Atenas, al día siguiente

Elena y mi madre pasaron la mañana cuidando de mí; como cada día desde mi hospitalización, cogieron el primer ferry, que salía de Hydra a las siete de la mañana. Al llegar al Pireo, a las ocho, se dieron prisa para llegar a tiempo a tomar el autobús, que las dejó, media hora más tarde, en la puerta del hospital. Después de desayunar en la cafetería, entraron en mi habitación, cargadas de provisiones, de flores y de mensajes de ánimo de parte de la gente del pueblo. Como cada día, se marcharían a última hora de la tarde, volverían a tomar el autobús y embarcarían, en el Pireo, a bordo del último ferry para regresar a su casa. Desde mi enfermedad, Elena no había vuelto a abrir su tienda, mi madre se pasaba el tiempo en la cocina, y los platos que preparaba con tanto amor como esperanza mejoraban la vida cotidiana de las enfermeras que cuidaban de su hijo.

Ya era mediodía, y creo que su charla incesante me agotaba más que las secuelas de mi maldita neumonía.

Pero cuando llamaron a la puerta, ambas callaron. Nunca había asistido aún a ese fenómeno, tan sorprendente como si el canto de las cigarras se interrumpiera en mitad de un día soleado. Nada más entrar, Walter reparó en mi expresión de pasmo.

– ¿Qué pasa? -me preguntó.

– Nada, nada en absoluto.

– Sf, claro que pasa algo, te lo leo en la cara.

– Nada de nada, de verdad, estaba charlando con mi deliciosa tía Elena y con mi madre cuando has entrado tú, nada más.

– ¿Y de qué charlabais?

Mi madre intervino en seguida.

– Estaba diciendo que quizá esta enfermedad deje secuelas que ahora no sabemos.

– ¿Ah, sí? -preguntó Walter, inquieto-, ¿Qué han dicho los médicos?

– Oh, los médicos… Han dicho que podría salir la semana que viene, pero lo que dice su madre es que su hijo se ha vuelto un poco idiota, ése es el balance médico, ya que lo pregunta. Debería irse a tomar un café con mi hermana, Walter, mientras yo hablo un momento con Adrian.

– Me encantaría, pero antes tengo que decirle una cosa a su hijo. No se moleste, pero tengo que hablarle de hombre a hombre.

– ¡Bueno, pues ya que las mujeres no somos bienvenidas, nos vamos! -dijo Elena.

Se llevó a mi madre y nos dejó solos.

– Tengo excelentes noticias para ti -dijo Walter al sentarse en el borde de mi cama.

– Empieza de todas maneras por la mala.

– ¡Necesitamos un pasaporte de aquí a seis días, y es imposible conseguirlo en ausencia de Keira!

– No entiendo de qué me estás hablando.

– Ya me lo imaginaba, pero me has pedido que empiece por la mala. Este pesimismo sistemático tuyo es una pesadez, de verdad. Bueno, escúchame, porque cuando te digo que tengo una buena noticia para ti, es que es buena de verdad. ¿Te había dicho que conozco a un par de personas muy influyentes que pertenecen al consejo de administración de nuestra Academia?

Walter me explicó que nuestra Academia había desarrollado programas de investigación y de intercambio con ciertas universidades chinas importantes. Yo no lo sabía. Me dijo también que, al hilo de viajes repetidos, por fin se habían establecido ciertas relaciones en distintos peldaños de la jerarquía diplomática. Walter me confió haber logrado, gracias a sus contactos, poner en marcha un engranaje silencioso cuyas ruedas no habían dejado de girar… Desde una alumna china que estaba terminando el doctorado en la Academia y cuyo padre era un juez que gozaba del favor del poder, hasta varios diplomáticos empleados en el servicio de visados concedidos por Su Majestad, pasando por Turquía, donde un cónsul que había desarrollado gran parte de su carrera en Pekín conocía todavía a algunos altos dignatarios, los engranajes seguían girando, de país en país, de continente en continente, hasta una última rueda que había dado una vuelta decisiva en la provincia de Sichuan. Las autoridades locales, que se habían vuelto algo más benévolas, se preguntaban desde hacía poco si el abogado que había defendido a una joven occidental no había tenido alguna carencia léxica en el momento de las entrevistas previas al juicio. Algunos problemas de interpretación con su cliente podían explicar que omitiera decirle al juez encargado del caso que la ciudadana extranjera condenada por ir indocumentada sí tenía, en realidad, un pasaporte en regla. Siendo de rigor en este caso un poco de buena voluntad, y habiendo recibido el magistrado un oportuno ascenso, Keira recibiría el indulto bajo la condición de presentar rápidamente esta nueva prueba ante el tribunal de Chengdu. Entonces ya no quedaría más que ir a buscarla y conducirla al otro lado de las fronteras de la república popular.

