Londres

De vuelta en Londres tuvimos que esperar unos días hasta que nos concedieran el visado para Rusia. El talón que los administradores me habían otorgado tan generosamente para saldar las cuentas conmigo me permitía seguir financiando ese viaje. Keira se pasaba la mayor parte del tiempo en la biblioteca de la Academia; gracias a Walter, había conservado mi pase para entrar cuando quisiera. Dado que mi trabajo consistía principalmente en ir a buscarle en los estantes los libros que me pedía y devolverlos a su sitio cuando ya no los necesitaba, estaba empezando a aburrirme seriamente. Me cogí una tarde libre y me instalé frente al ordenador para retomar el contacto con dos amigos muy queridos a los que no había dado noticias mías desde hacía tiempo. A Erwan le mandé un enigma por correo electrónico. Sabía que, cuando lo descubriera, sólo ver mi nombre en el remitente ya le haría soltar una ristra de insultos. Sin duda se negaría a leerlo, pero antes de que anocheciera su curiosidad sería más fuerte que nada. Volvería a encender el ordenador y su naturaleza lo obligaría a pensar en la pregunta que le había hecho.

Nada más pulsar la tecla «enviar», cogí el teléfono y llamé a Martyn al observatorio de Jodrell.

Me sorprendió la frialdad con la que me contestó, esa manera de hablarme no era nada habitual en él. Con voz cortante me dijo que tenía mucho trabajo y colgó. Esa conversación frustrada me dejó muy mala impresión. Martyn y yo siempre habíamos mantenido una relación cordial, no exenta de complicidad incluso, y no acertaba a comprender su actitud. Quizá tuviera problemas personales que no quería compartir conmigo.

A las cinco de la tarde ya había puesto al día mi correspondencia, pagado las facturas atrasadas y comprado a mi vecina una caja de bombones para darle las gracias por todos los favores que me hacía al año, de modo que decidí acercarme al colmado de la esquina para llenar la nevera.

Estaba recorriendo los pasillos de la tienda cuando el gerente se acercó a mí, con el pretexto de reponer un estante de latas de conserva.

– No se vuelva, pero hay un tipo que lo observa desde la acera de enfrente.

– Perdón, ¿cómo dice?

– No es la primera vez, ya me fijé en él la última vez que vino usted por aquí. No sé en qué lío se habrá metido, pero confíe en mi experiencia, ese tío es un matón.

– ¿Cómo que un matón?

– Parece un poli, se comporta como un poli, pero no es un poli, créame, esa clase de tipo es pura escoria.

– ¿Cómo puede saberlo?

– Tengo primos entre rejas, nada grave, tráfico de mercancías que tuvieron la mala suerte de caerse del camión, ya sabe.

– Creo que se equivoca -le dije mientras miraba por encima de su hombro hacia la calle.

– Como quiera, pero si cambia de idea, mi trastero, al fondo de la tienda, está abierto. Una de las puertas da al patio. Desde allí puede pasar por el edificio de al lado y volver a salir por la calle trasera.

– Es muy amable por su parte.

– Con el tiempo que hace que compra usted aquí… No me gustaría perder un cliente tan fiel.

El comerciante volvió a su mostrador. Como quien no quiere la cosa, me acerqué a un expositor que había junto al escaparate, elegí un periódico y aproveché para echar un vistazo a la calle. El dueño de la tienda no se equivocaba, al volante de un coche aparcado en la acera de enfrente había un hombre, y sí, parecía estar vigilándome. Decidí despejar mis dudas. Salí y me fui derecho hacia él. Cuando ya estaba cruzando la calzada, oí rugir el motor de su berlina, y el tipo se alejó a toda velocidad.

Al otro lado de la calle, el dueño del colmado me estaba mirando y se encogió de hombros. Volví para pagar lo que había comprado.

– Tengo que reconocer que es bastante extraño -le dije, tendiéndole mi tarjeta de crédito.

– ¿No ha hecho nada ilegal últimamente? -me preguntó.

La pregunta me pareció bastante absurda, pero me la había hecho con tanta amabilidad que no me sentí ofendido.

– Pues que yo sepa, no -le contesté.

– Debería dejar la compra aquí y correr a su casa.

– ¿Y eso por qué?

– Ese tipo tenía pinta de estar vigilándolo, quizá para cubrir a algún compinche.

– ¿Cómo que para cubrir a algún compinche?

– Mientras usted está aquí, están seguros de que no está en otra parte, si entiende lo que quiero decir.

– ¿En qué otra parte?

