Nos fuimos a primera hora de la mañana. Keira se caía de sueño. Se quedó dormida en el taxi y tuve que sacudirla para despertarla cuando llegamos al aeropuerto de Heathrow.
– Cada vez me gusta menos el avión -dijo mientras el aparato levantaba el vuelo.
– Vaya, pues es fatal para una exploradora, ¿piensas llegar al Ártico a pie?
– Siempre se puede ir en barco…
– ¿En invierno?
– Déjame dormir.
Teníamos tres horas de escala en Glasgow. Me hubiera gustado llevar a Keira a visitar la ciudad, pero el clima no acompañaba en absoluto. Le preocupaba que pudiéramos despegar en condiciones meteorológicas que se anunciaban cada vez más desfavorables. El cielo se estaba poniendo negro, gruesos nubarrones oscurecían el horizonte. Cada hora, la megafonía anunciaba nuevos retrasos e invitaba a los pasajeros a tener paciencia. Una tormenta impresionante anegó la pista, la mayor parte de los vuelos estaban anulados, pero el nuestro era de los pocos que seguían aún anunciados en las pantallas de salidas.
– ¿Cuántas probabilidades crees que tenemos de que ese anciano nos reciba? -le pregunté cuando cerraron el quiosco de bebidas.
– ¿Cuántas probabilidades crees que tenemos de llegar sanos y salvos a las Shetland? -me preguntó a su vez Keira.
– No creo que nos hagan correr riesgos innecesarios.
– Tu confianza en el ser humano me fascina -contestó Keira.
La tormenta se alejaba; aprovechando una corta tregua, una azafata nos pidió que nos apresurásemos a ir a la puerta de embarque. Keira enfiló a regañadientes la pasarela hacia el avión.
– Mira -le dije, señalando a través de la ventanilla-, hay un claro en la tormenta, volaremos entre las nubes y nos evitaremos todo el follón.
– ¿Y tu claro nos seguirá hasta el punto donde habrá que volver a bajar a tierra?
El lado positivo de las turbulencias que nos sacudieron durante los cincuenta y cinco minutos que duró el vuelo fue que Keira no se soltó de mi brazo.
Llegamos al archipiélago de las Shetland a media tarde, bajo un aguacero. La agencia me había aconsejado que alquilara un coche en el aeropuerto. Recorrimos sesenta millas atravesando llanuras donde pastaban rebaños de ovejas. Como los animales viven en libertad, los ganaderos tienen la costumbre de teñir la lana de las cabezas que son suyas para distinguirlas de las de sus vecinos. Ello da a estos campos unos colores preciosos que contrastan con el gris del cielo. En Toft subimos a bordo del ferry que llevaba a Ulsta, un pueblecito en la costa oriental de Yell; en el resto de la isla no hay prácticamente más que aldeas aisladas.
Yo había preparado bien el viaje, y una habitación nos esperaba en el Bed and Breakfast de Burravoe, el único de toda la isla, me parece.
El Bed and Breakfast en cuestión era una granja con una habitación que los dueños ponían a disposición de los escasos visitantes que venían a perderse por allí.
Yell es una de esas islas perdidas en un rincón del mundo, una landa de tierra de 35 kilómetros de largo y apenas 12 de ancho. En ella viven 957 personas exactamente, cada nacimiento y cada fallecimiento afecta de manera sensible a la demografía del lugar. Abundan aquí las nutrias, las focas grises y los estorninos del Ártico.
En cuanto a la pareja de ganaderos que nos recibió, parecían ambos encantadores, pero su acento no me permitía entender bien del todo su conversación. Nos sirvieron la cena a las seis, y a las siete Keira y yo ya estábamos en la habitación, con unas velas como única fuente de luz. Fuera, el viento soplaba en ráfagas, las persianas golpeaban contra la pared de la casa, las aspas de un molino de viento oxidado chirriaban y la lluvia se abatió sobre los cristales de las ventanas. Keira se acurrucó contra mí, pero no había ninguna posibilidad de que hiciéramos el amor esa noche.
Por la mañana me alegré de habernos ido tan pronto a la cama porque nos despertamos muy temprano. Balidos de oveja, gruñidos de cerdo, cacareo de aves de corral de todo tipo, sólo faltaba el mugido de una vaca para completar el cuadro, pero los huevos, el beicon y la leche de oveja que nos sirvieron para desayunar tenían un sabor del que, por desgracia, nunca he podido volver a disfrutar. La granjera nos preguntó qué nos traía por allí.
