Glorieta del Concorde, Heathrow

El Fiat 500 aparcó junto a la acera. El conductor se inclinó y abrió la puerta del pasajero.

– Llevo una hora dando vueltas y más vueltas -gruñó Walter mientras abatía el respaldo del asiento para que pudiera sentarme atrás.

– ¿No había un coche más pequeño?

– Pero bueno, qué cara tienes. Me pides que venga a buscaros a una glorieta en medio de ninguna parte, a una hora absurda, ¿y encima te quejas?

– Sólo decía que menos mal que no traemos equipaje.

– ¡Me imagino que si hubierais traído equipaje, me habríais citado delante de la terminal como hace la gente normal, en lugar de obligarme a dar diez vueltas alrededor mientras os espero!

– ¿Pensáis pelearos mucho rato? -intervino Keira.

– Encantado de volver a verte -dijo Walter, tendiéndole la mano-. ¿Qué tal vuestro viajecito?

– ¡Mal! -contestó ella-. Bueno, ¿qué?, ¿nos vamos?

– Yo encantado, pero ¿adónde?

Iba a decirle a Walter que nos llevara a mi casa, pero en ese momento dos coches de policía nos adelantaron con las sirenas a todo volumen, lo cual me hizo caer en la cuenta de que no era muy buena idea. Fueran quienes fueran nuestros enemigos, tenía buenos motivos para pensar que sabían muy bien dónde vivía.

– Que dónde vamos, pregunto -insistió Walter.

– No tengo ni la menor idea.

Walter tomó por la autopista.

– No tengo inconveniente en conducir toda la noche -dijo-, pero habría que pensar en poner gasolina.

– ¿Es tuyo este cochecito? -le preguntó Keira-. Es monísimo.

– Me alegro de que te guste, lo acabo de comprar.

– ¿Y eso? -le pregunté a Walter-. Creía que estabas en las últimas.

– Es de segunda mano, y tu deliciosa tía llega este viernes, así que he sacrificado mis últimos ahorros para poder llevarla de paseo por la ciudad como es debido.

– ¿Elena viene a visitarte este fin de semana?

– Sí, ya te lo comenté, ¿se te había olvidado?

– Hemos tenido una semanita un poco ajetreada -le expliqué-, no te ofendas si me ves algo distraído.

– Ya sé dónde podemos ir -terció Keira-, Walter, en efecto sería mejor que pararas en una gasolinera para llenar el depósito.

– ¿Y puedo preguntarte hacia dónde tengo que tomar? -preguntó-. Os lo aviso, quiero estar de vuelta en Londres mañana como muy tarde, ¡tengo cita en la peluquería!

Keira miró de reojo el escaso pelo de Walter.

– Sí, ya lo sé -dijo éste, con un gesto de exasperación-, Pero tengo que quitarme de una vez por todas este mechón ridículo. Además, he leído un artículo en el Times esta mañana, ¡dicen que los calvos tienen un poderío sexual superior a la media!

– Si tienes unas tijeras, ese mechón te lo quito yo ahora mismo -se ofreció Keira.

– Ni hablar, sólo sacrificaré mis últimos cuatro pelos en manos de un profesional. ¿Vais a decirme de una vez dónde tengo que llevaros?

– A Saint-Mawes, en Cornualles -contestó Keira-. Allí estaremos a salvo.

– ¿Con quién? -preguntó Walter.

Keira se quedó callada. Adiviné la respuesta a la pregunta de Walter y le pedí que me dejara conducir a mí.

Aprovechando las seis horas de trayecto, le conté a Walter nuestras aventuras en Rusia. Se quedó aterrado cuando se enteró de lo que nos había ocurrido en el Transiberiano y en la meseta de Man-Pupu-Nyor. Me preguntó varias veces acerca de la identidad de los que habían querido matarnos, pero no podía decirle gran cosa, yo mismo no sabía nada. Mi única certeza era que su voluntad de hacernos daño tenía que ver con el objeto que buscábamos.

Keira no dijo una palabra en todo el viaje. Cuando llegamos a Saint-Mawes al amanecer, nos hizo parar en una callejuela que subía hacia el cementerio, delante de un pequeño hostal.

– Es aquí -dijo.

Se despidió de Walter, bajó del coche y se alejó.

– ¿Cuándo volveremos a vernos? -me preguntó Walter.

– Disfruta tu fin de semana con Elena y no te preocupes por nosotros. Creo que unos cuantos días de descanso nos van a sentar de maravilla.

– Es un lugar tranquilo -dijo Walter mientras miraba la fachada del hostal Victory-, Estaréis bien aquí, estoy seguro.

– Eso espero.

– Parece muy afectada… -me dijo Walter, señalando a Keira, que subía la callejuela.

– Sí, estos últimos días han sido especialmente difíciles, y además también ha sido muy duro para ella tener que interrumpir tan bruscamente las excavaciones. Estábamos muy cerca de nuestro objetivo.

– Pero estáis vivos, y eso es lo más importante. Al diablo esos fragmentos, tenéis que parar ya con esa historia, os habéis arriesgado demasiado. Es un milagro que os salvarais.

– Si no fuera más que algo parecido a jugar a la búsqueda del tesoro, Walter, todo sería mucho más sencillo, pero no se trata de un juego de adolescentes. Si hubiéramos podido reunir todos los fragmentos, probablemente habríamos hecho un descubrimiento sin precedentes.

