Adís Abeba

El aeropuerto de Adís Abeba estaba abarrotado de gente. Cuando pasamos el control de la aduana, busqué el mostrador de la pequeña compañía privada cuyos servicios ya había contratado la otra vez. Un piloto aceptó llevarnos a Jinka por seiscientos dólares. Keira me miró, estupefacta.

– Es una locura, vamos por carretera, pero si estás sin blanca, Adrian.

– Justo antes de exhalar el último suspiro en la habitación de un hotel parisino, Oscar Wilde declaró: «Muero por encima de mis posibilidades.» ¡Ya que vamos a enfrentarnos a mil dificultades, déjame ser tan digno como él!

Me saqué del bolsillo un sobre que contenía un pequeño fajo de billetes verdes.

– ¿De dónde ha salido ese dinero? -me preguntó Keira.

– Es un regalo de Ivory, me dio este sobre justo antes de que nos despidiéramos.

– ¿Y lo aceptaste?

– Me hizo prometer que no lo abriría hasta que el avión hubiera despegado. A diez mil metros de altitud, no lo iba a tirar por la ventana…

Dejamos Adís Abeba a bordo de un Piper. El aparato no volaba muy alto. El piloto nos señaló una manada de elefantes que migraba hacia el norte, y un poco más lejos unas jirafas que corrían en mitad de una vasta llanura. Una hora más tarde, el avión inició el descenso. La corta pista de Jinka apareció ante nosotros. Las ruedas salieron de la carlinga y rebotaron sobre el suelo, el avión se paró y dio media vuelta al llegar al final de la pista. Por la ventanilla vi a todo un grupo de chiquillos precipitarse hacia nosotros. Sentado en un viejo tonel, un chico, mayor que los demás, observaba al avión rodar hacia la choza de paja que hacía las veces de terminal.

– Me parece que ese niño me suena -le dije a Keira, señalándolo con el dedo-. Fue él quien me ayudó a encontrarte cuando vine a buscarte la otra vez.

Keira se inclinó hacia la ventanilla. En un instante, vi que se le llenaban los ojos de lágrimas.

– Yo sé quién es -dijo.

El piloto apagó el motor que hacía girar las hélices. Keira fue la primera en bajar. Se abrió paso a través del montón de niños que gritaban y brincaban a su alrededor sin dejarla avanzar. El chico abandonó su tocón y se alejó.

– ¡Harry! -gritó Keira-, Harry, soy yo.

Harry se dio la vuelta y se quedó paralizado. Keira se precipitó hacia él, le alborotó el pelo y lo abrazó.

– ¿Ves? -le dijo entre sollozos-. He cumplido mi promesa.

Harry levantó la cabeza.

– ¡Cuánto has tardado!

– He hecho cuanto he podido -contestó ella-, pero ahora ya estoy aquí.

– Tus amigos lo han reconstruido todo, ahora el campamento es más grande aún que antes de la tormenta. ¿Te vas a quedar esta vez?

– No lo sé, Harry, no sé nada.

– Entonces ¿cuándo te vuelves a marchar?

– Acabo de llegar ¿y ya quieres que me vaya?

El chico se zafó del abrazo de Keira y se alejó. Yo vacilé un momento pero luego corrí hacia él y lo alcancé.

– Escúchame, chaval, no ha pasado un solo día en que no hablara de ti, no se ha dormido una sola noche sin pensar en ti, ¿no crees que merece que la recibas con más cariño?

– Ahora está contigo. Entonces ¿por qué ha vuelto? ¿Por mí o para seguir excavando? Volved a vuestro país, tengo cosas que hacer.

– Harry, puedes negarte a creerlo, pero Keira te quiere, es así. Te quiere, si supieras lo muchísimo que te ha echado de menos… No le des la espalda. Te lo pido de hombre a hombre, no la rechaces.

– Déjalo en paz -dijo Keira, que nos había alcanzado-, haz lo que quieras, Harry, lo entiendo. Que me guardes rencor o no, no cambiará en nada lo mucho que te quiero.

Keira cogió su bolso y avanzó hacia la choza de paja sin mirar atrás. Harry vaciló un instante antes de precipitarse hacia ella.

– ¿Dónde vas?

– No tengo ni idea, Harry. Tengo que tratar de reunirme con Éric y los demás; necesito su ayuda.

El chico se metió las manos en los bolsillos y le dio una patada a una piedra.

– Ya, ya veo -dijo.

– ¿Qué es lo que ves?

– Que no puedes vivir sin mí.

– Eso, muchacho, lo sé desde el día en que te conocí.

– Quieres que te ayude a llegar hasta allí, ¿es eso?

Keira se arrodilló y lo miró fijamente a los ojos.

– Antes quiero que hagamos las paces -le dijo, abriéndole los brazos.

Harry vaciló un momento y le tendió la mano, pero Keira escondió la suya detrás de la espalda.

– No, quiero que me des un beso.

– Ya soy mayor para eso -dijo muy serio.

– Sí, pero yo no. Me vas a dar un abrazo, ¿sí o no?

– Me lo voy a pensar. Mientras tanto, sígueme, tenéis que dormir en algún sitio. Mañana te daré mi respuesta.

– De acuerdo -dijo Keira.

