París

Ivory tiró al río la tarjeta de su móvil y volvió sobre sus pasos. Vackeers y su conductor se encogieron en sus asientos, por puro reflejo, pero a esa distancia era poco probable que aquel al que observaban pudiera verlos. La silueta de Ivory desapareció al doblar la esquina.

– Bueno, ¿qué?, ¿podemos irnos ya? -preguntó Lorenzo-. Llevo ya un buen rato aquí aburrido y tengo hambre.

– No, todavía no.

Vackeers oyó el ronroneo de un motor que acababa de arrancar. Dos faros barrieron el muelle. Un coche se detuvo en el lugar que ocupaba Ivory unos segundos antes. Salió un hombre y avanzó hasta el parapeto. Se inclinó para observar la orilla, luego se encogió de hombros y volvió a su coche. Con un chirrido de neumáticos, el vehículo se alejó.

– ¿Cómo lo sabía? -preguntó Lorenzo.

– Tenía un mal presentimiento. Y ahora que he visto la matrícula del coche, es aún peor.

– ¿Qué pasa con esa matrícula?

– ¿Lo hace a propósito o se está esforzando por alegrarme la noche? Ese vehículo pertenece al cuerpo diplomático inglés, ¿tengo que hacerle un dibujo?

– ¿Sir Ashton manda seguir a Ivory?

– Me parece que por esta noche ya he visto y oído bastante, ¿sería usted tan amable de llevarme a mi hotel?

– Mire, Vackeers, ya está bien, no soy su chófer. Me ha pedido que me quedara vigilando en este coche diciéndome que se trataba de una misión importante, me he pasado aquí dos horas pelándome de frío mientras usted saboreaba un coñac tan a gusto y tan calentito en el salón de su amigo, y todo lo que he podido comprobar es que éste, por no sé qué razón, ha ido a tirar una tarjeta de móvil al río, y que un coche de los servicios consulares de Su Majestad, que lo estaba espiando, le ha visto hacer ese gesto cuyo alcance aún se me escapa. Así que o me explica de qué va todo esto, o se vuelve usted andando a su hotel.

– ¡Dada la oscuridad en la que parece estar sumido, mi querido Roma, trataré de abrirle los ojos! Si Ivory se toma la molestia de salir a medianoche para ir a llamar por teléfono fuera de su casa, es porque toma ciertas precauciones. Si los ingleses vigilan su edificio es porque el asunto que nos ha tenido ocupados estos últimos meses no está tan zanjado como todos queríamos pensar. ¿Hasta aquí me sigue?

– No me tome por más tonto de lo que soy -dijo Lorenzo mientras ponía el motor en marcha.

El coche enfiló el quai de Orleans y cruzó el Pont Marie.

– Si Ivory se muestra tan prudente es porque nos lleva un par de vueltas de ventaja -prosiguió Vackeers-. Y yo que pensaba haberle ganado la partida esta noche… Decididamente, siempre me sorprenderá.

– ¿Qué piensa hacer?

– Por ahora, nada, y ni una palabra sobre lo que ha visto esta noche. Es demasiado pronto. Si avisamos a los demás, cada uno se pondrá a intrigar por su cuenta, como ya ocurrió en el pasado, y ya nadie confiará en nadie. Sé que puedo contar con Madrid. Y usted, Roma, ¿de qué lado estará?

– Por ahora, me parece que estoy a su izquierda, lo que en parte debería responder a su pregunta, ¿no?

– Tenemos que localizar cuanto antes a ese astrofísico. Apuesto a que ya no está en Grecia.

– Vaya a interrogar a su amigo. Si le aprieta las tuercas, quizá desembuche.

– Sospecho que él tampoco sabe mucho más que nosotros, debe de haberle perdido el rastro. Estaba distraído, pensando en otra cosa. Lo conozco desde hace demasiado tiempo como para no darme cuenta de las cosas, tiene que estar tramando algo. ¿Sigue teniendo acceso a sus contactos en China? ¿Puede recurrir a ellos?

– Todo depende de lo que se espere de ellos y de lo que estemos dispuestos a darles a cambio.

– Trate de enterarse de si nuestro querido Adrian ha aterrizado hace poco en Pekín, si ha alquilado un coche y si, por suerte para nosotros, ha utilizado su tarjeta de crédito para sacar dinero, pagar la factura de un hotel o lo que sea.

No volvieron a intercambiar palabra. París estaba desierto y Lorenzo dejó a Vackeers diez minutos más tarde delante del hotel Montalembert.

– Haré lo que pueda con los chinos, pero yo también voy a querer algo a cambio -dijo al tiempo que aparcaba el coche.

– Esperemos a ver los resultados antes de entregarme la factura, mi querido Roma. Hasta pronto y gracias por el paseo.

Vackeers se apeó del Citroën y entró en el hotel. Le pidió la llave al empleado de la recepción, éste se inclinó detrás de su mostrador y le entregó también un sobre.

– Han dejado esta carta para usted, señor.

– ¿Cuánto hace de eso? -preguntó Vackeers, extrañado.