– Hemos venido a visitar a un antropólogo que se ha retirado a esta isla, un tal Yann Thornsten, ¿lo conoce? -le preguntó Keira.
La granjera se encogió de hombros y salió de la cocina. Keira y yo nos miramos, desconcertados.
– ¿Me preguntaste ayer qué probabilidades teníamos de que este tipo nos recibiera? Pues acabo de reducir aún más mi pronóstico -le dije en voz baja.
Cuando terminamos de desayunar, me dirigí al establo para ver al marido de nuestra granjera. Cuando le pregunté por Yann Thornsten, el hombre hizo una mueca.
– ¿Espera su visita?
– Pues no exactamente.
– Entonces los recibirá a tiros. El holandés es una mala persona, nunca habla, ni siquiera te da los buenos días, es un tipo huraño y solitario. Cuando viene al pueblo, una vez a la semana, para hacer la compra, no habla con nadie. Hace dos años, la familia que vive en la granja vecina a la suya tuvo un problema. La mujer dio a luz en plena noche, y hubo complicaciones en el parto. Había que ir a buscar al médico, y el coche de su marido no quería arrancar. El hombre cruzó la landa para pedirle ayuda, un kilómetro bajo la lluvia, y el holandés le disparó con su escopeta. El bebé no sobrevivió. Hágame caso, es una mala persona. El día que lo lleven al cementerio, en su entierro no estarán más que el cura y el carpintero.
– ¿Por qué el carpintero? -quise saber.
– Porque el coche fúnebre es suyo, y lo tira su caballo.
Le relaté mi conversación a Keira, y decidimos ir a dar un paseo por la costa para pensar en una estrategia de acercamiento.
– Iré yo sola -declaró Keira.
– ¡Sí, hombre, ni hablar!
– No disparará a una mujer, no tiene ninguna razón para sentirse amenazado. Mira, las historias de mala vecindad abundan en las islas, seguro que este hombre no es el monstruo que todos dicen que es. Conozco a más de uno que dispararía a una silueta que se acercara a su casa en mitad de la noche.
– ¡Pues vaya gente conoces tú!
– Déjame delante de su propiedad y luego ya seguiré a pie.
– ¡Ni hablar!
– No me disparará, créeme. Me da más miedo el vuelo de vuelta que conocer a ese hombre.
Mientras paseábamos, seguimos intercambiando argumentos. Caminábamos bordeando el acantilado y descubrimos calitas salvajes. Keira se encaprichó de una nutria; el animal no rehuía el contacto humano, al contrario, hasta parecía divertirle nuestra presencia pues nos seguía a unos cuantos metros de distancia. A fuerza de jugar, nos hizo andar durante más de una hora; el viento era gélido, pero no llovía, y el paseo resultaba agradable. Por el camino nos cruzamos con un hombre que volvía de pescar. Le pedimos que nos indicara cómo llegar.
Su acento era aún peor que el de los granjeros.
– ¿Adonde van? -masculló.
– A Burravoe.
– Está a una hora de camino, a su espalda -dijo, alejándose.
Keira me dejó allí plantado y lo siguió.
– Es una bonita región -le dijo al alcanzarlo.
– Si usted lo dice -contestó el hombre.
– Pero me imagino que los inviernos serán duros -prosiguió ella.
– ¿Tiene muchas más tonterías como ésas que decirme? Quiero ir a prepararme la comida.
– ¿Señor Thornsten?
– No conozco a nadie con ese nombre -contestó el hombre, apretando el paso.
– No hay mucha gente en esta isla, me cuesta creerlo.
– Crea lo que le dé la gana y déjeme en paz. Querían que les indicara el camino, ya le he dicho que le están dando la espalda, de modo que den media vuelta y estarán en la dirección adecuada.
– Soy arqueóloga. Hemos venido desde muy lejos para verlo.
– Me trae sin cuidado que sea usted arqueóloga o no, ya le he dicho que no conozco a ningún Thornsten.
– Sólo le pido que me dedique unas horas. He leído sus investigaciones sobre las grandes migraciones del paleolítico y necesito que me ilumine sobre el tema.
El hombre se detuvo y miró a Keira de arriba abajo.
– Tiene usted toda la pinta de alguien que sólo sabe hacer perder el tiempo a la gente, y a mí no me gusta que me hagan perder el tiempo.