Harry me lanzó una mirada desafiante y abrió la marcha. Cogimos nuestro equipaje y lo seguimos por el sendero que llevaba a la aldea.

Delante de una choza había un hombre con una camiseta deshilachada. Se acordaba de mí y me hizo grandes gestos con los brazos.

– No sabía que fueras tan popular por aquí -me dijo Keira para burlarse de mí.

– Quizá porque la primera vez que vine dije que era amigo tuyo…

El hombre que nos acogió en su casa nos ofreció dos esteras donde dormir y algo de comer. Durante la cena, Harry se quedó delante de nosotros, sin apartar los ojos de Keira, y luego de pronto se levantó y se dirigió a la puerta.

– Volveré mañana -dijo, y salió de la casa.

Keira se precipitó fuera, yo la seguí, pero el muchacho ya se alejaba por la pista.

– Dale un poco de tiempo -le dije a Keira.

– No tenemos mucho -me contestó ella antes de volver muy triste a la choza.


Me despertó al alba el ruido de un motor que se acercaba. Salí a la puerta de la casa, un reguero de polvo precedía a un 4 x 4. El todoterreno frenó a mi altura, y en seguida reconocí a los dos italianos que me habían ayudado en mi primera estancia allí.

– Anda, qué sorpresa, ¿cómo otra vez por aquí? -me preguntó el más corpulento de los dos al bajar del coche.

Su tono amistoso me sonó falso y me hizo recelar de él.

– Como a ustedes, me encanta este país. Cuando vienes una vez, es difícil resistir las ganas de volver.

Keira se reunió conmigo en el porche de la casa y me rodeó con el brazo.

– Veo que ha encontrado a su amiga -dijo el otro italiano, que avanzaba hacia nosotros-. Es muy guapa, ahora comprendo su afán por dar con ella.

– ¿Quiénes son estos tíos? -me dijo Keira al oído-, ¿Los conoces?

– No mucho, simplemente me crucé con ellos cuando buscaba tu campamento y me echaron una mano.

– ¿Hay alguien en toda la región que no te ayudara a encontrarme?

– No seas antipática con ellos, no te pido más.

Los dos italianos se acercaron.

– ¿No nos invitan a entrar? -preguntó el más fuerte-. Es pronto, pero ya hace un calor de espanto.

– No es nuestra casa y, además, no los conozco. No se han presentado -contestó Keira.

– Él es Giovanni, y yo, Marco. ¿Ahora ya sí podemos entrar?

– Ya se lo he dicho, no es nuestra casa -insistió Keira en un tono muy poco afable.

– Vamos, vamos -dijo el que se hacía llamar Giovanni-, ¿y qué hay de la hospitalidad africana? Podrían ofrecernos un poco de sombra y algo de beber; me muero de sed.

El hombre que nos había acogido en su choza se presentó en la puerta y nos invitó a entrar a todos. Puso cuatro vasos encima de una caja de madera, nos sirvió café y se retiró; se iba a trabajar al campo.

El tal Marco miraba a Keira de una manera que no me gustaba en absoluto.

– Es usted arqueóloga si mal no recuerdo, ¿no? -le preguntó.

– Está usted bien informado -contestó ella-, y por cierto, tenemos trabajo, hemos de irnos.

– Decididamente, no es usted la hospitalidad en persona. Podría ser más amable; después de todo, fuimos nosotros quienes ayudamos a su amigo a encontrarla hace unos meses, ¿no se lo ha dicho?

– Sí, todo el mundo de por aquí lo ayudó a encontrarme, y eso que no estaba perdida. Ahora, perdonen que sea tan directa pero de verdad tenemos prisa -dijo ella secamente mientras se ponía de pie.

Giovanni se levantó de un salto y se interpuso en su camino. Al instante, yo me interpuse en el suyo.

– Bueno, ya está bien, ¿qué quieren de nosotros?

– Nada, hombre, nada; charlar un ratito con ustedes, nada más. No solemos tener ocasión de cruzarnos con europeos por aquí.

– Bueno, pues ahora que ya hemos intercambiado unas palabras, déjenme pasar -insistió Keira.

– ¡Siéntese! -le ordenó Marco.

– No estoy acostumbrada a que me den órdenes -replicó Keira.

– Pues me temo que va a tener que cambiar sus costumbres. Ahora mismo se va a sentar y se va a estar calladita.

Esta vez la grosería de ese tipo superaba todo límite aceptable, me disponía a enfrentarme a él cuando se sacó una pistola del bolsillo y apuntó a Keira.

– No se haga el héroe -me dijo, quitándole el seguro al arma-. No alboroten y todo irá bien. Dentro de tres horas, llegará un avión. Saldremos los cuatro de esta choza, y nos acompañarán hasta el aparato sin hacer ninguna tontería. Subirán a bordo sin oponer resistencia, Giovanni se asegurará de ello. Ya ven que no es un plan muy complicado.

– ¿Y adónde irá ese avión? -pregunté yo.

– Eso lo verán cuando llegue el momento. Y ahora, puesto que tenemos un rato que matar, ¿por qué no nos cuentan lo que han venido a hacer aquí?

– ¡A cruzarnos con dos cabrones que nos apuntan con un revólver! -contestó Keira.

– Tiene carácter la niña -se burló Giovanni.