– ¿Lo dices en serio? -pregunté al tiempo que me levantaba de un salto y abrazaba a Walter.

– ¿Te parece que estoy de broma? ¡Podrías haber tenido la amabilidad de darte cuenta de que, con el fin de no prolongar más tiempo tu tortura, ni siquiera me he tomado el tiempo de respirar para contártelo!

Estaba tan feliz que lo arrastré en un baile frenético por toda la habitación. Todavía estábamos bailando cuando entró mi madre. Nos miró a los dos, volvió a salir y cerró la puerta.

La oímos suspirar mucho rato en el pasillo, y a mi tía Elena decirle: «¡No irás a empezar otra vez con la misma historia!»Estaba un poco mareado y tuve que volver a la cama.

– ¿Cuándo, cuándo será libre?

– Ah, veo que has olvidado la otra pequeña noticia que sin embargo has querido escuchar primero. Te la voy a repetir entonces. El magistrado chino acepta liberar a Keira si presentamos su pasaporte ante el tribunal de aquí a seis días. Dado que tan valioso documento descansa en el fondo de un río, necesitaríamos uno nuevo. En ausencia de la interesada, y en tan breve plazo de tiempo, conseguirlo es tarea imposible. ¿Comprendes mejor ahora nuestro problema?

– ¿No tenemos más que seis días?

– Quita uno, que es lo que tardaríamos en llegar al tribunal de Chengdu, sólo nos quedan cinco para que nos hagan uno nuevo. A menos que ocurra un milagro, no sé cómo lo vamos a conseguir.

– ¿El pasaporte tiene que ser nuevo a la fuerza?

– Por si la infección pulmonar también te ha dañado el cerebro, ¡te hago notar que no llevo uniforme de agente de aduanas!

Aunque no tengo ni idea, me imagino que siempre y cuando sea un documento en regla, no hará falta que sea nuevo, ¿por qué?

– Porque Keira tiene doble nacionalidad, francesa e inglesa. Y como mi cerebro está intacto, gracias por preocuparte por él, recuerdo perfectamente que entramos en China con su pasaporte británico. En sus páginas estamparon los sellos de los visados, lo sé porque yo mismo fui a buscarlos a la agencia. Keira lo llevaba siempre encima. Cuando encontramos el micrófono, rebuscamos por todos los rincones de su equipaje, y estoy seguro de que no llevaba su pasaporte francés.

– Muy buena noticia, pero ¿dónde está ese pasaporte? No quisiera ser aguafiestas, porque de verdad disponemos de muy poco tiempo para encontrarlo.

– No tengo ni idea…

– Pues estamos apañados, es lo mínimo que se puede decir. Voy a hacer un par de llamadas y luego me pasaré a verte otra vez. Tu tía y tu madre esperan fuera, y no quiero que nos tachen de groseros.

Walter salió de mi habitación y en seguida entraron mi madre y mi tía Elena. Mi madre se instaló en el sofá, encendió el televisor que colgaba de la pared frente a mi cama y ya no me dirigió la palabra, lo que hizo sonreír a mi tía Elena.

– Un hombre encantador este Walter, ¿verdad? -dijo, y se sentó en el borde de mi cama.

Le dirigí una mirada cargada de sobrentendidos. Delante de mi madre quizá no fuera el momento más indicado para hablar de ello.

– Y bastante atractivo, ¿no te parece? -prosiguió mi tía haciendo caso omiso de mis súplicas.