– ¿Otra vez vas a hablarme de tu primera estrella? Pues que se quede en el cielo, y vosotros, en la Tierra, sanos y salvos, no pido más.

– Es muy generoso por tu parte, Walter, pero quizá habríamos encontrado la manera de entrever los primeros instantes del Universo, quizá habríamos podido saber por fin de dónde venimos, quiénes eran los primeros hombres que poblaron nuestro planeta. Keira lleva toda la vida alimentándose con esa esperanza. Y, hoy, su decepción es inmensa.

– Entonces vete corriendo con ella en lugar de quedarte aquí charlando conmigo. Si es como me dices, te necesita. Ocúpate de cuidar de ella y olvídate de esa búsqueda absurda.

Walter me dio un abrazo y volvió a poner en marcha su Fiat 500.

– ¿No estás muy cansado para conducir todo el camino hasta Londres? -le pregunté, inclinándome hacia él.

– ¿Cansado de qué? Pero si he dormido todo el viaje.

Me quedé mirando el coche mientras se alejaba por la cornisa que bordeaba el mar hasta que los faros traseros desaparecieron detrás de una casa en la otra punta del pueblo.


Keira ya no estaba donde la había visto por última vez, la busqué y subí la pendiente. Al final de la callejuela, vi la verja del cementerio, que estaba entreabierta, de modo que entré y recorrí el camino central. No era muy grande, como mucho un centenar de almas descansaban en el cementerio de Saint-Mawes. Keira estaba de rodillas al final de una hilera de lápidas, junto a un muro por el que trepaban los troncos entrelazados de una glicina.

– En primavera da unas flores de color malva muy bonitas -dijo, sin levantar la cabeza.

Miré la tumba, la pintura de pan de oro estaba casi borrada, pero todavía podía leerse el nombre de William Perkins.

– Jeanne se va a enfadar conmigo por haberte traído aquí sin hablarlo antes con ella.

La abracé y me quedé callado.

– He recorrido el mundo para demostrarle de lo que era capaz, y lo único que he conseguido es volver aquí con las manos vacías y una pena en el corazón. Creo que es a él a quien busco desde siempre.

– Estoy seguro de que está orgulloso de ti.

– Nunca me lo dijo.

Keira limpió el polvo de la lápida y me cogió la mano.

– Ojalá lo hubieras conocido, era un hombre tan reservado, tan solitario al final de su vida… Cuando era niña, lo bombardeaba a preguntas, y siempre se esforzaba por contestarme. Cuando el problema era demasiado difícil, se contentaba con sonreír y me llevaba a pasear a la orilla del mar. Por la noche, me levantaba de la cama sin hacer ruido y me lo encontraba sentado a la mesa de la cocina, enfrascado en su enciclopedia. Al día siguiente, durante el desayuno, me decía, como si tal cosa: Ayer me hiciste una pregunta, tuvimos que cambiar de tema, y luego se me olvidó darte una respuesta, pero aquí la tienes…

Keira se estremeció. Me quité el abrigo y se lo puse.

– Nunca me has contado nada de tu infancia, Adrian.

– Porque soy tan reservado como tu padre, y además no me gusta mucho hablar de mí.

– Pues tendrás que hacer un esfuerzo -me dijo Keira-. Si vamos a recorrer un trecho de camino juntos, no quiero que haya silencios entre nosotros.

Keira me guió hasta el hostal. El comedor del Victory estaba todavía desierto, el dueño nos instaló en una mesa junto al ventanal y nos sirvió un copioso desayuno. Me pareció adivinar cierta complicidad entre Keira y él. Luego nos acompañó hasta una habitación en la primera planta, que daba al pequeño puerto de Saint-Mawes. Éramos los únicos clientes de su establecimiento, pero hasta en invierno era un lugar precioso. Me asomé a la ventana, había marea baja, las barcas de los pescadores estaban tumbadas sobre la arena. Un hombre paseaba por la orilla, con su hijo pequeño de la mano. Keira vino a acodarse en la barandilla del balcón, justo a mi lado.

– Yo también echo de menos a mi padre -le dije-, siempre lo he echado de menos, incluso cuando estaba vivo. No conseguíamos comunicarnos, era un hombre de muchas cualidades pero trabajaba demasiado como para darse cuenta de que tenía un hijo. El día que se dio cuenta, acababa de irme de casa. Pasamos muy cerca el uno del otro, sin lograr vernos del todo.

Pero no puedo quejarme, mi madre me dio toda la ternura y todo el amor del mundo.

Keira se me quedó mirando largo rato y me preguntó por qué había querido ser astrofísico.

– De niño, cuando estábamos en Hydra, mi madre y yo teníamos un ritual antes de irme a la cama. Nos asomábamos a la ventana, uno al lado del otro, como estamos tú y yo en este momento, y mirábamos juntos el cielo. Mi madre inventaba nombres para las estrellas. Una noche le pregunté cómo había nacido el mundo, por qué se levantaba el sol cada mañana, y si siempre vendría la noche. Mi madre me miró y me dijo: Existen tantos mundos distintos como vidas hay en el Universo; mi mundo empezó el día en que tú naciste, en el momento en que te tuve entre mis brazos. Desde niño, sueño con saber dónde empieza el alba.

Keira se volvió hacia mí y se abrazó a mi cuello.

– Serás un padre maravilloso.

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