– ¡Pues en su casa, por ejemplo!

– ¿Cree usted que…?

– ¿Que si sigue dándole a la húmeda así llegará demasiado tarde? ¡Y tanto que lo creo!

Cogí mi bolsa de la compra y volví a casa a toda prisa. Todo estaba tal y como lo había dejado al salir, no había rastro de que hubieran intentado forzar la cerradura, ni nada en el interior que pudiera corroborar las sospechas del tendero. Dejé la bolsa de la compra en la cocina y decidí ir a buscar a Keira a la Academia.


Keira se estiraba, bostezaba y se restregaba los ojos, signo de que ya había trabajado bastante por hoy. Cerró el libro que estaba estudiando y fue a dejarlo en su sitio en el estante. Salió de la biblioteca, pasó por el despacho de Walter para despedirse de él y se metió en el metro.


Cielo gris, llovizna, aceras mojadas y brillantes, la típica tarde invernal de Londres. La circulación era espantosa. Cuarenta y cinco minutos de atasco para llegar a mi destino, y otros diez para encontrar dónde aparcar. Estaba cerrando la puerta del coche cuando vi a Walter salir de la Academia. Él también me vio, cruzó la calle y vino a mi encuentro.

– ¿Tienes tiempo de ir a tomar una cervecita? -me preguntó.

– Paso por la biblioteca a recoger a Keira y nos vemos en el pub.

– Ah, lo dudo mucho, se ha marchado hará media hora, quizá un poco más.

– ¿Estás seguro?

– Ha pasado antes por mi despacho para despedirse, hemos estado charlando un momento. Bueno, qué, ¿qué me dices de esa cerveza?

Consulté mi reloj, era la peor hora para volver a cruzar Londres de un extremo a otro, llamaría a Keira en cuanto estuviéramos en el pub para avisarla de que volvería un poco más tarde.

El local estaba abarrotado, Walter se abrió paso a codazos hasta la barra; pidió dos pintas y me pasó una por encima del hombro de un hombre que había logrado abrirse hueco entre nosotros. Walter me llevó al fondo de la sala, donde justo en ese momento se estaba quedando libre una mesa. Nos acomodamos en medio de un estruendo de voces apenas soportable.

– ¿Qué tal vuestro viajecito a Escocia? -gritó Walter.

– Fantástico… si te gustan los arenques. ¡Creía que hacía frío en Atacama, pero en Yell era mucho peor, y con mucha más humedad además!

– ¿Y habéis encontrado lo que buscabais?

– Keira parecía muy contenta, algo es algo, pero me temo que pronto nos volveremos a marchar.

– Esta historia va a acabar arruinándote -gritó Walter.

– ¡Ya lo ha hecho!

Sentí que me vibraba el móvil en el fondo del bolsillo, lo cogí y me lo pegué al oído.

– ¿Has hurgado tú en mis cosas? -me preguntó Keira con una voz apenas audible.

– No, claro que no, ¿por qué haría algo así?

– ¿No has abierto mi bolso, estás seguro? -susurró.

– Acabas de preguntármelo, la respuesta sigue siendo no.

– ¿Habías dejado la luz encendida en la habitación?

– Tampoco. ¿Se puede saber qué pasa?

– Creo que no estoy sola en casa.

De pronto se me heló la sangre en las venas.

– ¡Sal de ahí, Keira! -grité-. Lárgate en seguida, corre al colmado que está en la esquina de Oíd Brompton, no te des la vuelta y espérame allí, ¿me oyes? Keira, ¿me oyes?

La comunicación se cortó; antes de que Walter tuviera tiempo de entender nada, crucé la sala del pub, empujando a todo el que se interponía en mi camino, y me precipité a la calle. Había un taxi encajonado en un atasco, y una moto estaba a punto de adelantarlo. Me lancé casi bajo las ruedas y obligué al motorista a detenerse. Le expliqué que se trataba de una cuestión de vida o muerte y prometí recompensarle si me llevaba en seguida al cruce entre Old Brompton y Cresswell Garden; me dijo que subiera, metió una marcha y aceleró.