– La niña se llama Keira -le dije yo-, no hace falta que le falte al respeto.

Nos pasamos dos horas seguidas mirándonos. Giovanni se mondaba los dientes con una cerilla, y Marco, impasible, no apartaba los ojos de Keira. A lo lejos se oyó el ruido de un motor, Marco se levantó y fue al porche a ver de qué se trataba.

– Dos 4x4 vienen hacia aquí -anunció al volver a la choza-, Van a ser buenecitos y se van a quedar dentro -dijo, dirigiéndose a nosotros-. Vamos a esperar hasta que la caravana pase sin que ladre el perrito, ¿estamos?

La tentación de actuar era muy fuerte, pero Marco seguía apuntando a Keira con su arma. Los todoterrenos se acercaban, oímos un chirrido de frenos a pocos metros de la choza. Los motores dejaron de rugir, y después se oyeron varias puertas que se cerraban. Giovanni se acercó a la ventana.

– Mierda, ahí fuera hay diez tipos por lo menos, y se dirigen hacia aquí.

Marco se levantó y se reunió con Giovanni sin dejar de apuntar a Keira. La puerta de la choza se abrió de repente.

– ¡Éric! -dijo Keira bajito-. ¡Nunca me había alegrado tanto de verte!

– ¿Hay algún problema? -le preguntó éste.

No recordaba que Éric fuera tan cachas, pero estaba encantado de haberme equivocado. Aproveché que Marco se había dado la vuelta para propinarle una buena patada en la entrepierna. No soy un hombre violento, pero cuando pierdo la calma no me ando con contemplaciones. Sin aliento, Marco soltó su pistola, y Keira la lanzó con el pie hasta el otro extremo de la habitación. Giovanni no tuvo tiempo de reaccionar, le arreé un puñetazo en plena cara, tan doloroso para su mandíbula como para mi muñeca. Marco ya se estaba incorporando, pero Éric lo agarró de la garganta y lo placó contra la pared.

– ¿A qué están jugando aquí? ¿Y por qué tienen un arma? -gritó.

Mientras no le soltara el cuello, Marco tendría dificultades para contestarle. Estaba cada vez más pálido, así que le sugerí a Éric que no lo sacudiera con tanta fuerza y lo dejara respirar un poco para que le volviera el color a la cara.

– Basta, déjeme explicarle -suplicó Giovanni-. Trabajamos para el gobierno italiano, nuestra misión es llevar a estos dos energúmenos hasta la frontera. No íbamos a hacerles daño.

– ¿Y qué tenemos que ver nosotros con el gobierno italiano? -preguntó Keira, estupefacta.

– Yo eso no lo sé, señorita, ni me importa; recibimos instrucciones anoche y no sabemos más que lo que acabamos de decirle.

– ¿Habéis hecho alguna tontería en Italia? -nos preguntó Éric, volviéndose hacia nosotros.

– ¡Pero si ni siquiera hemos puesto los pies en Italia, estos tíos no saben lo que dicen! ¿Y qué pruebas tenemos de que de verdad son quienes pretenden ser?

– ¿Acaso los hemos maltratado? ¿Creen que nos habríamos quedado aquí esperando si hubiéramos querido eliminarlos? -intervino Marco entre dos ataques de tos.

– ¿Como hicieron con el jefe de la aldea en el lago Turkana? -pregunté yo.

Éric nos miró a los cuatro, uno después de otro. Se dirigió a uno de los miembros de su equipo y le ordenó que fuera al coche a buscar unas cuerdas. El joven obedeció y volvió con unas correas.

– Atad a estos tíos, y nos largamos de aquí -ordenó Éric.

– Escucha, Éric -se opuso uno de sus compañeros-, somos arqueólogos, no polis. Si estos hombres son de verdad agentes italianos, ¿para qué meternos en problemas?

– No os preocupéis -intervine-, ya me ocupo yo.

Marco quiso oponer resistencia, pero Keira recogió su arma y le clavó el cañón en la tripa.

– Soy muy torpe con estos trastos -le dijo-. Como bien ha dicho nuestro compañero, sólo somos arqueólogos, y manejar armas de fuego no es nuestro fuerte.

Mientras Keira seguía apuntándolos, Éric y yo nos ocupamos de nuestros agresores. Los dejamos espalda contra espalda, atados de pies y manos. Keira se guardó la pistola debajo del cinturón y se arrodilló junto a Marco.

– Sé que está mal, hasta puede considerarlo una cobardía, no seré yo quien se lo reproche, pero «la niña» tiene una última cosa que decirle…

Y Keira le arreó un tortazo que lo hizo rodar por el suelo.

– Hala, ya está, ya podemos irnos.

Cuando salíamos de la choza pensé en ese pobre hombre que nos había acogido en su casa; cuando volviera del campo, encontraría dos invitados de muy mal humor…


Subimos a uno de los todoterrenos. Harry nos esperaba en el asiento de atrás.

– ¿Ves como me necesitas? -le dijo a Keira.

– Ya podéis darle las gracias, ha sido él quien ha venido a avisarnos de que teníais problemas.

– Pero ¿cómo lo has sabido? -le preguntó Keira a Harry.

– He reconocido el coche, en la aldea a nadie le gustan esos tipos. Me he acercado a la ventana y he visto lo que pasaba, así que he ido a buscar a tus amigos.