– Y usted tiene toda la pinta de un amargado y un antipático.
– Estoy de acuerdo con usted -respondió el hombre, sonriendo-, razón de más para que no nos conozcamos. ¿En qué lengua tengo que decirle que me deje en paz?
– ¡Inténtelo en holandés! Me imagino que poca gente de por aquí tiene un acento como el suyo.
El hombre le dio la espalda a Keira y se alejó. Ella lo siguió y no tardó en alcanzarlo.
– Es usted un terco, pero me da igual, lo seguiré hasta su casa si es necesario. ¿Qué hará cuando lleguemos a la puerta, me echará de ahí a tiros?
– ¿Eso se lo han contado los granjeros de Burravoe? No crea todas las tonterías que oiga en esta isla, aquí la gente se mete mucho conmigo, ya no saben qué inventar.
– Lo único que me interesa -prosiguió Keira-, es lo que puede usted contarme, nada más.
Por primera vez, el hombre pareció interesarse por mí. Hizo caso omiso de Keira por un momento y se volvió hacia mí.
– ¿Siempre es así de pelma, o es que hoy estoy de suerte?
Yo no lo habría formulado así, pero me contenté con sonreír y le confirmé que Keira era de naturaleza bastante tenaz.
– ¿Y usted qué hace en la vida aparte de seguirla?
– Soy astrofísico.
Su mirada cambió de pronto; sus ojos, de un azul profundo, se abrieron un poco más.
– Me gustan mucho las estrellas -dijo bajito-, en el pasado me guiaron…
Thornsten se miró la puntera de los zapatos y mandó una piedra lejos de una patada.
– Me imagino que a usted también deben de gustarle, si ésa es su profesión, ¿no? -añadió.
– Me imagino que sí -le contesté.
– Síganme, vivo al final del camino. Les ofrezco algo de beber a cambio de que me hable un poco del cielo, y luego me dejan en paz, ¿trato hecho?
Nos estrechamos la mano y sellamos así el pacto.
Una alfombra raída sobre el suelo de madera, una vieja butaca delante de la chimenea, en una pared, dos librerías que reventaban de libros y de polvo, en un rincón, una cama de hierro cubierta por una vieja colcha de retales, una lámpara y una mesita de noche, en eso consistía la habitación principal de su humilde vivienda. El hombre nos acomodó a la mesa de su cocina; nos ofreció un café sin leche, de un amargor tan intenso como su color, que era negro negrísimo. Encendió un cigarro de papel de maíz y nos miró a los dos fijamente.
– ¿Qué es lo que han venido a buscar exactamente? -dijo, y apagó la cerilla de un soplo.
– Información sobre las primeras migraciones humanas que transitaron por la zona del Ártico para llegar hasta América.
– Esos flujos migratorios son muy polémicos; la población del continente americano es mucho más compleja de lo que parece. Pero todo eso está en los libros, no necesitaban desplazarse hasta aquí.
– ¿Cree usted posible -prosiguió Keira- que un grupo de personas pudiera abandonar la cuenca mediterránea para llegar hasta el estrecho de Bering y el mar de Beaufort pasando por el Polo?
– Menudo paseíto -se burló Thornsten-, Y según usted, ¿hicieron el viaje en avión?
– No hace falta que me hable con tanto desprecio, sólo le pido que responda a mi pregunta.
– ¿Y en qué época habría tenido lugar esa epopeya, según usted?
– Entre cuatro y cinco mil años antes de nuestra era.
– Nunca había oído hablar de eso, ¿por qué en ese período en concreto?
– Porque es el que me interesa.
– Los glaciares eran más abundantes que ahora, y el océano, mucho más pequeño; desplazándose en las épocas del año más favorables, sí, habría sido posible. Y ahora, pongamos las cartas sobre la mesa, dice haber leído mis investigaciones, no sé cómo habrá hecho tal prodigio porque publiqué muy poco y es usted demasiado joven para haber asistido a alguna de las escasísimas conferencias que di sobre el tema. Si de verdad se ha interesado por mis escritos, entonces me ha hecho una pregunta cuya respuesta ya conocía antes de venir, puesto que ésas son precisamente las teorías que yo defendí. Me valieron que se me expulsara de la Sociedad de Arqueología; de modo que me toca a mí ahora hacerle a usted dos preguntas: ¿qué ha venido a buscar de verdad hasta mi casa y con qué objetivo?