Sin apartar la mirada del televisor, mi madre contestó por mí.

– ¡Y bastante joven, si quieres mi opinión! ¡Pero nada, nada, vosotros haced como si yo no estuviera aquí! Después de una conversación entre hombres, nada más natural que otra conversación privada entre tía y sobrino; ¡aquí las madres no cuentan para nada! En cuanto termine este programa, iré a pegar la hebra con las enfermeras. Quién sabe, lo mismo me pueden dar noticias de mi hijo.

– Ahora entiendes por qué se habla de tragedia griega -me dijo Elena mientras miraba de reojo a mi madre, que seguía dándonos la espalda con los ojos fijos en la televisión, a la que le había cortado el sonido para no perder ripio de nuestra conversación.

Estaban poniendo un documental sobre las tribus nómadas que poblaban las altiplanicies del Tíbet.

– Qué pesadez, es la décima vez por lo menos que lo ponen -suspiró mi madre, y apagó el televisor-. Bueno, ¿por qué tienes esa cara tan rara?

– ¿Salía una niña pequeña en ese documental?

– Y yo qué sé, puede ser, ¿por qué?

Prefería no contestarle. Walter llamó a la puerta y se asomó. Elena, levantándose, le propuso ir a la cafetería para dejar que su hermana disfrutara un poco de la compañía de su hijo. Walter aceptó encantado.

– ¡Sí, ya, para que disfrute de la compañía de mi hijo, venga ya! -exclamó mi madre en cuanto se cerró la puerta-. Tendrías que verla, desde que enfermaste y vino tu amigo parece una chiquilla. Es ridículo.

– No hay edad para enamorarse, y si ella es feliz así…

– Lo que la hace feliz no es enamorarse, sino que alguien la corteje.

– Y tú podrías pensar en rehacer tu vida, ¿no? Hace ya mucho tiempo que murió papá. Y por dejar entrar a alguien en casa no vas a echar a papá de tu corazón

– Mira quién habla. En mi casa no habrá nunca más que un hombre, y ése es tu padre. Aunque descanse en el cementerio, está muy presente. Hablo con él todos los días al levantarme, hablo con él en la cocina, en la terraza cuando me ocupo de las plantas, por el camino cuando bajo al pueblo y por la noche al acostarme. Y no estoy sola porque tu padre ya no esté aquí. Lo de Elena no es igual, ella nunca tuvo la suerte de conocer a un hombre como mi marido.

– Razón de más para dejarla flirtear un poco, ¿no crees?

– No me opongo a la felicidad de tu tía, pero preferiría que no fuera con un amigo de mi hijo. Sé que a lo mejor soy un poco anticuada, pero tengo derecho a tener defectos. No tenía más que encapricharse de ese amigo de Walter que vino a visitarte.

Me incorporé en la cama. Mi madre aprovechó en seguida para ahuecarme las almohadas.

– ¿Qué amigo?

– No sé, lo vi de refilón en el pasillo hace unos días, tú aún no habías despertado. No tuve ocasión de saludarlo, se fue justo cuando yo llegaba. El caso es que tenía muy buena pinta, era moreno de tez, lo encontré muy elegante. Y en vez de tener veinte años menos que tu tía, los tenía de más.

– ¿Y no tienes ni idea de quién era?

– Apenas me crucé con él. Y ahora descansa y recupera fuerzas. Cambiemos de tema, oigo a estos dos tortolitos reírse en el pasillo, dentro de nada estarán aquí otra vez.

Elena venía a buscar a mi madre, era hora de irse si no querían perder el último ferry para Hydra. Walter las acompañó hasta los ascensores y volvió un momento más tarde.

– Tu tía me ha contado un par de anécdotas de tu infancia, es desternillante.

– ¡Si tú lo dices!

– ¿Te preocupa algo, Adrian?

– Me ha dicho mi madre que te vio hace unos días con un amigo que vino a verme, ¿quién era?

– Tu madre debe de equivocarse, seguramente sería alguien que me preguntaba por una habitación o algo, de hecho, ahora que lo mencionas ya me acuerdo, eso es exactamente: era un anciano que buscaba a una pariente suya, y yo le indiqué dónde estaba la garita de las enfermeras.