– Me la ha entregado un taxista hará apenas unos minutos.

Intrigado, Vackeers se alejó hacia el ascensor. Esperó a estar en su suite, en la cuarta planta del hotel, para abrir la carta.


Querido amigo:

Por desgracia, me temo que no podré aceptar su amable invitación para reunirme con usted en Amsterdam. No es que no tenga ganas de visitarlo, ni de resarcirlo por mi comportamiento de esta noche en nuestra partida de ajedrez, pero como bien sospechaba usted, hay ciertos asuntos que me retienen en París.

Espero no obstante volver a verlo muy pronto. De hecho, estoy convencido de que así será.

Suyo afectísimo,

Ivory


P. S.: En cuanto a mi pequeño paseo nocturno, me tenía usted acostumbrado a algo más de discreción. ¿Quién fumaba a su lado en ese bonito Citroën negro, o tal vez fuera azul marino? Cada día veo peor…


Vackeers volvió a doblar la carta y no pudo contener una sonrisa. Se le hacía pesada tanta monotonía. Lo sabía, esta operación sería probablemente la última de su carrera, y la idea de que Ivory hubiera encontrado el modo, fuese cual fuera, de volver a poner las cosas en marcha no le disgustaba en absoluto, al contrario. Vackeers se sentó ante el pequeño escritorio de su suite, descolgó el auricular y marcó un número de teléfono en España. Pidió disculpas a Isabel por molestarla a una hora tan tardía, pero tenía motivos para pensar que había ocurrido algo nuevo e inesperado, y lo que quería decirle no podía esperar hasta el día siguiente.


Mianyang, China

Me he despertado muy temprano por la mañana. La anciana que me ha velado toda la noche está dormida en un gran sillón. Aparto la manta con la que me ha tapado y me incorporo. La mujer abre los ojos, me dirige una mirada afectuosa y se lleva el dedo a los labios, como para pedirme que no haga ruido. Luego se levanta y va a buscar una tetera. Un biombo separa la habitación en la que estamos del restaurante. A mi alrededor, descubro al resto de los miembros de la familia, que duermen sobre colchones en el sucio. Junto a la única ventana de la habitación hay dos hombres de unos treinta años. Reconozco al que me sirvió la cena anoche, y el otro debe de ser su hermano, que estaba ocupado en los fogones. Su hermana pequeña, de unos veinte años, sigue durmiendo en un camastro junto a la estufa de carbón; el marido de mi anfitriona improvisada descansa tendido sobre una mesa, con una almohada bajo la cabeza y una manta que lo cubre hasta los hombros. Lleva un jersey y una chaqueta de lana gruesa. Yo ocupo el sofá cama que la pareja abre cada noche para dormir en él. Cada noche, esta familia aparta unas cuantas mesas del restaurante para transformar la sala interior en dormitorio. Me da un apuro tremendo haber irrumpido así en su intimidad, si es que se puede hablar de intimidad en esas condiciones. ¿Quién, donde yo vivo en Londres, habría renunciado así a su cama para cedérsela a un desconocido, y encima extranjero?

La anciana me sirve un té ahumado. Sólo podemos comunicarnos por gestos.

Cojo la taza y salgo sin hacer ruido. Ella cierra el biombo detrás de mí.

El paseo está desierto, avanzo hasta el parapeto que bordea el río y contemplo la corriente que fluye hacia el oeste. Las aguas están envueltas en una bruma matinal. Una pequeña embarcación similar a un junco se desliza despacio por ellas. Desde la proa, el barquero me hace un gesto de saludo, que me apresuro a devolverle.

Tengo frío, me meto las manos en los bolsillos y siento la fotografía de Keira bajo mis dedos.

¿Por qué se me viene a la mente, en ese momento preciso, la memoria de nuestra noche en Nebra? Recuerdo esa noche que pasamos juntos, una noche desde luego movidita, pero que nos acercó tanto.

Un poco más tarde me marcharé al monasterio de Garther, no sé cuánto tardaré en llegar, ni cómo conseguiré entrar, pero qué importa, es la única pista que tengo para encontrarte… si todavía estás viva.

¿Por qué me siento tan débil?

Una cabina telefónica en el paseo, a pocos pasos de mí. Tengo ganas de oír la voz de Walter. La cabina tiene un aire kitsch de los años setenta. El aparato acepta tarjetas de crédito. Nada más marcar el número, oigo la señal de que la línea está ocupada; debe de ser imposible llamar a un país extranjero desde ese lugar. Tras dos nuevos intentos, al final renuncio.

Es hora de dar las gracias a la familia que me ha cuidado, pagar la cuenta de la cena de anoche y reemprender camino. No quieren que les pague, les doy las gracias mil veces y me despido de ellos.


Un poco antes de mediodía llego por fin a Chengdu. Es una gran urbe con mucha contaminación, una ciudad agitada y agresiva. Sin embargo, entre los rascacielos y los grandes complejos inmobiliarios, todavía siguen en pie algunas casitas pequeñas y destartaladas. Busco cómo llegar hasta la estación de autobuses.