– ¿Y cómo has hecho para llegar al terreno de excavaciones en tan poco tiempo?

– El campamento no está muy lejos de aquí, Keira -contestó Éric-. Cuando te marchaste, desplazamos el perímetro de excavación. Después de la muerte del jefe de la aldea ya no éramos bienvenidos en el valle del Omo, no sé si me entiendes. Y de todas maneras, no hemos encontrado nada allí donde tú excavabas. Entre la inseguridad que reinaba, y que todos estábamos un poco hartos, al final nos movimos un poco hacia el norte.

– Ah -dijo Keira-, vaya, veo que de verdad has asumido el control de las operaciones.

– ¿Sabes cuánto tiempo te has tirado sin darnos noticias tuyas? Ahora no me vengas con sermones.

– Mira, Éric, no me tomes por tonta, haz el favor; al desplazar el perímetro de excavación eliminabas todo rastro de mi trabajo y te atribuías la paternidad de los hallazgos que pudierais hacer.

– Eso ni se me había ocurrido, me parece que el problema de ego lo tienes tú, Keira, no yo. Y ahora ¿vas a explicarnos por qué os buscan las cosquillas estos italianos?

Por el camino, Keira le fue contando a Éric todas nuestras aventuras desde que nos habíamos marchado de Etiopía. Le narró nuestro periplo en China y lo que habíamos descubierto en la isla de Narcondam. No mencionó nada de los meses que había estado presa en la cárcel de Garther, pero sí le habló de nuestras excavaciones en la meseta de Man-Pupu-Nyor y de las conclusiones a las que había llegado con respecto a la epopeya emprendida por los sumerios. No dio importancia ni al doloroso episodio de nuestra salida de Rusia, ni a los contratiempos surgidos en nuestra última noche en el Transiberiano, pero sí le describió con detalle el sorprendente espectáculo al que habíamos asistido en la sala del láser de la universidad de Virje.

Éric paró el coche y se volvió hacia Keira.

– Pero ¿qué me estás contando? ¿Una grabación de los primeros instantes del Universo y que encima resulta que tiene cuatrocientos millones de años? ¡Venga, ya, hombre! ¿Cómo una persona tan inteligente y tan culta como tú puede defender algo tan absurdo? Entonces, según tú, ¿el disco este lo grabaron los tetrápodos del devoniano? Es grotesco.

Keira no trató de convencer a Éric; con la mirada me disuadió de intervenir, pues ya estábamos llegando al campamento.

Yo esperaba que sus compañeros de equipo la recibieran con los brazos abiertos, felices de volver a verla, pero no fue así en absoluto; era como si todavía le guardaran rencor por lo que había pasado en nuestra excursión al lago Turkana. Pero Keira llevaba el mando en la sangre. Esperó con paciencia a que terminara el día. Cuando los arqueólogos dejaron el trabajo, se levantó y pidió a los miembros de su antiguo equipo que se congregaran, quería anunciarles algo importante. Saltaba a la vista que Éric había acogido furioso su iniciativa, pero yo le recordé al oído que la subvención que les permitía a todos realizar esas excavaciones en el valle del Omo se la habían concedido a Keira y no a él. Si la fundación Walsh se enteraba de que la habían excluido de las excavaciones, los generosos miembros del comité podrían replantearse el ingreso de los fondos a fin de mes. Éric la dejó hablar.

Keira había esperado a que el sol se ocultara detrás de la línea del horizonte. Cuando hubo la oscuridad suficiente, cogió los tres fragmentos que obraban en nuestro poder y los juntó. En cuanto estuvieron reunidos, recuperaron el color azulado que tanto nos había maravillado. El efecto que ello produjo en los arqueólogos valía mil veces más que todas las explicaciones que hubiera podido darles. Hasta Éric se turbó. Un murmullo recorrió la asamblea, y él fue el primero en aplaudir.

– Es un objeto muy bonito -dijo-, bravo por el truco de magia, ha sido impresionante, pero vuestra compañera no os lo ha dicho todo, ¡querría haceros creer que estos juguetitos luminosos tienen cuatrocientos millones de años, casi nada!

Algunos se rieron, otros no. Keira se subió a una caja de madera.

– ¿Alguno de vosotros ha podido ver en mí, en el pasado, la más mínima señal de un comportamiento fantasioso? Cuando aceptasteis esta misión en el corazón del valle del Omo, cuando aceptasteis separaros de vuestra familia y vuestros amigos durante largos meses, ¿comprobasteis con quién os comprometíais así? ¿Alguno de vosotros dudaba de mi credibilidad antes de tomar el avión hasta aquí? ¿Creéis que he vuelto para haceros perder el tiempo y para ponerme en ridículo delante de vosotros? ¿Quién os eligió, quién os pidió que formarais parte de esta misión, quién sino yo?

– ¿Qué esperas exactamente de nosotros? -preguntó Wolfmayer, uno de los arqueólogos.