Keira se tomó el café de un tirón.
– De acuerdo -convino-, pongamos las cartas sobre la mesa. Nunca he leído ningún artículo suyo. Hasta la semana pasada ignoraba incluso la existencia de sus investigaciones. Un amigo mío que es profesor me aconsejó que viniera a verlo, me dijo que usted podría informarme sobre esas grandes migraciones que tanta polémica suscitan entre sus colegas de profesión. Pero yo siempre he seguido investigando vías que el resto de mis colegas habían descartado. Y hoy busco un camino por el que un grupo de hombres pudiera atravesar la región del Ártico en los milenios IV o V antes de nuestra era.
– ¿Por qué habría emprendido ese viaje ese grupo de personas? -preguntó Thornsten-, ¿Qué les habría empujado a poner en peligro sus vidas? Ésa es la pregunta clave, joven, cuando pretende uno interesarse por las migraciones. El hombre sólo emigra por necesidad, porque tiene hambre o sed, porque lo persiguen, es su instinto de supervivencia lo que lo empuja a desplazarse. Usted, por ejemplo, ha abandonado la comodidad de su hogar para venir a este agujero perdido porque necesitaba algo, ¿no es así?
Keira me miró, buscando en mis ojos la respuesta a una pregunta que yo adivinaba. ¿Debíamos sí o no confiar en este hombre, asumir el riesgo de enseñarle nuestros fragmentos, reunirlos de nuevo para que asistiera al fenómeno? Yo ya me había fijado en que, cada vez que lo hacíamos, la intensidad de su color azul disminuía. Prefería no malgastar la energía y me parecía que, cuanta menos gente estuviera al corriente de lo que tratábamos de descubrir, mejor sería. Le hice un gesto con la cabeza que ella comprendió y se volvió hacia Thornsten.
– ¿Y bien? -insistió éste.
– Para llevar un mensaje -contestó Keira.
– ¿Qué clase de mensaje?
– Una información importante.
– ¿Y a quién?
– A los magisterios de las civilizaciones establecidas en cada uno de los grandes continentes.
– ¿Y cómo habrían podido adivinar que a tan grandes distancias existían otras civilizaciones aparte de las suyas?
– No podían tener ninguna certeza, claro, pero no conozco explorador que sepa, en el momento de marchar, lo que encontrará al llegar. Sin embargo, aquellos en los que estoy pensando se habían cruzado con suficientes pueblos diferentes del suyo para suponer que existían otros que vivían en tierras lejanas. Ya tengo la prueba de que tres viajes de esa índole se llevaron a cabo en la misma época, y que abarcaron distancias considerables. Uno hacia el sur, otro hacia el este, hasta China, y un tercero hacia el oeste. Sólo queda demostrar que hubo otro hacia el norte para confirmar mi teoría.
– ¿De verdad tiene la prueba de que existieron tales viajes? -preguntó Thornsten, receloso.
Su voz había cambiado. Acercó su silla a Keira y apoyó la mano en la mesa, arañando la madera con las uñas.
– No le mentiría -afirmó Keira.
– ¿Quiere decir que no me mentiría dos veces seguidas?
– Antes es que quería ganarme su confianza, dicen que no es fácil acercarse a usted.
– ¡Vivo recluido, pero no soy un animal!
Thornsten miró a Keira fijamente. Sus ojos estaban rodeados de arrugas y su mirada era tan profunda que resultaba difícil sostenerla; se levantó y nos dejó solos un momento.
– Después hablaremos de sus estrellas, no he olvidado nuestro trato -gritó desde el salón.
Volvió con un largo tubo del que sacó un mapa que extendió sobre la mesa. Sujetó las esquinas, que buscaban volver a enrollarse, con nuestras tazas de café y un cenicero.
– Veamos -dijo, y señaló el norte de Rusia sobre el gran planisferio-. Si ese viaje existió de verdad, sus mensajeros pudieron optar entre varios caminos. Uno, subiendo por Mongolia y Rusia para llegar hasta el estrecho de Bering, como sugería usted misma. En esa época, los pueblos sumerios ya sabían fabricar embarcaciones lo bastante resistentes como para poder seguir la ruta de los icebergs y llegar hasta el mar de Beaufort, pero nada demuestra que lo hicieran. Otro camino posible sería pasando por Noruega, las islas Feroe, Islandia, y luego, cruzando o bordeando la costa de Groenlandia y la bahía de Baffin, podrían haber llegado al mar de Beaufort. Siempre y cuando hubieran sobrevivido a temperaturas polares y se hubieran alimentado pescando por el camino sin ser ellos mismos alimento de los osos, pero todo es posible.