Jinli Street, lugar de reunión de todos los turistas; quizá tenga la suerte de cruzarme con algún compatriota que pueda indicarme.

En el parque Nanjiao la flora es hermosa, unas barcas como de otra época navegan apaciblemente en un lago a la sombra de melancólicos sauces.

Me fijo en una pareja joven cuyo aspecto me hace pensar que pueden ser americanos. Son estudiantes y me explican que han venido a mejorar su formación en Chengdu en el marco de un programa universitario de intercambio.

Encantados de oír a alguien que habla su lengua, me indican que la estación se encuentra en el otro extremo de la ciudad. La joven saca un cuaderno de su mochila y redacta una nota que luego me entrega. Su caligrafía china es perfecta. Aprovecho para pedirle que me escriba también el nombre del monasterio de Garther.

Había dejado mi todoterreno en un aparcamiento a cielo abierto. Dentro está la ropa que me dio el lama, así que me cambio en el interior del vehículo y meto en una bolsa un jersey y unos cuantos efectos personales más. Decido dejar ahí el 4 x 4 y cojo un taxi.

El taxista lee la nota que le enseño y me deja, media hora más tarde, en la estación de autobuses de Wuguiqiao. Me presento en una ventanilla con mi valiosa nota escrita en chino, el empleado me entrega un título de transporte a cambio de veinte yuanes y me indica la dársena número 12, luego agita la mano, indicándome que me dé prisa si no quiero quedarme en tierra.

He visto autocares más nuevos que éste, soy el último en subir y sólo encuentro sitio al fondo, apretado entre una mujer muy corpulenta y tres patos rollizos encerrados en una jaula. Al llegar a su destino, lo más probable es que los tres terminen lacados, pero ¿cómo advertirles de la triste suerte que les espera?

Cruzamos un puente sobre el río Funan y tomamos por una vía rápida entre grandes crujidos de la caja de cambios.

El autocar para en Ya'an, y se apea un pasajero. No tengo ni idea de lo que dura el viaje, pero se me hace eterno. Le enseño mi notita caligrafiada a mi vecina y le señalo mi reloj. Ella da golpecitos en la esfera con el dedo, sobre el número seis. Llegaré, pues, casi al final del día. ¿Dónde dormiré esta noche? No tengo ni idea.

Vamos por una carretera llena de curvas hacia los macizos montañosos. Si Garther está a gran altitud, la noche será gélida, tengo que encontrar lo antes posible dónde alojarme.

Cuanto más árido se vuelve el paisaje, más me atenazan las dudas. ¿Qué habrá empujado a Keira a perderse en un lugar tan apartado de todo? Tan sólo la búsqueda de un fósil podría arrastrarla hasta los confines del mundo, no veo otra explicación.

Veinte kilómetros más lejos, el autocar se detiene ante un puente de madera que cuelga de dos cables de acero en muy mal estado. El conductor ordena bajar, a todos los pasajeros, hay que aligerar el vehículo para reducir los riesgos. Miro por la ventanilla el barranco que tenemos que cruzar y alabo la prudencia de nuestro conductor.

Sentado como estoy al fondo del autobús, soy el último en salir. Me levanto, ya casi no quedan pasajeros. Con el pie, descorro la varilla de bambú que cierra la puerta de la jaula donde se agitan los patos, abandonados a su suerte. Su libertad está al fondo de este pasillo, a la derecha; también pueden optar por atajar pasando por debajo de los asientos, ellos verán lo que hacen. Los tres patos me siguen alegremente. Cada uno elige un camino, uno va por el pasillo, otro por la hilera de asientos de la derecha, y el tercero ataja por la izquierda; sólo espero que me dejen salir antes, ¡si no me acusarán de complicidad en su evasión! Después de todo, qué más da, su dueña ya está en el puente, agarrada a la barandilla, y avanza con los ojos semicerrados para combatir el vértigo.

Yo no lo hago mucho mejor que ella. Una vez cruzado el puente, los pasajeros se entregan con gusto a la tarea de guiar, entre gritos y aspavientos, a su valiente conductor; éste avanza muy despacio sobre las tablas de madera, que se balancean a su paso. Se oyen inquietantes crujidos, los cables chirrían, el piso de madera se tambalea peligrosamente pero resiste, y, quince minutos después, todo el mundo puede volver a sus asientos. Menos yo. He aprovechado la ocasión para ocupar el sitio que se ha quedado libre en la segunda fila. El autobús se pone en marcha de nuevo, faltan dos patos; el tercero, por desgracia, aparece en mitad del pasillo y, como un tonto, corre a abrazarse a las pantorrillas de su dueña.

Cuando dejamos atrás Dashencun no puedo contener una sonrisa mientras mi antigua vecina recorre el pasillo a gatas, buscando en vano a los dos volátiles, que se han volatilizado.

Se despide de nosotros en Duogong, de pésimo humor, pero motivos no le faltan.