– Me parece que tengo una pista para conseguir el pasaporte de Keira.

– Eso es mucho más interesante, así que cuenta, cuenta.

– Su hermana, Jeanne, tal vez pueda ayudarnos.

– ¿Y sabes cómo contactar con esa tal Jeanne?

– Sí; bueno, no -dije algo incómodo.

– ¿Sí o no?

– Nunca he reunido el valor suficiente para llamarla y contarle lo del accidente.

– ¿No le has dado noticias de Keira a su hermana, no la has llamado en tres meses?

– Que se enterara por teléfono de que su hermana estaba muerta me resultaba imposible, e ir a París a contárselo estaba más allá de mis fuerzas.

– ¡Qué cobarde por tu parte! Es lamentable. ¿Te haces idea de lo preocupada que estará? Y de hecho, ¿cómo es que ella no se ha puesto en contacto contigo?

– No era raro que Keira y Jeanne estuvieran mucho tiempo sin saber la una de la otra.

– Pues bien, te animo a retomar el contacto con ella cuanto antes, ¡hoy mismo!

– No, tengo que ir a verla.

– No seas ridículo, no puedes moverte de la cama y no tenemos tiempo que perder -replicó Walter mientras me tendía el teléfono-. Apáñate con tu conciencia y llámala ahora mismo.

Me dispuse a hacer lo que Walter me pedía, por mucho que me costara. En cuanto me dejó solo en mi habitación encontré el número del museo del quai Branly. Jeanne estaba en una reunión, no se la podía molestar. Llamé una y otra vez hasta que la recepcionista me dijo que era inútil acosarla de esa manera. Adiviné que Jeanne no tenía ninguna gana de hablar conmigo, que me creía cómplice del silencio de Keira y que me guardaba rencor por no haber dado yo tampoco noticias. Llamé una última vez y le expliqué a aquella recepcionista que tenía que hablar urgentemente con Jeanne, era una cuestión de vida o muerte para su hermana.

– ¿Le ha ocurrido algo a Keira? -quiso saber Jeanne con voz titubeante y preocupada.

– Nos ha ocurrido algo a los dos -contesté, sintiéndome culpable y triste a la vez-. Te necesito, Jeanne, y es urgente.

Le conté nuestra historia, minimizando el episodio trágico del río Amarillo, le hablé de nuestro accidente sin detenerme mucho en las circunstancias en las que se había producido. Le prometí que Keira estaba fuera de peligro, le expliqué que por culpa de una historia estúpida de documentación había sido detenida y no podía salir de China. No pronuncié la palabra cárcel, me daba perfecta cuenta de que cada frase mía era un golpe para Jeanne; varias veces tuvo que contener el llanto, y varias veces tuve yo también que contener mi emoción. Mentir no se me da bien, pero nada en absoluto. Jeanne comprendió en seguida que la situación era mucho más preocupante de lo que yo quería reconocer. Me hizo jurarle una y otra vez que su hermana pequeña estaba bien. Le prometí que se la devolvería sana y salva, y le expliqué que, para ello, debía hacerme con su pasaporte lo antes posible. Jeanne no sabía dónde podía estar, pero se marcharía en ese mismo momento de su despacho y rebuscaría por todo el apartamento de su hermana si era necesario; me llamaría en cuanto lo encontrara.

Al colgar me dio un bajón tremendo. Hablar con Jeanne había vuelto a despertar mi nostalgia de Keira y el peso de su ausencia, había reavivado mi tristeza.


Jeanne nunca había cruzado París tan de prisa. Se saltó tres semáforos en los muelles, evitó por los pelos a una camioneta, dio un bandazo en el puente de Alejandro III y recuperó, de milagro, el control de su coche bajo un concierto de bocinas. Se metió en todos los carriles de bus, se subió a una acera en un bulevar demasiado atascado y estuvo a punto de atropellar a un ciclista, pero logró llegar sana y salva y de puro milagro a su casa.

