un mensaje. Sólo queda saber si Ashton ha logrado enterarse a la vez que nosotros.
– ¡O también puede tratarse de un mensaje que nosotros queríamos ver a toda costa! Le habríamos otorgado la misma importancia aunque lo hubiéramos encontrado en los posos de una taza de café. Usted habría sido capaz de resucitar a Keira con tal de empujar a Adrian a proseguir su investigación…
– ¡Por favor, déjese de acusaciones, sobre todo si son tan burdas como ésa! ¿Preferiría ver cómo su amigo malgasta su talento, enterrado en esa isla, en el estado lamentable en que lo hemos visto? -intervino Ivory, alzando la voz a su vez-, ¿Me cree usted tan cruel como para mandarlo en busca de su amiga si de verdad no creyera sinceramente que está viva? ¿Me toma por un monstruo?
– No es eso lo que quería decir -replicó Walter con la misma vehemencia.
Su breve altercado atrajo la atención de los clientes que cenaban en la mesa de al lado. Walter continuó, en voz más baja.
– Ha dicho que no era el lama quien nos interesaba. Entonces, si no es él, ¿quién?
– Quien ha puesto en peligro la vida de Adrian, quien temía que pudiera encontrar a Keira, quien, si así fuera, estaría dispuesto a cualquier cosa. ¿Se le ocurre quién puede ser?
– No hace falta que me trate con ese desprecio, no soy su subalterno.
– Reparar el tejado de la Academia cuesta una verdadera fortuna, y me parece que el generoso benefactor que equilibra milagrosamente su presupuesto, evitando así que quienes lo mantienen a usted en su puesto de trabajo se enteren de la mediocridad de su gestión, merece algún respeto, ¿no cree?
– Está bien, he captado el mensaje. ¡De modo que acusa usted a sir Ashton!
– ¿Sabe Ashton que Keira está viva? Es posible. ¿No habrá querido correr ningún riesgo? Es probable. Debo confesar que si hubiese pensado antes en este razonamiento, no habría enviado a Adrian a primera línea de fuego. Ahora ya no me preocupa sólo Keira, sino sobre todo él.
Ivory pagó la cuenta y se levantó de la mesa. Walter fue a buscar sus gabardinas y se reunió con él en la calle.
– Tenga, su gabardina, ya se le olvidaba.
– Me pasaré mañana -dijo Ivory, parando un taxi.
– ¿Le parece prudente?
– He venido hasta aquí para eso, además, me siento responsable, tengo que verlo. ¿Cuándo sabremos más sobre su estado?
– Cada mañana conocemos nuevos resultados de sus análisis. Va mejorando, lo peor parece haber pasado, pero siempre queda el peligro de una recaída.
– Llámeme al hotel cuando lo juzgue necesario, pero sobre todo no lo haga con su móvil, sino desde una cabina.
– ¿De verdad cree que escuchan mis llamadas?
– No tengo ni idea, mi querido Walter. Buenas noches.
Ivory se subió a su taxi. Walter decidió volver a pie. El tiempo todavía era agradable en Atenas a finales de otoño, un viento ligero soplaba en la ciudad, un poco de frescor lo ayudaría a poner en orden sus ideas.
Al llegar a su hotel, Ivory le pidió al recepcionista que le subieran a la habitación el juego de ajedrez que había en el bar; a esas horas de la noche no creía que ningún otro cliente fuera a utilizarlo.
Una hora más tarde, sentado en el saloncito de su suite, Ivory abandonó la partida que jugaba contra sí mismo y se acostó. Tendido en la cama, con los brazos cruzados detrás de la nuca, pasó revista a todos los contactos que había hecho en China a lo largo de su carrera. La lista era larga, pero lo que lo contrariaba en ese inventario de índole tan particular era que ninguno de los que recordaba seguía vivo. El anciano encendió la luz y apartó la manta, que le daba demasiado calor. Se sentó en el borde de la cama, se puso las zapatillas y se contempló en el espejo de la puerta del armario.
– ¡Ah, Vackeers! ¿Por qué no puedo contar con usted ahora que tanto lo necesitaría? Porque no puedes contar con nadie, viejo estúpido, ¡porque eres incapaz de confiar en nadie! Mira dónde te ha llevado tu arrogancia. Estás solo, y todavía sueñas con dirigir tú la orquesta.
Se levantó y se puso a recorrer su habitación de un extremo a otro.
– Si se trata de un envenenamiento, lo pagará muy caro, Ashton.
De un manotazo, lanzó despedido el tablero de ajedrez con todas sus piezas.
El hecho de enfadarse por segunda vez aquella noche le hizo reflexionar largo rato. Ivory miró las piezas desperdigadas por toda la moqueta, el alfil blanco y el negro estaban uno al lado del otro. A la una de la madrugada, decidió infringir una norma que se había puesto él mismo, descolgó el teléfono y marcó un número de Amsterdam. Cuando Vackeers contestó, escuchó a su amigo hacerle una pregunta cuando menos insólita. ¿Podía algún veneno provocar los síntomas de una neumonía aguda?
Vackeers no tenía ni idea, pero le prometió investigar sin tardanza. Por pura elegancia o como prueba de su amistad, no le pidió a Ivory ninguna explicación.