Shabacun, Tianquan, una sucesión de ciudades y pueblos jalona el viaje; seguimos el curso de un río, el autocar continúa subiendo hasta alturas vertiginosas. No creo haberme curado del todo pues siento continuos escalofríos. Acunado por el ronroneo del motor, consigo a ratos conciliar el sueño hasta que una sacudida me saca de mi sopor.

A nuestra izquierda, el glaciar de Hailuogou roza las nubes. Nos acercamos al famoso puerto de Zheduo, punto culminante del trayecto. A cerca de 4.300 metros, siento que me late la sangre en las sienes, y me vuelve la migraña. Me pongo a pensar en Atacama. ¿Qué habrá sido de mi amigo Erwan? Hace tanto tiempo que no sé de él. Si no hubiera tenido ese desmayo en Chile hace unos meses, si no hubiera desobedecido las consignas de seguridad que nos habían impuesto, si hubiera hecho caso a Erwan, no estaría ahora aquí y Keira no habría desaparecido en las turbias aguas del río Amarillo.

Recuerdo que, para consolarme, mi madre me dijo en Hydra: «Perder a alguien que uno ha amado es terrible, pero peor sería no haberlo conocido.» Ella pensaba entonces en mi padre, pero la cosa adquiere un sentido muy distinto cuando uno se siente responsable de la muerte de la persona a quien ama.

El lago de Moguecuo refleja en el espejo de sus aguas serenas las cumbres nevadas. Hemos recuperado algo de velocidad al adentrarnos en el valle de Xinduquiao. Al contrario que en el desierto de Atacama, aquí todo es vegetación exuberante. Rebaños de yaks pastan entre la frondosa hierba. Los olmos y los abedules se alternan en esta vasta llanura encajonada en medio de las montañas. Hemos descendido por debajo de los cuatro mil metros, y la migraña me da un poco de tregua. Y, de pronto, el autocar se detiene. El conductor se vuelve hacia mí, es mi parada. Aparte de la carretera, no veo más que un camino pedregoso que lleva al monte Gongga Shan. El conductor agita los brazos y masculla unas palabras; deduzco que me pide que continúe con mis reflexiones al otro lado de la puerta de fuelle que acaba de abrir, dejando entrar una corriente de aire gélido.

Con mi equipaje a los pies y las mejillas rígidas de frío, contemplo, tiritando, cómo se aleja mi autobús hasta que desaparece al doblar un recodo.

Estoy solo en esta vasta llanura en la que el viento azota las colinas. Paisajes fuera del tiempo en los que las tierras han adoptado el color de la cebada y de la arena… Pero no veo ni rastro del monasterio que busco. Será imposible pasar la noche al raso sin morir congelado. Tengo que caminar. ¿Hacia dónde? No tengo ni idea, pero no hay más salvación que avanzar para resistir al entumecimiento que provoca el frío.

Con la esperanza absurda de huir para adelantarme a la noche, corro a zancadas cortas, de cerro en cerro, en dirección al sol poniente.

A lo lejos diviso la lona negra de una tienda de nómadas, como una providencia divina.

En mitad de esa inmensa llanura, una niña tibetana viene hacia mí. Tendrá unos tres años, tal vez cuatro, no levanta tres palmos del suelo pero tiene las mejillas rojas como manzanas, y le brillan los ojos. El desconocido que soy no la asusta, y nadie parece temer nada por ella, es libre de ir donde le apetezca. Se echa a reír, le divierte mi diferencia, y su risa resuena en todo el valle. Abre los brazos de par en par, echa a correr hacia mí, se detiene a unos metros y vuelve con los suyos. Un hombre sale de la tienda y viene a mi encuentro. Le tiendo la mano, él junta las suyas, se inclina y me invita a seguirlo.

Unos grandes trozos de lona negra sostenidos por estacas de madera forman una carpa. En el interior, la vivienda es amplia. En un hornillo de piedra en el que crepita leña bien seca, una mujer prepara una especie de guiso de carne cuyo aroma impregna todo el espacio. El hombre me indica con un gesto que me siente, me sirve un vasito de alcohol de arroz y brinda conmigo.

Comparto la cena de esta familia nómada. Sólo interrumpen el silencio las carcajadas de la niña de mejillas rojas como manzanas. Al final se duerme, acurrucada en el regazo de su madre.

Al anochecer, el nómada me lleva fuera de la tienda. Se sienta en una piedra y me ofrece un cigarro que ha liado él mismo. Juntos, miramos el cielo. Hacía tiempo que no lo había contemplado así. Distingo una de las constelaciones más hermosas que nos regala el otoño, al este de Andrómeda. La señalo con el dedo y se la nombro a mi anfitrión. «Perseo», digo en voz alta. El hombre sigue mi mirada y repite «Perseo»; se ríe con las mismas carcajadas que su hija, una risa viva como los destellos que iluminan la bóveda celeste por encima de nosotros.


He dormido en su tienda, al amparo del frío y del viento. Al amanecer, le tiendo mi notita a mi anfitrión; no sabe leer y no le presta ninguna atención; el sol ya se levanta, y tiene mucho que hacer.