En el portal del edificio llamó a la portería y le suplicó a la portera que fuera a echarle una mano. La señora Hereira nunca había visto a Jeanne en ese estado de nervios. El ascensor estaba parado en la tercera planta, así que se precipitaron escaleras arriba. Cuando llegaron al apartamento, Jeanne le ordenó a la señora Hereira que buscara en el salón y en la cocina, mientras ella se ocupaba de las habitaciones. No había que pasar nada por alto, abrir todos los armarios, vaciar todos los cajones y encontrar el pasaporte de Keira, dondequiera que estuviera.

En una hora pusieron el apartamento patas arriba. Ningún ladrón habría sabido crear un desorden así. Los libros de la biblioteca estaban tirados por el suelo, la ropa desperdigada por ahí, habían dado la vuelta a los sillones, hasta la cama estaba deshecha. Jeanne empezaba a perder la esperanza cuando oyó a la señora Hereira gritar desde el vestíbulo. Jeanne corrió hasta allí. La consola que hacía las veces de escritorio estaba sumida en el caos, pero la portera agitaba victoriosa el librito de tapas color burdeos. Jeanne la abrazó y le plantó dos besos.


Walter ya había vuelto a su hotel cuando Jeanne me llamó; estaba solo en mi habitación. Fue una larga conversación; le pedí que me hablara de Keira, necesitaba que llenara su ausencia contándome algunos recuerdos de infancia. Jeanne se prestó encantada, creo que la echaba de menos tanto como yo. Me prometió que me enviaría el pasaporte por mensajero. Le dicté mi dirección, en el hospital de Atenas, y sólo entonces me preguntó cómo me encontraba.


Dos días después, la visita de los médicos fue más larga de lo habitual. El jefe de la unidad de neumología seguía perplejo respecto a mi caso. Nadie se explicaba cómo una infección pulmonar tan virulenta había podido declararse sin ningún síntoma previo. Mi estado de salud era perfecto en el momento de subir al avión. El médico me aseguró que si esa azafata no hubiera tenido la feliz idea de avisar al comandante, y si éste no hubiera dado media vuelta, probablemente habría muerto antes de aterrizar en Pekín. Su equipo no entendía nada, no se trataba de un virus, y, en toda su carrera, no había visto nada igual. Lo esencial, dijo encogiéndose de hombros, era que había reaccionado bien a los tratamientos. Todavía nos quedaba mucho camino que recorrer, pero lo peor había pasado. Unos días de convalecencia, y pronto podría hacer vida normal. El jefe de la unidad de infecciones pulmonares me prometió que pasados ocho días me daría el alta. Justo acababa de salir de mi habitación cuando llegó el pasaporte de Keira. Abrí el sobre que contenía el valioso salvoconducto y encontré una notita de Jeanne.

«Tráemela de vuelta lo antes posible, cuento contigo, es mi única familia.»

Volví a doblar la nota y abrí el pasaporte. Keira parecía algo más joven en esa foto de carnet. Decidí vestirme.

Walter entró en la habitación y me sorprendió en calzoncillos y camisa, y me preguntó qué estaba haciendo.

– Me voy a buscarla, y no intentes disuadirme porque sería inútil.

No sólo no lo intentó, sino que, al contrario, me ayudó a evadirme. Después de lo mucho que se había quejado de que el hospital estuviera desierto a la hora en que toda Atenas dormía la siesta, habría sido ridículo no aprovechar la situación. Se quedó vigilando en el pasillo mientras yo guardaba mis cosas y luego me escoltó hasta los ascensores, atento a que no nos cruzáramos con ningún miembro del centro hospitalario.

Al pasar delante de la habitación vecina, nos encontramos con una niña, de pie en el pasillo, sólita. Llevaba un pijama con mariquitas y saludó a Walter con la mano.

– Anda, pero si estás aquí, sinvergüenza -le dijo él, acercándose a ella-, ¿Todavía no ha llegado tu madre?

Walter se volvió hacia mí, y comprendí que conocía bien a mi vecina.

– Ha venido a visitarte de vez en cuando -me dijo, y le guiñó un ojo a la niña.

A mi vez, me agaché para saludarla. La niña me miró con aire travieso y se echó a reír. Tenía las mejillas rojas como manzanas.