– Este objeto de características tan asombrosas es también un mapa -prosiguió Keira-, Sé que parece difícil de creer, pero si hubierais sido testigo de lo que hemos visto, estaríais como nosotros. En unos pocos meses, he aprendido a poner en tela de juicio todas mis certezas, ¡qué lección de humildad! 5o 10' 2" 67 de latitud norte, 36° 10' 1" 74 de longitud: ése es el punto que nos indica este mapa. Os pido que confiéis en mí una semana como mucho. Os propongo que carguéis en estos dos 4x4 todo el material necesario y os vengáis conmigo mañana mismo para excavar allí.

– ¿Y qué se supone que vamos a encontrar? -protestó Éric.

– Todavía no lo sé -reconoció Keira.

– ¡Ahí lo tenéis! ¡No contenta con haber conseguido que nos echaran a todos del valle del Omo, nuestra gran arqueóloga nos pide que mandemos al garete ocho días de trabajo, sabiendo lo contados que tenemos los días, para ir no se sabe dónde a buscar no se sabe qué! Pero ¿se está riendo de nosotros o qué?

– Espera un poco, Éric -volvió a intervenir Wolfmayer-. ¿Qué podemos perder? Hace meses que excavamos y por ahora no hemos encontrado nada concluyente. Y Keira tiene razón en una cosa, nos hemos comprometido con ella, supongo que no se expondría a hacer el ridículo llevándonos consigo si no tuviera una buena razón.

– Vale, pero ¿acaso sabes cuál es esa buena razón? -protestó Éric, indignado-. Es incapaz de decirnos lo que espera encontrar. ¿Sabéis cuánto le cuesta una semana de trabajo a nuestro equipo?

– Si te refieres a nuestros sueldos -terció Karvelis, otro miembro del grupo-, no creo que por eso se vaya a arruinar nadie; y, que yo sepa, de ese dinero es responsable ella. Desde que se marchó, aquí hacemos todos como si nada, pero Keira es la iniciadora de esta campaña de excavaciones. No veo por qué no podemos darle unos días.

Normand, uno de los franceses del equipo, pidió la palabra.

– Las coordenadas que nos ha dicho Keira son muy precisas; aunque extendiéramos el perímetro de excavación unos cincuenta metros cuadrados, no haría falta que desmontáramos nuestras instalaciones aquí. Debería bastarnos con poco material, lo que limita bastante el impacto de interrumpir una semanita el trabajo que nos traemos entre manos.

Éric se inclinó hacia Keira y le dijo que quería hablar un momento a solas con ella. Se fueron a dar un paseo juntos.

– Bravo, veo que no has cambiado, casi los has convencido de que te sigan. Después de todo, ¿por qué no? Pero yo soy un hueso más duro de roer, puedo presionarte con mi dimisión, obligarlos a elegir entre los dos o apoyarte a ti.

– Dime lo que quieres, Éric. He hecho un viaje muy largo y estoy cansada.

– Sea lo que sea lo que encontremos, si es que encontramos algo, quiero compartir contigo la atribución del hallazgo. No ha sido un camino de rosas para mí estos largos meses aquí mientras tú te dedicabas a viajar, y no he hecho todo esto para verme relegado al simple rango de asistente. Te relevé cuando nos dejaste tirados; desde que te fuiste yo he sido quien ha asumido toda la responsabilidad aquí. Si ahora te encuentras con un equipo unido y operativo, me lo debes a mí. Así que no pienso dejar que llegues de nuevas a un terreno cuya responsabilidad es mía, para que luego me relegues.

– ¿Y tú decías antes que el problema de ego era mío? Yo alucino contigo, Éric. Si hacemos un descubrimiento importante, el mérito será del equipo entero, todos por igual, tú también, te lo prometo, y Adrian, porque, créeme, habrá contribuido más que ninguno de los que estamos aquí. ¿Puedo contar con tu apoyo ahora que te has quedado tranquilo?

– Ocho días, Keira, te doy ocho días, y si fracasamos, te coges tu mochila y a tu amigo, y os largáis de aquí con viento fresco.

– Te dejo que eso se lo digas tú mismo a Adrian. Estoy segura de que le va a encantar…

Keira volvió con nosotros y se subió de nuevo a la caja de madera.

– El lugar del que os hablo está a tres kilómetros al oeste del lago Dipa. Si salimos mañana al amanecer, podremos llegar antes de mediodía y ponernos en seguida manos a la obra. Los que queráis seguirme sois bienvenidos.

Un nuevo murmullo se extendió entre los presentes. Karvelis fue el primero en levantarse y se colocó junto a Keira. Álvaro, Normand y Wolfmayer se unieron a él. Keira había ganado. Pronto todos los miembros del equipo se fueron levantando para agruparse alrededor de Keira y de Éric, que ya no se separaba de ella ni un milímetro.

Cargamos el material justo antes del amanecer. Con las primeras luces del alba, los dos 4x4 abandonaron el campamento. Keira conducía uno, y Éric, el otro. Después de tres horas de trayecto por la pista, dejamos los vehículos en la linde de un sotobosque que tuvimos que cruzar a pie, con el material al hombro. Harry abría la marcha, cortando con su machete las ramas que nos impedían el paso. Quise ayudarlo, pero me dijo que lo dejara ¡con la excusa de que podría hacerme daño!

Algo más lejos se abrió ante nosotros el claro del que me había hablado Keira. Un círculo de tierra de ochocientos metros de diámetro situado en el centro de un meandro del río Omo y que curiosamente tenía forma de cráneo humano.