Mientras lo ayudo a recoger leña, me aventuro a articular la palabra «Garther», cambiando mil veces la pronunciación con la esperanza de encontrar la que despierte en él alguna reacción. Pero es inútil, permanece imperturbable.

Después de la leña, nos toca ir a acarrear agua. El nómada me tiende un odre vacío, se pasa otro por encima del hombro y me enseña cómo colocarlo; luego tomamos por una pista que va hacia el sur.

Hemos caminado dos horas por lo menos. Desde lo alto de la colina, distingo un río que fluye entre las hierbas altas. El nómada llega hasta allí mucho antes que yo. Cuando lo alcanzo, él ya se está bañando. Me quito la camisa y me zambullo a mi vez. La temperatura del agua me hiela la sangre en las venas, este río debe de nacer en uno de los glaciares que se ven a lo lejos.

El nómada mantiene el odre debajo del agua. Imito sus gestos, las dos bolsas se inflan, y a mí me cuesta mucho llevar la mía hasta la orilla.

De vuelta en tierra firme, arranca una mata de hierbas con la que se frota vigorosamente el cuerpo. Una vez seco, se vuelve a vestir y se sienta para descansar un poco. «Perseo», dice el nómada, levantando el dedo al cielo. Luego su mano me señala un meandro del río, a varios centenares de metros de nosotros en dirección al valle. Unos veinte hombres se están bañando allí, mientras otros cuarenta aran la tierra, cada uno de ellos empuja una reja y traza largos surcos perfectamente rectilíneos. Todos visten los mismos hábitos, que reconozco en seguida.

– ¡Garther! -dice con un hilo de voz mi compañero de fatigas.

Le doy las gracias, y cuando ya me disponía a lanzarme hacia los monjes, el nómada se pone en pie y me agarra del brazo. Su semblante se ha ensombrecido. Con un gesto de cabeza, me indica que no vaya. Me tira de la manga y me enseña el camino de vuelta. Puedo leer el miedo en su rostro, de modo que obedezco y echo a andar colina arriba, detrás de él. En lo alto, me vuelvo hacia los monjes. Los que antes se estaban bañando en el río han vuelto a vestir sus túnicas y están ahora trabajando, trazan extraños surcos, que oscilan como las curvas de un gigantesco electrocardiograma. Al bajar la otra ladera del cerro, los monjes desaparecen de mi vista. En cuanto pueda, abandonaré a mi anfitrión y volveré a ese vallejo.

Si bien esta familia de nómadas me acoge con generosidad, como es su costumbre, tengo que merecerme mi ración cotidiana de alimento.

La mujer ha salido de la tienda y me ha llevado hasta el rebaño de yaks que pasta en un campo. No le he prestado ninguna atención al recipiente que llevaba al hombro, mientras canturreaba, hasta el momento en que se arrodilla delante de uno de esos extraños cuadrúpedos y empieza a ordeñarlo. Un momento más tarde, me cede el sitio, debe de juzgar que la lección ha durado lo suficiente. Me deja ahí, y la mirada que le echa al cubo al irse me da a entender que no debo volver hasta que esté bien lleno.

Nada será tan sencillo como ella supone. No sé si es porque me falta seguridad, o por el mal carácter de esta dichosa vaca asiática, que, salta a la vista, no tiene la más mínima intención de dejarse toquetear las ubres por el primer desconocido que pase por ahí, pero el caso es que cada vez que extiendo la mano hacia ella, el animal avanza un paso o retrocede otro… Recurro a todas las estrategias que se me ocurren: intento de seducción, sermón autoritario, súplica, enfado, mohín… Tanto da, todo lo que yo haga le trae sin cuidado.

La persona que viene a socorrerme tiene sólo cuatro años. Esto no dice mucho de mí, más bien al contrario, pero es así, qué le voy a hacer.

La niña de las mejillas rojas y redondas como manzanas aparece de pronto en mitad del campo; creo que lleva ya un buen rato ahí, divirtiéndose con el espectáculo, y habrá reprimido a duras penas la bonita carcajada que ha delatado su presencia. Como para disculparse por haberse reído de mí, se acerca, me regaña con un pequeño empujón, coge la ubre del yak con un gesto vivo y se echa a reír otra vez con ganas, mientras un chorro de leche cae salpicando en el cubo. De modo que era así de fácil, ahora tengo que responder al reto que me impone, a la vez que me empuja hacia el flanco del animal. Me arrodillo, la niña me observa y aplaude cuando consigo, por fin, que salgan unas gotitas de leche. Se tumba en la hierba, con los brazos en cruz, y se queda así, vigilándome. Pese a su corta edad, su presencia me resulta tranquilizadora. Esta tarde supone para mí un rato de paz y de alegría. Un poco más tarde bajamos juntos hacia el campamento.

Junto a la tienda en la que dormí anoche se levantan hoy otras dos más, ahora hay tres familias reunidas alrededor de una gran hoguera. Cuando voy en dirección al campamento con mi pequeña acompañante, los hombres vienen a nuestro encuentro; mi anfitrión me indica que siga mi camino. Me esperan las mujeres, ellos se van a reunir el ganado. Me siento algo humillado de que no cuenten conmigo para una misión mucho más viril que la que me han encomendado.