Ya estábamos llegando a la planta baja, todo iba bien. Coincidimos con un camillero en el ascensor, pero no nos prestó atención. Cuando las puertas de la cabina se abrieron en el vestíbulo del hospital, nos encontramos de frente con mi madre y mi tía Elena. A partir de ese momento, mi intento de evasión se convirtió en una pesadilla. Lo primero que hizo mi madre fue gritar, preguntándome qué estaba haciendo levantado. La cogí del brazo y le supliqué que me acompañara fuera sin armar escándalo. Creo que si le hubiera pedido que bailara un sirtaki en mitad de la cafetería me habría resultado más fácil convencerla.

– Los médicos le han dado permiso para dar un paseíto -dijo Walter, en un intento por tranquilizar a mi madre.

– ¿Y hay que llevar la maleta para un simple paseíto? Ya que estáis, lo mismo queréis internarme en geriatría -nos espetó, furiosa.

Se volvió hacia dos conductores de ambulancia que justo pasaban por ahí, y yo no tardé en adivinar sus intenciones: devolverme a mi habitación, a rastras si era necesario.

Miré a Walter, y eso bastó para comprendernos. Mi madre se puso a vociferar, y nosotros echamos a correr en un sprint hacia las puertas del vestíbulo. Logramos salir antes de que los vigilantes reaccionaran a las súplicas de mi madre, que exigía a todo pulmón que me alcanzaran.

No estaba muy en forma que digamos. Al doblar la esquina sentí que me ardía el pecho y sufrí un violento ataque de tos. Me costaba respirar, me latía el corazón a mil por hora, y tuve que parar para recuperar el aliento. Walter se dio la vuelta y vio que dos agentes de seguridad corrían hacia nosotros. Tuvo una idea propia de un genio. Se precipitó hacia los agentes, cojeando, y declaró, con aire contrito, que dos tipos que corrían lo habían empujado con violencia antes de desaparecer por la calle de al lado. Mientras los guardias se precipitaban hacia allí, Walter paró un taxi y me indicó con un gesto que me reuniera con él.

No dijo nada en todo el trayecto, me preocupó verlo de pronto tan callado, no comprendía qué lo había sumido de pronto en ese mutismo.


Su habitación de hotel se convirtió en nuestro cuartel general, allí prepararíamos mi viaje. La cama era lo bastante grande como para poder compartirla. Walter puso una almohada en medio para delimitar ambos territorios. Mientras yo descansaba, él se pasaba el día al teléfono; de vez en cuando, salía a tomar un poco el aire, decía. Eran más o menos las únicas palabras que se dignaba pronunciar, porque apenas me dirigía la palabra.

No sé por qué milagro obtuvo de la embajada china que me expidieran un visado en cuarenta y ocho horas. Le di las gracias mil veces. Desde nuestra evasión del hospital, ya no era el mismo.

Una noche que cenábamos en la habitación, Walter encendió el televisor; seguía negándose a hablar conmigo. Cogí el mando y apagué la tele.

– ¿Por qué estás enfadado conmigo?

Walter me arrebató el mando y volvió a encender el televisor.

Me levanté, desenchufé el cable y me planté delante de él.

– Si he hecho algo que no te ha gustado, dímelo ya, y arreglemos esto de una vez por todas.

Walter se quedó mirándome largo rato y se fue sin decir una palabra a encerrarse en el cuarto de baño. Me pasé un buen rato llamando a la puerta, pero se negó a abrirme. Volvió a aparecer unos minutos más tarde, se había cambiado de ropa, y me avisó de que si el estampado de cuadros de su pijama suscitaba en mí el menor sarcasmo, me iría a dormir al pasillo; luego se metió en la cama y apagó la luz sin darme siquiera las buenas noches.

– Walter -dije en la oscuridad-, ¿qué he hecho, qué ocurre?

– Pues ocurre que hay momentos en que ayudarte se me hace muy cuesta arriba.

El silencio se instaló de nuevo, y me di cuenta de que no me había mostrado muy agradecido con él por todo lo que había hecho por mí últimamente. Seguramente mi ingratitud le había hecho daño, y le pedí perdón por ello. Walter me contestó que mis disculpas le traían sin cuidado. Pero, añadió, si encontraba la manera de hacernos perdonar nuestra conducta inadmisible para con mi madre y, sobre todo, con mi tía, me estaría muy agradecido. Dicho esto se dio la vuelta y se calló.

