Ivory caminaba nervioso de un extremo a otro del salón de su casa. No tenía visos de ganar esa partida de ajedrez, y Vackeers acababa de mover el caballo, poniendo en peligro su reina. Se acercó a la ventana, apartó la cortina y contempló el bateau-mouche que bajaba por el Sena.
– ¿Quiere que hablemos de ello? -preguntó Vackeers.
– ¿Hablar de qué? -contestó Ivory.
– De lo que tanto lo preocupa.
– ¿Parezco preocupado?
– Su manera de jugar lo da a entender, a menos que quiera dejarme ganar. En ese caso, la ostentación con la que me ofrece esta victoria resulta casi insultante, preferiría que me contara lo que lo tiene tan inquieto.
– Nada, no dormí mucho anoche. Y pensar que antes podía pasarme dos noches seguidas sin dormir… ¿Qué le hemos hecho a Dios para merecer tan cruel castigo como es envejecer?
– No es mi intención halagarnos pero, en lo que a ambos respecta, pienso que Dios se ha mostrado bastante clemente.
– No me lo tenga en cuenta, pero tal vez sería preferible poner fin a esta velada. De todas formas, en cuatro movimientos me habría ganado.
– ¡En tres! Está usted, pues, más preocupado de lo que suponía, pero no quiero presionarlo. Soy su amigo, me contará lo que lo preocupa cuando le apetezca.
Vackeers se levantó y se dirigió al vestíbulo. Se puso la gabardina y se volvió. Ivory seguía mirando por la ventana.
– Regreso mañana a Amsterdam, venga a pasar unos días, el frescor de los canales tal vez lo ayude a combatir su insomnio. Será usted mi invitado.
– Creía que era mejor que no se nos viera juntos.
– El tema está zanjado, ya no hay razón para jugar a esos juegos tan complicados. Y deje de culparse de esa manera, no es usted responsable. Tendríamos que habernos figurado que sir Ashton actuaría por su cuenta. Siento tanto como usted que esta historia haya terminado así, pero no es culpa suya.
– Todo el mundo veía venir que sir Ashton intervendría tarde o temprano, y esta hipocresía les convenía a todos ustedes. Lo sabe tan bien como yo.
– Le prometo, Ivory, que si yo hubiera sospechado que recurriría a esos métodos tan expeditivos habría hecho lo que obrase en mi poder para impedírselo.
– ¿Y qué obraba en su poder?
Vackeers miró fijamente a Ivory y luego bajó la mirada.
– Mi invitación a Amsterdam sigue en pie, venga cuando quiera. Una última cosa: prefiero que no tengamos en cuenta la partida de esta noche en nuestro registro de puntuaciones. Buenas noches, Ivory.
Ivory no contestó. Vackeers cerró la puerta del apartamento, entró en el ascensor y pulsó el botón de la planta baja. Sus pasos resonaron sobre las baldosas del vestíbulo, tiró de la pesada puerta cochera y cruzó la calle.
Hacía una noche agradable, Vackeers tomó por el quai de Orleans y se volvió para mirar la fachada del edificio; en la quinta planta, las luces del salón de Ivory acababan de apagarse. Se encogió de hombros y siguió su paseo. Cuando dobló la esquina de la calle Le Regrattier, dos rápidas ráfagas lo guiaron hacia un Citroën aparcado junto a la acera. Vackeers abrió la puerta y se acomodó en el asiento del copiloto. El conductor llevó la mano a la llave de contacto, pero Vackeers lo interrumpió.
– Esperemos un momento, si no le importa.
Los dos hombres guardaron silencio. El que estaba al volante se sacó una cajetilla de tabaco del bolsillo, se llevó un cigarro a los labios y encendió una cerilla.
– ¿Qué le interesa tanto como para que nos quedemos aquí?
– Esa cabina, la que tenemos delante.
– Pero ¿qué dice? No hay ninguna cabina por aquí.
– Haga el favor de apagar su cigarrillo.
– ¿De repente le molesta el tabaco?
– El tabaco no, pero la punta incandescente de su cigarrillo, sí.
Un hombre avanzaba por el muelle y se acodó en el parapeto.
– ¿Es Ivory? -preguntó el conductor de Vackeers.
– ¡No, el papa!
– ¿Habla solo?
– Habla por teléfono.
– ¿Con quién?
– ¿Usted es así de tonto o se lo hace? Si sale de su casa en plena noche para llamar desde la calle, seguramente lo hace para que nadie sepa con quién habla.
– Entonces ¿de qué sirve que nos quedemos aquí vigilándolo si no podemos escuchar su conversación?
– Me sirve a mí para comprobar una intuición.
– ¿Y podemos irnos ya, ahora que la ha comprobado?
– No, lo que va a ocurrir a continuación también me interesa.
– Ah, ¿porque tiene usted una idea de lo que va a ocurrir a continuación?
– ¡Cuánto habla usted, Lorenzo! En cuanto cuelgue, tirará la tarjeta de su móvil al Sena.
– ¿Y piensa arrojarse al río para recuperarla?
– Mi pobre amigo, de verdad es usted tonto de capirote.
– ¿Y si en lugar de insultarme me explica usted a qué estamos esperando?
– Ahora mismo lo descubrirá.