– ¿Posible o plausible? -insistió Keira.
– Defendí la tesis de que, más de veinte mil años antes de nuestra era, grupos de hombres caucásicos emprendieron viajes así; también sostuve que la civilización de los sumerios no apareció en las orillas del Tigris y del Éufrates simplemente porque hubieran aprendido a almacenar espelta, y nadie me creyó.
– ¿Por qué me habla de los sumerios? -quiso saber Keira.
– Porque esa civilización es una de las primeras, si no la primera, en haber elaborado la escritura, una de las primeras en haberse dotado de una herramienta que les permitiera escribir su lengua. Con la escritura, los sumerios inventaron la arquitectura y construyeron barcos dignos de ese nombre. Busca pruebas de un gran viaje que tuvo lugar hace milenios, ¿y espera dar con ellas como por encanto, como si Pulgarcito hubiera dejado un rastro de pequeñas piedras? Su ingenuidad resulta insultante. Sea lo que sea lo que de verdad busca, si ha existido, es en los textos donde encontrará rastro de ello. ¿Quiere ahora que le cuente algo más o todavía tiene intención de interrumpirme para no decir nada?
Tomé la mano de Keira y la estreché entre las mías, era mi manera de suplicarle que lo dejara proseguir su relato.
– Algunos sostienen que los sumerios dejaron de ser nómadas y se instalaron a orillas del Tigris y del Éufrates porque la espelta crecía allí en abundancia y porque habían aprendido a almacenar este cereal. Podían conservar las cosechas que los alimentarían durante las estaciones frías e infértiles, y ya no necesitaban vivir como nómadas para conseguir el alimento cotidiano. Es lo que le explicaba antes, el hecho de que un pueblo se haga sedentario da fe de que el hombre pasa del estado de supervivencia al estado de vida a secas. Y en cuanto se hace sedentario empieza a mejorar su vida cotidiana; es entonces, y sólo entonces, cuando empiezan a evolucionar las civilizaciones. Si un incidente geográfico o climático destruye este orden, si el hombre no encuentra ya su pan cotidiano, entonces de inmediato vuelve a ponerse en camino. Éxodos o migraciones, se trata de la misma lucha, el mismo motivo: la eterna supervivencia de la especie. Pero los conocimientos de los sumerios estaban ya muy desarrollados como para que se tratara de simples granjeros que de pronto se hubieran vuelto sedentarios. Avancé la teoría según la cual su civilización, notablemente evolucionada, nació de la reunión de varios grupos, portador cada uno de su propia cultura. Unos procedían del subcontinente indio, otros llegaron por el mar bordeando el litoral iraní y, por último, un tercer grupo vino de Asia Menor. Azov, Negro, Egeo y Mediterráneo, esos mares no estaban nada lejos unos de otros, cuando no se comunicaban entre sí. Todos esos emigrantes se unieron para fundar esa extraordinaria civilización. ¡Si pudo un pueblo emprender el viaje del que me habla, sólo pudo ser éste! Y, si así fue, entonces tienen que haberlo narrado. Encuentre las tablillas de esas escrituras y tendrá la prueba de que lo que busca existe.
– He disociado la tabla de las memorias… -dijo Keira en voz baja.
– ¿Qué dice? -preguntó Thornsten.
– Hemos encontrado un texto que empieza por esta frase: He disociado la tabla de las memorias.
– ¿Qué texto?
– Es una larga historia, pero fue redactado en lengua gueze y no sumeria.
– ¡Pero mire que es usted tonta! -exclamó Thornsten, dando un puñetazo en la mesa-. Eso no quiere decir que se retranscribiera en la misma época que el periplo del que me habla. ¡Nadie diría que ha estudiado usted en la universidad! Los relatos se transmiten de generación en generación, atraviesan fronteras, los pueblos los transforman y se los apropian. ¿Acaso desconoce usted la cantidad de préstamos de ese tipo que se dan tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento? Fragmentos de historias robadas a otras civilizaciones mucho más antiguas que el judaísmo o el cristianismo, que las adoptaron como si fueran propias. El arzobispo anglicano James Ussher, primado de Irlanda, publicó entre 1625 y 1656 una cronología que situaba el nacimiento del Universo el domingo 23 de octubre del año 4004 antes de Jesucristo. ¡Valiente tontería! Dios había creado el tiempo, el espacio, las galaxias, las estrellas, el Sol, la Tierra y los animales, el hombre y la mujer, el infierno y el paraíso. ¡La mujer creada a partir de una costilla del hombre!