Las calles desfilaban a toda velocidad, Old Marylebone, Edgware Road, Marble Arch, el cruce estaba abarrotado de gente, los autobuses y los taxis parecían atrapados en una partida de dominó inextricable. Mi piloto se subió a la acera. No había tenido muchas ocasiones en mi vida de ir en moto, pero trataba de acompañarlo lo mejor que podía cuando tomábamos las curvas. Fueron diez minutos interminables a toda velocidad por las calles de Londres: cruzamos Hyde Park bajo un aguacero, subimos por Carriage Drive entre dos filas de coches, a veces rozábamos las carrocerías con las rodillas. Serpentine, Exhibition Road, la glorieta de la estación de metro de South Kensington, por fin se veía a lo lejos Oíd Brompton, más atascada aún que las otras avenidas por las que acabábamos de pasar. En el cruce de Queens Gate Mews, el motorista aceleró aún más y pasó cuando se estaba poniendo en ámbar. Una camioneta se adelantó sin esperar a que se pusiera en verde, el choque parecía inevitable. La moto se tumbó sobre la calzada, el piloto se agarró al manillar con todas sus fuerzas, y yo salí despedido como una peonza hacia la acera. Fue una impresión fugaz, pero me pareció ver los rostros inmóviles de los viandantes, testigos aterrados de la escena. Por suerte, mi trayectoria finalizó, sin tener que lamentar grandes daños, contra los neumáticos de un camión aparcado. Sacudido pero intacto, me levanté del suelo; el motorista también se había puesto de pie e intentaba levantar su moto. Tuve el tiempo justo de darle las gracias con un gesto, mi callejuela estaba todavía a cien metros de allí. Grité para que la gente se apartara y empujé a una pareja que me cubrió de insultos. Por fin vi el colmado y recé por que Keira estuviera esperándome dentro.

El dueño se sobresaltó al verme surgir así en su tienda, empapado en sudor y jadeante. Tuve que repetir dos veces lo que quería para que lograra entenderme. Era inútil esperar su respuesta, sólo había una cliente y estaba al fondo de la tienda; recorrí el pasillo a paso rápido y la abracé con ternura. La chica soltó un grito y me dio dos sonoras bofetadas, tal vez tres, no me dio tiempo a contarlas. El dueño de la tienda descolgó el teléfono, y al salir del colmado le pedí que llamara a la policía para que fuera lo antes posible al 24 de Cresswell Place.

Allí estaba Keira, sentada en el parapeto delante de la puerta de mi casa.

– ¿Qué te pasa? Tienes las mejillas muy coloradas. ¿Te has pegado una torta? -me preguntó.

– Más bien me la han pegado a mí -contesté.

– Tienes la chaqueta hecha jirones. Pero ¿se puede saber qué te ha pasado?

– Justo iba a hacerte a ti la misma pregunta.

– Me temo que hemos tenido visita durante nuestra ausencia -dijo Keira-. He encontrado mi bolso, abierto, en el salón; el ladrón seguía dentro cuando he llegado, he oído pasos en el piso de arriba.

– ¿Lo has visto salir?

Un coche de policía aparcó delante de nosotros y de él salieron dos agentes. Les expliqué que teníamos motivos para pensar que había un ladrón dentro de mi casa. Nos ordenaron que nos mantuviéramos a distancia y entraron a comprobarlo.

Los policías salieron solos unos minutos más tarde. Si de verdad había entrado un ladrón en mi casa, había debido de escapar por el jardín. La primera planta no es muy alta en estas casitas antiguas, apenas dos metros, y una gruesa capa de césped bajo la ventana habría amortiguado su caída. Pensé en la puerta trasera, que todavía no había arreglado. Seguramente el ladrón habría entrado por allí.

Había que hacer inventario de lo que faltaba y volver a la comisaría para firmar la denuncia. Los policías me prometieron patrullar por las inmediaciones de mi casa y mantenerme informado si detenían a alguien.

Keira y yo inspeccionamos cada habitación. Mi colección de cámaras de fotos estaba intacta; la cartera, que siempre dejo en el vestíbulo, seguía en su lugar habitual, todo estaba en su sitio. Cuando estaba comprobando mi habitación, Keira me llamó desde la planta baja.

– La puerta del jardín está cerrada con llave -me dijo-. La cerré yo misma anoche. Entonces, ¿cómo habrá entrado este tipo?

– ¿Estás segura de que había alguien en casa?

– A menos que haya fantasmas, estoy totalmente segura.

– Entonces, ¿por dónde habrá entrado este misterioso ladrón?

– ¡Y yo qué sé, Adrian!

Le prometí a Keira que nada volvería a interrumpir la cenita romántica que no habíamos podido disfrutar la noche anterior. Lo importante era que no le hubiera pasado nada a ella, pero estaba preocupado. Volvían a mi mente malos recuerdos de China. Llamé a Walter para compartir con él mis preocupaciones, pero no pude hablar con mi amigo, la línea estaba ocupada.

Загрузка...