El día llega a su fin, miro el sol, anochecerá dentro de una hora como mucho. No pienso en nada más que en dar esquinazo a mis amigos nómadas para ir a ver lo que ocurre en el valle de abajo. Quiero seguir a esos monjes cuando emprendan el regreso hacia su monasterio. Pero el hombre que me ha acogido en su tienda vuelve justo cuando estoy enfrascado en estos pensamientos. Besa a su mujer, levanta a su hija del suelo y la abraza antes de entrar en la tienda. Sale un poco después, aseado, y me sorprende, pues me había quedado un poco apartado de los demás, con la mirada fija en el horizonte. Viene a sentarse a mi lado y me ofrece uno de sus cigarrillos. Lo rechazo con un gesto de agradecimiento. Enciende el suyo y mira a su vez la cima de la colina, en silencio. No sé por qué, pero de pronto me apetece enseñarle tu rostro. Probablemente porque te echo tanto de menos que me falta el aire, porque es una buena excusa para volver a mirar tu fotografía. Es lo más valioso que tengo y que puedo compartir con él.

La saco del bolsillo y se la enseño. Me sonríe al devolvérmela. Luego exhala una larga bocanada de humo, aplasta la colilla entre los dedos y se va.

Al anochecer, compartimos un guiso de carne con las otras dos familias que se nos han unido. La niña se sienta a mi lado, ni a su padre ni a su madre parece molestarles nuestra complicidad. Al contrario, su madre le acaricia el pelo y me dice el nombre de la niña. Se llama Rhitar. Más adelante me enteraré de que se llama así a un hijo cuando el anterior muere, para conjurar la mala suerte. Y si Rhitar se ríe tanto y tan alegremente, ¿no será para borrar la pena de un drama acontecido antes de nacer ella, o para recordarles a sus padres que ha devuelto la dicha a la familia? Rhitar se ha quedado dormida en brazos de su madre y, hasta en lo que me parece un sueño profundo, sonríe.

Una vez terminada la cena los hombres se ponen unos pantalones amplios, y las mujeres desatan las mangas rectas de sus túnicas, dejando que se agiten al viento. Se cogen de la mano para formar un círculo, los hombres por un lado y las mujeres por otro. Todos cantan, las mujeres agitan las mangas, y, cuando el canto cesa, los bailarines sueltan un gran grito a coro. Y entonces vuelven a girar en sentido contrario, y el ritmo se acelera. Corren, saltan, gritan y cantan hasta caer rendidos. Me invitan a unirme a esta alegre danza, y yo me dejo llevar por la embriaguez del alcohol de arroz y del baile tibetano.


Una mano me sacude el hombro, abro los ojos y reconozco en la penumbra el rostro del nómada que me ha acogido. En silencio, me pide que lo acompañe fuera de la tienda. La luz cenicienta de una noche que llega a su fin baña la inmensa llanura. El nómada ha reunido mi equipaje y lo lleva al hombro. No sé nada de sus intenciones, pero adivino que me conduce allí donde se separan nuestros caminos. Hemos tomado por la misma pista que el día anterior. No pronuncia una sola palabra en todo el viaje. Caminamos durante una hora y, cuando llegamos a la cima de la colina más alta, gira a la derecha. Cruzamos un sotobosque de olmos y avellanos del que parece conocer cada sendero, cada pendiente. Cuando salimos, aún no ha despuntado el alba. Mi guía se tiende en el suelo y me indica que lo imite; me cubre con hojas secas y con mantillo, y me enseña cómo camuflarme. Permanecemos así en silencio, como dos vigías, pero no sé qué es lo que vigilamos. Me imagino que me habrá llevado con él para hacer algo de caza furtiva, y me pregunto qué animal será el que quiere cazar si no llevamos armas. Quizá venga a comprobar trampas.

Ando muy desencaminado en mis suposiciones, pero tendré que esperar una hora entera antes de comprender por qué me ha llevado hasta allí.

Por fin amanece. A la luz del alba se dibuja ante nosotros la muralla de un gigantesco monasterio, casi una ciudad fortificada.

– Garther -murmura mi cómplice, pronunciando esta palabra por segunda vez.

Una noche le regalé el nombre de una estrella suspendida en el cielo que dominaba la llanura, y una mañana, el nómada me devolvía el regalo, nombrando el lugar que yo esperaba descubrir más que ningún otro astro en la inmensidad del universo.

Mi compañero de viaje me indica con un gesto que sobre todo no debo moverme, parece aterrorizarlo que puedan descubrirnos. No veo razón alguna para preocuparse tanto, el templo está a más de cien metros. Pero a medida que mis ojos se van acostumbrando a la penumbra alcanzo a distinguir, en las murallas del monasterio, las siluetas de hombres vestidos con túnicas que recorren un camino de ronda.

