En Atenas cogimos un taxi, y dos horas más tarde estábamos a bordo del ferry a Hydra. Tú te acomodaste en el camarote mientras yo me instalaba en la cubierta de popa.
– No me digas que te mareas…
– Me gusta disfrutar del aire y la brisa marina.
– ¿Tiritas de frío y me dices que quieres disfrutar de la brisa marina? Reconoce que te mareas, ¿por qué no me dices la verdad?
– Porque no ser buen marinero es casi una tara para un griego, y yo no le veo la gracia.
– Sé de alguien que no hace mucho se burlaba de mí porque me mareo en los aviones…
– No me burlaba -contesté, inclinado sobre la borda.
– Estás lívido y tiemblas, vamos al camarote, si no vas a enfermar de verdad.
Sufrí un nuevo ataque de tos y dejé que me llevaras al interior del barco. Sentía que me había vuelto la fiebre, pero no me apetecía pensar en ello, estaba feliz de llevarte a mi casa y no quería que nada estropeara ese momento.
Había esperado hasta estar en el Pireo para avisar a mi madre; cuando el ferry arribaba a Hydra, me imaginaba ya sus reproches. Le había suplicado que no preparara ninguna fiesta, estábamos agotados y sólo soñábamos con una cosa: dormir, dormir y dormir.
Mi madre nos recibió en su casa. Era la primera vez que la veía intimidada. Decía que los dos teníamos muy mala cara. Nos preparó una comida ligera en la terraza. Mi tía Elena había preferido quedarse en el pueblo para dejarnos a solas a los tres. En la mesa, mi madre te acosó a preguntas, y por mucho que la mirara con reproche para que te dejara en paz, fue en vano. Tú te plegaste a sus exigencias y le contestaste de buena gana. Sufrí un nuevo ataque de tos que puso punto final a la velada. Mi madre nos llevó a mi habitación. Las sábanas olían a lavanda, nos dormimos escuchando las olas romper contra el acantilado.
A la mañana siguiente te levantaste muy temprano, sin hacer ruido. Tu estancia en la cárcel te había acostumbrado a madrugar. Te oí salir de la habitación, pero me sentía demasiado débil para acompañarte. Hablabas con mi madre en la cocina, parecíais llevaros bien, así que volví a dormirme en seguida.
Me enteré más tarde de que Walter había llegado a la isla a última hora de la mañana.
Elena lo había llamado el día anterior para avisarlo de nuestra llegada, y él había cogido un avión en seguida. Me confesó un día que, de tanto ir y venir de Londres a Hydra, mis peripecias se habían comido sus ahorros casi por completo.
A primera hora de la tarde, Walter, Elena, Keira y mi madre entraron en mi habitación. Tenían todos cara de espanto al verme postrado en la cama, ardiendo de fiebre. Mi madre me aplicó en la frente una compresa empapada en una infusión de hojas de eucalipto. Uno de sus viejos remedios que no bastaría para vencer el mal que se iba apoderando de mí. Unas horas más tarde recibí la visita de una mujer a la que no pensaba volver a ver, pero Walter tenía la costumbre de apuntarlo todo, y el número de teléfono de una doctora, también piloto de avioneta, había venido a añadirse a los que ya ocupaban las páginas de su libretita negra. La doctora Sophie Schwartz se sentó en mi cama y me cogió la mano.
– Esta vez, por desgracia, no está fingiendo, tiene usted una liebre de caballo.
Me escuchó los pulmones y diagnosticó en seguida una recaída de la infección pulmonar de la que le había hablado mi madre. Hubiera preferido que me evacuaran inmediatamente a Atenas, pero el tiempo no lo permitía. Se estaba levantando tormenta, el mar estaba muy agitado, y ni siquiera un avión tan pequeño como el suyo conseguiría despegar en esas condiciones. De todas formas, yo no me encontraba como para viajar.
– En la guerra como en la guerra -le dijo a Keira-, vamos a tener que apañarnos como podamos.
La tormenta duró tres días. Setenta y dos horas durante las cuales el meltem sopló en la isla. El potente viento de las Cícladas doblaba los árboles y hacía crujir todos los maderos de la casa; el tejado perdió algunas de sus tejas. Desde mi habitación oía las olas estrellarse contra el acantilado.
Mi madre había instalado a Keira en la habitación de invitados, pero, en cuanto se apagaban las luces, Keira venía a la mía y se tendía junto a mí. En los escasos ratos de descanso que se permitía, la doctora tomaba el relevo a mi cabecera. Venciendo el miedo, Walter trepaba la colina a lomos del burro dos veces al día para visitarme. Lo veía entrar en mi habitación, completamente empapado. Se sentaba en una silla y me decía que daba gracias a Dios por esa tormenta. La pensión en la que siempre se alojaba había perdido parte del tejado con el temporal. Elena en seguida le había abierto las puertas de su casa. Yo estaba furioso de haberle estropeado a Keira sus primeros instantes en la isla, pero la presencia de todos ellos me hizo darme cuenta de que mi soledad en los altiplanos de Atacama pertenecía a un pasado ya remoto.
El cuarto día, el meltem se calmó, y con él se marchó mi fiebre.