Karvelis llevaba su GPS en la mano. Nos guió hasta el centro del claro.

– 5o 10' 2" 67 de latitud norte, 36° 10' 1" 74 de longitud este… Es aquí -dijo.

Keira se arrodilló en el suelo y acarició la tierra.

– ¡Qué increíble viaje para, al final, terminar aquí! -me dijo-. Si supieras el miedo que tengo…

– Yo también -reconocí.

Álvaro y Normand empezaron a trazar el perímetro de excavaciones, mientras los demás montaban las tiendas a la sombra de los brezos gigantes. Keira se dirigió a Álvaro.

– No extendáis mucho el perímetro, centraos en una zona de veinte metros cuadrados como mucho, vamos a excavar en profundidad.

Álvaro recogió el cordel y siguió las instrucciones de Keira. Al terminar la tarde, habían sacado treinta metros cúbicos de tierra. Conforme iban avanzando las excavaciones, veía dibujarse una fosa. Al ponerse el sol todavía no habíamos encontrado nada. La búsqueda se interrumpió por falta de luz, pero se reanudó muy temprano al día siguiente.

A las once de la mañana, Keira empezó a parecer nerviosa. Me acerqué a ella.

– Todavía tenemos toda una semana por delante.

– No creo que sea cuestión de días, Adrian. Tenemos unas coordenadas muy precisas, o son correctas, o no lo son, una de dos, no hay medias tintas. Y no tenemos equipamiento para excavar a más de diez metros de profundidad.

– ¿A cuántos estamos ahora?

– A medio camino.

– Entonces todavía no hay nada perdido, y estoy seguro de que, cuanto más hondo cavemos, más probabilidades tenemos de encontrar algo.

– Si me he equivocado -suspiró Keira-, lo habremos perdido todo.

– El día en que nuestro coche se hundió en las aguas del río Amarillo fue cuando yo creí haberlo perdido todo -dije, alejándome.

La tarde pasó sin más resultados. Keira fue a relajarse un poco a la sombra de los brezos. A las cuatro, Álvaro, que hacía tiempo que había desaparecido en las profundidades del agujero que llevaba excavando sin descanso, dio un grito que se oyó en todo el campamento. Unos segundos después, Karvelis gritó a su vez. Keira se levantó y se quedó parada, como petrificada de miedo.

La vi cruzar despacio el claro. La cabeza de Álvaro asomó por el agujero, sonreía como nunca he visto sonreír a un hombre. Keira apretó el paso y echó a correr, hasta que una vocecita la llamó al orden.

– ¿Cuántas veces me has dicho que no se debe correr en un terreno de excavaciones? -dijo Harry al alcanzarla.

La cogió de la mano y tiró de ella hacia el borde de la fosa, donde ya se había reunido todo el equipo. Al fondo del agujero, Álvaro y Karvelis habían encontrado huesos fosilizados que tenían forma humana. El equipo había descubierto un esqueleto casi intacto.

Keira se reunió con sus dos compañeros y se arrodilló en el suelo junto a ellos. Los huesos estaban ahí mismo, pero aún harían falta muchas horas antes de liberar el esqueleto de la tierra que lo tenía prisionero.

– Me has hecho sudar, pero al final te he encontrado -dijo Keira mientras acariciaba con cuidado el cráneo que emergía-, Tendremos que bautizarte, pero más tarde, antes tienes que contarnos quién eres y sobre todo la edad que tienes.

– Aquí hay algo que no cuadra -dijo Álvaro-, nunca había visto unos huesos humanos fosilizados hasta este punto. No quiero hacerme el gracioso, pero este esqueleto está demasiado evolucionado para su edad…

Me incliné hacia Keira y la arrastré a unos pasos de los demás.

– ¿Crees que la promesa que te hice ha podido cumplirse y que estos huesos son tan viejos como pensamos?

– Todavía no tengo ni idea, parece tan improbable, y sin embargo… Sólo un análisis muy exhaustivo nos permitirá saber si ese sueño se ha hecho realidad. Pero puedo asegurarte que, si fuera el caso, se trataría del hallazgo más importante jamás hecho sobre la historia de la humanidad.

Keira volvió a la fosa junto a sus compañeros. Las excavaciones se interrumpieron al ponerse el sol y se reanudaron a la mañana siguiente, pero allí ya nadie pensaba en contar los días.

Todavía no habíamos visto lo mejor, pues el tercer día nos reveló una sorpresa aún mayor. Desde por la mañana, Keira trabajaba con una meticulosidad que desafiaba todo entendimiento. Milímetro a milímetro, manejando el pincel como una pintora puntillista, liberaba los huesos de su carcasa de tierra. De pronto, se detuvo en seco. Keira conocía esa ligera resistencia en la punta de la herramienta, no había que forzar, me explicó, sino rodear el relieve que se imponía, para ver qué forma tenía. Esta vez no conseguía identificar lo que se dibujaba bajo la fina brocha.

– Es muy raro -me dijo-, parece algo esférico, ¿será una rótula? Pero en medio del tórax es cuando menos extraño…

El calor era insoportable; de vez en cuando, una gota de sudor resbalaba por su frente y venía a mojar el polvo, y entonces la oía maldecir.