¿Qué peligro acecharán? ¿Será que tratan de protegerse de una escuadra china que pueda venir a acosarlos hasta un lugar tan aislado como este monasterio? No soy su enemigo. Si por mí fuera, me levantaría ahora mismo y correría hacia ellos. Pero mi guía apoya la mano en mi brazo y me retiene con fuerza.

Acaban de abrirse las puertas del monasterio, una columna de monjes obreros enfila el camino que baja hacia los campos de frutales, situados al este. Las pesadas puertas vuelven a cerrarse tras ellos.

El nómada se incorpora de pronto y se repliega hacia el sotobosque. Al amparo de los grandes olmos, me devuelve mi equipaje, y entonces comprendo que es una despedida. Tomo sus manos y las estrecho entre las mías. Este gesto de afecto le hace sonreír, me mira a los ojos un momento, se vuelve y se aleja.

Nunca he conocido soledad más total que en esas altas llanuras, cuando, al bajar del autocar de Chengdu, caminaba, huyendo de la noche y del frío. Basta a veces una mirada, una presencia, un gesto, para que nazca la amistad, sin importar las diferencias que nos coartan y nos asustan; basta una mano tendida para que perdure la memoria de un rostro que el tiempo nunca borrará. En los últimos instantes de mi vida, quiero volver a ver, intacto, el rostro del nómada tibetano y el de su hija, la niña de las mejillas rojas como manzanas.


Avanzo siguiendo el lindero del bosque, a distancia prudente de la hilera de monjes obreros que se dirigen hacia el vallejo. Desde donde me sitúo, puedo espiarlos fácilmente y cuento al menos sesenta monjes. Como la víspera, empiezan por desvestirse y bañarse en las aguas claras antes de ponerse a trabajar.

Así transcurre la mañana. Cuando el sol está alto en el cielo, siento que el frío se apodera de mí, y esa terrible humedad me empapa la espalda. Me tiembla todo el cuerpo. Rebusco entre mi equipaje y descubro una bolsa con carne ahumada, regalo de mi amigo nómada. Me como la mitad y la otra mitad la guardo para la noche. Cuando se marchen los monjes, correré a calmar mi sed en el río; mientras tanto, tendré que aguantarme, y eso que la sensación de sequedad en la garganta ha empeorado por la sal de la carne.

¿Por qué este viaje exacerba todas mis sensaciones: hambre, frío, calor, cansancio extremo? Achaco todos mis males a la altura. Ocupo el resto de la tarde en buscar la manera de entrar en el monasterio. Se me ocurren las ideas más disparatadas, ¿estaré perdiendo la razón?

A las seis, los monjes dejan de trabajar y emprenden el camino de regreso. En cuanto desaparecen tras la cresta de un cerro, abandono mi escondite y corro a campo traviesa. Me zambullo en el río y bebo hasta aplacar mi sed.

De vuelta en la orilla, pienso bien dónde pasar la noche.

Dormir en el sotobosque no me tienta en absoluto. Volver hacia la llanura, con mis amigos nómadas, sería como admitir mi fracaso y, peor aún, abusar de su hospitalidad. Alimentarme dos noches seguidas ha debido de suponer ya un gran esfuerzo para ellos.

Por fin descubro un hueco en la pared rocosa del cerro. Allí excavaré mi madriguera; bien acurrucado bajo la tierra y tapándome con mi equipaje, debería poder sobrevivir a la noche. Mientras aguardo a que oscurezca del todo, termino lo que me queda de carne y espero la aparición de la primera estrella, como se espera la venida de una amiga que te ayudará a ahuyentar toda sensación de desánimo.

Llega la noche. Estremecido por el enésimo escalofrío, me quedo dormido.

¿Cuánto tiempo ha pasado hasta que me despierta un sonido ahogado? Algo se acerca a mí. Tengo que resistir el miedo; si un animal salvaje caza por estos parajes, no pienso ser su presa; tengo más oportunidades de escapar si sigo escondido en mi agujero que si me pongo a correr de un lado a otro en la oscuridad. Una idea muy sensata, pero resulta difícil ponerla en práctica cuando el corazón te late a mil por hora. ¿De qué depredador se tratará? ¿Y qué pinto yo aquí, acurrucado en este agujero en la tierra, a miles de kilómetros de mi casa? ¿Qué pinto yo aquí, con la cabeza mugrienta, los dedos congelados y la nariz llena de mocos? ¿Qué pinto yo aquí perdido en tierra extranjera, corriendo detrás del fantasma de una mujer de la que estoy enamorado hasta la médula cuando no hace ni seis meses no era nada en mi vida? Quiero volver con Erwan, a mi meseta de Atacama, quiero volver al calor de mi hogar, a las calles de Londres, quiero estar en otra parte, no quiero que un maldito lobo me haga trizas las entrañas. No debo moverme, ni temblar, ni respirar, tengo que cerrar los párpados para evitar que la luna se refleje en el blanco de mis ojos. Ideas todas estas muy sensatas, pero resulta imposible ponerlas en práctica cuando el miedo te agarra por el cuello y te sacude con violencia. Me siento como si tuviera doce años, indefenso e inseguro. Distingo una antorcha, entonces tal vez no sea más que un merodeador que quiere mis escasas posesiones. Pero ¿qué me impide defenderme?