Encendí la luz y me incorporé en la cama.

– ¿Y ahora qué pasa? -preguntó Walter.

– ¿De verdad te has encaprichado de Elena?

– ¿Y a ti qué más te da? No piensas más que en Keira, sólo te preocupa tu propia historia, sólo piensas en ti. Cuando no es tu investigación y tus estúpidos fragmentos, es tu salud; cuando ya no se trata de tu salud, se trata de tu arqueóloga, y cada vez llamas al bueno de Walter para que te eche una mano. Walter por aquí, Walter por allí, pero si yo intento sincerarme contigo, me mandas a paseo. ¡No me vengas ahora con que te interesan mis amores, cuando la única vez que quise hacerte alguna confidencia te reíste de mí!

– Te aseguro que no era mi intención.

– ¡Pues lo hiciste de todos modos! ¿Y ahora qué, puedo dormirme ya, sí o no?

– No, hasta que no hayamos terminado esta discusión aquí no duerme nadie.

– Pero ¿qué discusión? -exclamó Walter, furioso-. Si sólo hablas tú.

– Walter, ¿de verdad estás enamorado de mi tía?

– Me disgustaría haberla contrariado al ayudarte a escapar del hospital, ¿te basta como respuesta?

Me froté la barbilla y reflexioné unos segundos.

– Si me las arreglara para disculparte a ti por completo y para conseguir que te perdonara, ¿dejarías de estar enfadado conmigo?

– ¡Tú hazlo, y luego ya veremos!

– Pues me ocuparé de ello mañana mismo, a primera hora.

Los rasgos de Walter se relajaron, y hasta me dedicó una sonrisita antes de darse la vuelta y apagar la luz.

Cinco minutos más tarde encendió la luz y se incorporó de un salto.

– ¿Por qué no disculparse esta misma noche?

– ¿Quieres que llame a Elena a estas horas?

– No son más que las diez. Yo te he conseguido un visado para China en dos días, tú podrías conseguirme el perdón de tu tía en una noche, ¿no te parece?

Me levanté y llamé a mi madre. Escuché sus reproches durante más de un cuarto de hora sin tener ocasión de intervenir para defenderme. Cuando ya no se le ocurría nada más que decir, le pregunté si, fueran cuales fueran las circunstancias, no habría ido a buscar a mi padre a la otra punta del mundo si hubiera estado en peligro. La oí reflexionar. No necesitaba verla para saber que sonreía. Me deseó buen viaje y me pidió que no me entretuviera por el camino. Durante mi estancia en China, prepararía algunos platos dignos de ese nombre para recibir a Keira a nuestro regreso.

Estaba a punto de colgar cuando me acordé del motivo de mi llamada, y le pedí que me pusiera con Elena. Mi tía ya se había retirado a la habitación de invitados, pero le supliqué a mi madre que fuera a buscarla.

A Elena nuestra evasión le había parecido tremendamente romántica. Walter era un amigo como hay pocos por haber accedido a arriesgarse tanto por mí. Me hizo prometer que nunca le repetiría a mi madre lo que acababa de decirme.

Volví con Walter, que caminaba nervioso de un extremo a otro del cuarto de baño.

– ¿Y bien? -me preguntó, inquieto.

– Pues nada, que me parece que este fin de semana, mientras yo cojo un avión con destino a Pekín, tú podrías coger un barco rumbo a Hydra. Mi tía te esperará en el puerto para cenar contigo. Te recomiendo que le pidas una musaca, es su debilidad, pero que quede entre nosotros, yo no te he dicho nada.

Dicho esto, agotado, apagué la luz.

El viernes de esa misma semana, Walter me acompañó al aeropuerto. El vuelo salió sin retraso. Cuando el avión se elevaba en el cielo de Atenas contemplé el mar Egeo desaparecer bajo las alas y experimenté una extraña sensación de déjà-vu. Diez horas después estaría en China…

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