Álvaro había terminado su descanso y le propuso relevarla. Keira estaba agotada; le cedió el sitio suplicándole que continuara con mucha precaución.

– Ven -me dijo-, el río no está lejos; crucemos el sotobosque, necesito un baño.

Las orillas del Omo eran arenosas. Keira se desnudó y se zambulló en el agua sin esperarme; yo me quité la camisa y el pantalón y la seguí; dentro del agua, la abracé.

– El paisaje es bastante romántico, ideal para retozar un poco -me dijo-, y no creas que no me apetece, pero si sigues moviéndote así, no tardaremos en tener visita.

– ¿Qué clase de visita?

– Pues cocodrilos hambrientos. Ven, no hay que estar demasiado tiempo en el agua, sólo quería refrescarme un poco. Vamos a secarnos fuera y volvamos a las excavaciones.

Nunca he sabido si la historia de los cocodrilos era verdad o si se trataba de un pretexto que tuvo la delicadeza de inventarse para poder volver a ese trabajo que la obsesionaba más que cualquier otra cosa. Cuando volvimos junto a la fosa, Álvaro nos esperaba o, más bien, esperaba a Keira.

– ¿Qué estamos desenterrando? -le dijo en voz baja para que los demás no lo oyeran-, ¿Tienes la menor idea?

– ¿Por qué pones esa cara? Estás como preocupado.

– Por esto -contestó Álvaro, y le tendió lo que parecía una canica grande.

– ¿Esto es en lo que yo estaba trabajando antes de ir a bañarme? -le preguntó Keira.

– La he encontrado a diez centímetros de las primeras vértebras dorsales.

Keira cogió la canica y le quitó el polvo.

– Dame un poco de agua -dijo, intrigada.

Álvaro quitó el tapón de su cantimplora.

– Espera, aquí no, salgamos de la fosa.

– Nos va a ver todo el mundo… -susurró Álvaro.

Keira saltó fuera del agujero, escondiendo la canica en la palma de la mano. Álvaro la siguió.

– Echa el agua con cuidado -le dijo.

Nadie les prestaba atención. Desde lejos parecían dos compañeros de fatigas lavándose las manos.

Keira frotó con cuidado la canica, quitando los sedimentos que la cubrían.

– Otro poco más -le dijo a Álvaro.

– ¿Qué es esto? -preguntó el arqueólogo, tan perplejo como Keira.

– Bajemos otra vez.

Al amparo de miradas indiscretas, Keira limpió la superficie de la canica y la observó desde más cerca.

– Es translúcida -dijo-, hay algo dentro.

– ¡Déjame ver! -le suplicó Álvaro.

Cogió la canica entre el pulgar y el índice y la miró a contraluz.

– Así se ve mucho mejor -dijo-, parece como una resina. ¿Crees que era un pendiente o algo así? Estoy desconcertado, nunca había visto nada igual. Joder, Keira, ¿qué edad tiene nuestro esqueleto?

Keira recuperó el objeto e imitó el gesto de Álvaro para verlo mejor.

– Este objeto quizá pueda aportarnos la respuesta a tu pregunta -dijo, sonriendo a su compañero-. ¿Recuerdas el santuario de San Genaro, en Italia?

– Refréscame la memoria, anda -le pidió Álvaro.

– San Genaro era obispo de Benevento, murió como mártir en el año trescientos y pico, cerca de Pozzuoli, durante la gran persecución de Diocleciano. Te ahorro los detalles que alimentan la leyenda de este santo. El caso es que Genaro fue condenado a muerte por Timoteo, procónsul de Campania. Tras salir indemne de la hoguera y resistir a los leones, que no quisieron devorarlo, Genaro fue decapitado. El verdugo le cortó la cabeza y un dedo. Como mandaba la tradición en aquella época, una pariente recogió su sangre y llenó con ella las dos ampollas para los santos óleos con las que el santo había celebrado su última misa. El cuerpo de san Genaro se trasladó de sepultura muchas veces. Al principio del siglo IV, cuando la reliquia del santo llegó a Antignano, la pariente que había conservado las ampollas las acercó a los despojos del santo. La sangre seca que contenían se licuó. El fenómeno se reprodujo en 1492 cuando se trasladó el cuerpo al Duomo de san Genaro, la capilla dedicada a este santo. Desde entonces, la licuefacción de la sangre de san Genaro da pie, cada año, a la celebración de una ceremonia en presencia del arzobispo de Nápoles. Los napolitanos celebran el aniversario de su martirio en el mundo entero. La sangre seca preservada en dos ampollas herméticas se presenta ante miles de fieles, ésta se licúa y a veces hasta entra en ebullición.

– ¿Cómo sabes eso? -le pregunté a Keira.

– Mientras tú leías a Shakespeare, yo leía a Alejandro Dumas.

– Y, según tú, como en el caso de san Genaro, ¿esta canica translúcida que habéis encontrado en la fosa contiene la sangre de la persona que en ella descansa?

– Es posible que la materia roja solidificada que vemos en el interior de la canica sea sangre, y, de ser así, para nosotros también sería un milagro. Podríamos saberlo casi todo de la vida de este hombre, su edad y sus particularidades biológicas. Si podemos hacer hablar a su ADN, ya no tendrá secretos para nosotros. Ahora hay que llevar este objeto a un lugar seguro, y que un laboratorio especializado lo analice.