Tengo que salir de este agujero, abandonar la noche y afrontar el peligro. No he recorrido todo este camino para dejarme desvalijar por un ladrón o para que me hagan pedazos como una vulgar presa.

He abierto los ojos.

La antorcha avanza en dirección al río. El que la sostiene sabe perfectamente dónde va; sus pasos seguros no temen ninguna trampa, ningún bache. Ahora la llama está plantada en la tierra húmeda de una zanja. Dos sombras aparecen a la luz de la antorcha. Una algo más menuda que la otra, dos cuerpos cuyas siluetas parecen las de dos adolescentes. Uno se queda inmóvil, el otro llega hasta la orilla, se quita la túnica y entra en el agua fría. El miedo deja paso a la esperanza. Estos dos monjes tal vez se hayan saltado las normas para venir a bañarse al amparo de la noche, estos dos ladrones de tiempo quizá sepan ayudarme a franquear las murallas de la ciudad fortificada. Repto entre la hierba, acercándome al río y, de pronto, me quedo sin respiración.

De ese cuerpo grácil no hay forma que me sea desconocida. El trazo de las piernas, la redondez de las nalgas, la curva de la espalda, el vientre, los hombros, la nuca y ese porte de cabeza algo altanero.

Estás aquí, bañándote desnuda en un río semejante a aquel en el que te vi morir. Tu cuerpo, iluminado por el claro de luna, es como una aparición, te habría reconocido entre otras mil. Estás aquí, a tan sólo unos metros, pero ¿cómo acercarme a ti? ¿Cómo presentarme ante ti en el estado en el que me encuentro sin asustarte, sin que grites y des la alerta? El río te llega hasta las caderas, tus manos sacan agua para bañar con ella tu rostro. A mi vez avanzo hacia el río, a mi vez me enjuago la cara con su agua clara para limpiarme la tierra.

El monje que te acompaña no hace nada por impedírmelo, puesto que está de espaldas a ti. Permanece a una distancia prudente, quizá tema fijar la mirada en tu desnudez. El corazón me late desbocado en el pecho, veo borroso, pero sigo acercándome a ti. Tú vuelves hacia la orilla, caminas directa hacia mí. Cuando tus ojos se cruzan con los míos, interrumpes el paso, tu cabeza se inclina hacia un lado, me escudriñas, pasas delante de mí y prosigues tu camino, como si yo no existiera.

Tu mirada era ausente, peor aún, no era tu mirada lo que he visto en tus ojos. Te has puesto la túnica, en silencio, como si de tu garganta no pudiera salir palabra alguna, y has vuelto hacia aquel que te ha escoltado hasta aquí. Tu compañero ha cogido la antorcha y habéis subido el sendero. Os he seguido sin que pudierais sospechar mi presencia; tan sólo una vez quizá, cuando un guijarro ha rodado bajo mi pie, el monje se ha dado la vuelta, pero habéis seguido caminando. Al llegar delante del monasterio, habéis bordeado la muralla y dejado atrás las grandes puertas; después he visto vuestras siluetas desaparecer en una zanja. La llama vacilaba y luego se ha apagado. He esperado cuanto he podido, muerto de frío. Por fin me he lanzado hacia el repliegue por el que habéis desaparecido, esperando encontrar ahí un pasadizo, pero no había más que una pequeña puerta de madera cerrada a cal y canto. Me he agachado un rato, hasta decidir qué hacer a continuación, y he vuelto a mi escondite en el lindero del bosque, como un animal.


Un poco más tarde, por la noche. Una sensación de ahogo me saca del letargo en el que me he sumido. Tengo los miembros entumecidos. La temperatura se ha desplomado. No consigo mover los dedos para deshacer el nudo que cierra mi bolsa y coger algo con lo que abrigarme. El agotamiento ralentiza mis gestos. Vuelven a mi memoria esas historias de alpinistas a los que la montaña acuna despacio antes de que se duerman para siempre. Estamos a cuatro mil metros, ¿cómo he sido tan insensato al pensar que podría sobrevivir a la noche? Voy a morir aquí, en un bosquecillo de avellanos y de olmos, del lado equivocado de una muralla, a pocos metros de ti. Dicen que, en el momento de morir, se abre ante ti un túnel oscuro al final del cual brilla una luz. Yo no veo nada de eso, mi único fulgor será el de haberte visto bañándote en el río.

En un último sobresalto de conciencia, siento que unas manos me agarran y me sacan de mi agujero. Tiran de mí, no consigo incorporarme, no consigo levantar la cabeza para ver quiénes me llevan a rastras. Me sujetan por los brazos, avanzamos por un sendero, y sé que pierdo el conocimiento muchas veces. La última imagen que recuerdo es la de una muralla y una gran puerta que se abre ante nosotros. Tal vez estés muerta y por fin me reúno contigo.

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