Thornsten se echó a reír. Se levantó para ir a buscar una botella de vino, la descorchó, sirvió tres vasos y los dejó en la mesa. Se bebió el suyo de un trago y volvió a servirse en seguida.
– Si supieran la cantidad de cretinos que todavía creen que los hombres tienen una costilla menos que las mujeres, se reirían un rato… Y, sin embargo, esa fábula está inspirada en un poema sumerio, nació de un simple juego de palabras. La Biblia está llena de préstamos de ese tipo, entre ellos, el famoso diluvio y el arca de Noé, que no es sino otro relato escrito por los sumerios. Así que olvídese de los pelasgos, va desencaminada. Como mucho, no habrán sido más que un equipo de relevo en la carrera; ¡sólo los sumerios podrían haber concebido las embarcaciones capaces del periplo del que me habla, ellos lo inventaron todo! Los egipcios lo copiaron todo de ellos, la escritura, de la que se inspiraron para sus jeroglíficos, el arte naval y el de construir ciudades de ladrillo. Si el viaje del que me habla se llevó a cabo de verdad, ¡ahí fue donde empezó! -declaró Thornsten, señalando el Éufrates.
Se levantó y se dirigió al salón.
– Quédense aquí, voy a buscarles algo y en seguida vuelvo.
Durante el corto momento en que nos quedamos solos en la cocina, Keira se inclinó sobre el mapa y siguió con el dedo el curso del río. Sonrió y me confió en voz baja:
– Ahí es donde nace el shamal, en el lugar preciso que nos ha señalado Thornsten. Tiene gracia pensar que me echó del valle del Omo y ahora regreso a él.
– El batir de alas de la mariposa… -contesté, encogiéndome de hombros-. Si no hubiera soplado el shamal, efectivamente no estaríamos aquí ahora.
Thornsten volvió a la cocina con otro mapa que detallaba de manera más precisa el hemisferio norte.
– ¿Cuál era la posición real de los glaciares en esa época? ¿Qué vías se habían cerrado y cuáles se habían abierto? Todo esto no son más que suposiciones. Pero lo único que confirmará su teoría será encontrar pruebas de esos viajes, si no en el punto de llegada, al menos en el lugar donde sus mensajeros se detuvieron. Nada dice que alcanzaran su destino.
– ¿Cuál de esas dos vías tomaría usted si quisiera seguir su rastro?
– Me temo que rastros no deben de quedar muchos, a menos que…
– A menos que ¿qué? -pregunté yo.
Era la primera vez que me permitía participar en su conversación. Thornsten se volvió hacia mí, como si por fin hubiera reparado en mi presencia.
– Ha mencionado un primer viaje hasta China, los que allí llegaron quizá prosiguieron su camino hacia Mongolia, y, en ese caso, el camino más lógico habría sido subir hacia el lago Baikal. Desde allí les habría bastado dejarse llevar por la corriente del río Angará hasta su desembocadura en el río Yeniséi; su estuario está en el mar de Kara.
– ¡Así que era factible! -se entusiasmó Keira.
– Le aconsejo que vaya a Moscú. Preséntese en la Sociedad de Arqueología y trate de conseguir la dirección de un tal Vladenko Egorov. Es un viejo alcohólico que vive recluido, como yo, en una cabaña, en algún lugar cerca del lago Baikal, creo. Si dice que va de mi parte, y si le devuelve los cien dólares que le debo desde hace treinta años… quizá acepte recibirla.
Thornsten rebuscó en el bolsillo de su pantalón y sacó un billete de diez libras esterlinas arrugado.