– ¿A quién piensas encargarle esa misión? -le pregunté.

Keira me miró con una intensidad que delataba sus intenciones.

– ¡No me iré sin ti! -contesté yo, sin darle tiempo siquiera a decir nada-. Ni hablar.

– Adrian, no puedo encargársela a Éric, y si abandono a mi equipo por segunda vez, no me lo perdonarán.

– ¡Me traen sin cuidado tus colegas, tus excavaciones, este esqueleto y hasta la maldita canica! ¡Si te ocurriera algo, yo tampoco me lo perdonaría! Incluso si se tratara del descubrimiento científico más importante del mundo, no me iré de aquí sin ti.

– ¡Adrian, por favor!

– Escúchame bien, Keira, lo que tengo que decirte es muy difícil para mí y no pienso repetirlo. He dedicado la mayor parte de mi vida a escrutar las galaxias, a buscar los rastros más ínfimos de los primeros instantes del Universo. Pensaba ser el mejor en mi campo, el más vanguardista, el más audaz; me creía imbatible, y estaba orgulloso de serlo. Cuando pensé haberte perdido, me pasaba las noches mirando el cielo, incapaz de recordar el nombre de una sola estrella. Me da igual la edad de este esqueleto, me trae sin cuidado lo que pueda decirnos sobre la especie humana; que tenga cien años o cuatrocientos millones de años me da completamente igual si tú ya no estás aquí.

Me había olvidado por completo de la presencia de Álvaro, que carraspeó, algo incómodo.

– No quiero meterme en vuestra vida -dijo-, pero con el hallazgo que acabas de ofrecernos, puedes volver dentro de seis meses y pedirnos que subamos a Machu Pichu a la pata coja. Estoy seguro de que todo el mundo te seguiría, yo el primero.

Noté que Keira dudaba, miró el esqueleto en el suelo.

– ¡Virgen santa! -exclamó Álvaro-, después de lo que acaba de decirte este hombre, ¿prefieres pasar las noches al lado de este esqueleto? ¡Vete de aquí y vuelve pronto a decirme lo que hay dentro de esta canica de resina!

Keira me tendió la mano para que la ayudara a salir de su agujero y le dio las gracias a Álvaro.

– ¡Vete, te digo! Pídele a Normand que te lleve a Jinka, puedes confiar en él, es discreto. Se lo explicaré todo a los demás cuando te hayas ido.

Mientras yo recogía nuestro equipaje, Keira fue a hablar con Normand. Por suerte, el resto del grupo había abandonado el campamento para ir a bañarse al río. Volvimos a cruzar los tres él sotobosque y, cuando llegamos al 4 x 4, Harry nos estaba esperando, apoyado en el todoterreno, con los brazos cruzados sobre el pecho.

– ¿Otra vez te ibas a marchar sin despedirte de mí? -dijo mirando a Keira con un aire desafiante.

– No, esta vez serán sólo unas pocas semanas. Pronto estaré de vuelta.

– Esta vez ya no iré a esperarte a Jinka, porque no volverás, lo sé -contestó Harry.

– Te prometo que sí, Harry; nunca te abandonaré. La próxima vez te llevaré conmigo.

– No tengo nada que hacer en tu país. Tú que te pasas el tiempo buscando muertos deberías saber que mi lugar está allí donde están enterrados mis verdaderos padres; ésta es mi tierra. Y ahora vete.

Keira se acercó a Harry.

– ¿Me odias?

– No, estoy triste, y no quiero que me veas triste, así que vete.

– Yo también estoy triste, Harry. Tienes que creerme, ya has visto que he vuelto, así que aunque ahora me marche, también volveré.

– Entonces puede que vaya a Jinka, pero sólo de vez en cuando.

– ¿Me das un beso?

– ¿En la boca?

– No, Harry, en la boca no -contestó Keira, echándose a reír.

– Ya soy mayor, pero aun así quiero que me abraces.

Keira abrazó a Harry y le dio un beso en la frente. El niño corrió hacia el bosque sin mirar atrás.

– Si todo va bien -dijo Normand-, llegaremos a Jinka antes que la avioneta del correo. Podréis viajar a bordo, conozco al piloto. Deberíais aterrizar a tiempo en Adís Abeba para coger el vuelo de París, y si no, está el vuelo de Frankfurt, que sale el último, ése lo cogéis seguro.

De camino a Jinka, me volví hacia Keira porque llevaba tiempo dándole vueltas a una pregunta.

– ¿Qué habrías hecho si Álvaro no te llega a animar a marcharte?

– ¿Por qué me preguntas eso?

– Porque cuando te he visto mirarme a mí, y luego mirar a ese esqueleto, me he preguntado cuál te gustaba más de los dos.

– Estoy en este coche, eso debería responder a tu pregunta.

– Sí, bueno, bah… -mascullé yo, volviéndome para mirar por la ventanilla.

– ¿Cómo que «sí, bueno, bah…»? ¿Es que lo dudabas?

– No, no.

– Si Álvaro no me hubiera dicho eso, a lo mejor me habría hecho la dura y me habría quedado, pero diez minutos después de que te fueras, le habría pedido a alguien que me llevara en el otro 4x4 para alcanzarte. ¿Qué, ya estás contento?

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