– Tendrá que prestarme los cien dólares… Egorov es uno de los pocos arqueólogos rusos, vivos todavía, o al menos así lo espero, que pudo investigar, al amparo de su gobierno, en una época en que todo estaba prohibido. Dirigió durante varios años la Sociedad de Arqueología y sabe mucho más de lo que nunca ha querido reconocer. En tiempos de Kruchev no era bueno destacar demasiado, y mucho menos tener uno sus propias teorías sobre los orígenes de la población de la madre patria. Si alguna excavación reveló rastros del paso de sus mensajeros junto al mar de Kara, en el IV o el V milenio, él tiene que saberlo. No se me ocurre nadie más que él para decirle si está usted bien encaminada o no. Bueno, y ahora que ha anochecido -exclamó Thornsten, volviendo a dar un puñetazo en la mesa-, les voy a prestar algo de abrigo para que no se congelen y vamos a salir. El cielo está claro esta noche; hace mucho tiempo que observo estas malditas estrellas y a algunas me gustaría poder ponerles nombre de una vez.
Cogió dos parkas del perchero y nos las lanzó.
– Pónganse esto. Cuando hayamos terminado, ¡abriré unos tarros de arenques como nunca los han probado!
No se puede faltar a una promesa, mucho menos si estás en un rincón perdido del mundo y la única alma a diez kilómetros a la redonda se encuentra precisamente a tu lado y tiene una escopeta cargada.
– No me miren como si tuviera intención de llenarles el trasero de perdigones. Esta landa es salvaje, nunca se sabe con qué animales se puede cruzar uno de noche. De hecho, no se alejen de mí. ¡Vamos, mire ésa de ahí arriba, esa que tanto brilla, y dígame cómo se llama!
Estuvimos largo rato paseando de noche. De vez en cuando, Thornsten extendía el brazo y me señalaba una estrella, una constelación o una nebulosa. Yo se las nombraba, incluidas algunas que no podemos ver. Parecía feliz, ya no era el mismo hombre que el que nos habíamos encontrado por la tarde.
Los arenques no estaban tan malos, la pulpa de las patatas que asó en las brasas aplacó el ardor de la sal. Durante la cena, Thornsten no apartó los ojos de Keira; debía de hacer mucho tiempo que no entraba en su casa una mujer tan guapa, si es que alguna vez había recibido a alguna en ese lugar tan lejos de todo. Un poco más tarde, delante de la chimenea, mientras saboreábamos un licor que nos despellejó el paladar y la garganta, Thornsten volvió a inclinarse sobre el mapa que había extendido en la alfombra y le indicó a Keira con un gesto que se sentara a su lado en el suelo.
– ¡Dígame lo que está buscando de verdad!
Keira no le contestó. Thornsten le tomó las manos y observó sus palmas.
– La tierra no les ha hecho ningún regalo.
Él volvió las suyas para mostrarle las palmas.
– Éstas también excavaron hace mucho tiempo.
– ¿En qué parte del mundo excavó usted? -le preguntó Keira.
– Tanto da, de verdad fue hace mucho tiempo.
Ya tarde, nos llevó hasta su granero y nos indicó que montáramos en su camioneta. Nos dejó a doscientos metros de la granja en la que nos alojábamos. Llegamos a nuestra habitación sin hacer ruido, a la luz de un mechero que nos había vendido por cien dólares… ni uno más. Un viejo Zippo que valía al menos el doble, nos juró, antes de desearnos buen viaje.
Acababa de apagar la vela y trataba de entrar en calor entre las sábanas heladas y húmedas cuando Keira se volvió hacia mí para hacerme una extraña pregunta.
– ¿Recuerdas haberme oído mencionarle el pueblo de los pelasgos?
– No sé, quizá… ¿por qué?
– Porque antes de pedirnos que fuéramos a saldar sus deudas con su viejo amigo ruso, me ha dicho: «Olvídese de los pelasgos, va desencaminada.» Por más que repaso toda la conversación, estoy casi segura de no haberlos mencionado.
– Lo habrás hecho sin darte cuenta. Habéis hablado mucho rato.
– ¿Te has aburrido?
– No, en absoluto; es un tipo curioso, apasionante incluso. Lo que me hubiera gustado saber es por qué un holandés ha ido a exilarse a una isla tan apartada del norte de Escocia.
– A mí también. Tendríamos que habérselo preguntado.
– No creo que nos hubiera contestado.
Keira sintió un escalofrío y se acurrucó contra mí. Yo le daba vueltas a su pregunta. Por más que repasaba mentalmente su conversación con Thornsten, en efecto no veía en qué momento le había hablado Keira de los pelasgos. Pero eso ya no parecía inquietarla, su respiración se había hecho regular y dormía plácidamente.