Amsterdam

No había por así decir casi nadie esa mañana en ese cementerio, casi nadie para seguir el coche fúnebre que albergaba un largo féretro de madera brillante. Un hombre y una mujer caminaban despacio detrás. Ningún sacerdote oficiaba delante de la tumba, cuatro empleados municipales bajaron el ataúd con unas largas cuerdas. Cuando tocó el fondo, la mujer lanzó una rosa blanca y un puñado de tierra; el hombre que la acompañaba la imitó. Se despidieron, y cada uno se fue por su lado.


Londres

Sir Ashton reunió la serie de fotografías colocadas en hilera sobre su escritorio. Las guardó en un sobre y cerró la carpeta.

– Está muy guapa en estas fotos, Isabel. El luto le sienta de maravilla.

– Ivory no es tonto.

– Eso espero, se trataba de hacerle llegar un mensaje.

– Ashton, no sé si ha…

– ¡Le pedí que eligiera entre Vackeers y los dos científicos, y usted eligió al viejo! Ahora no me venga con reproches.

– ¿De verdad era necesario?

– ¡No entiendo que todavía pueda dudarlo siquiera! ¿Es que soy el único verdaderamente consciente de las consecuencias de sus actos? ¿Se da usted cuenta de lo que ocurriría si los dos protegidos de Ivory lograran sus fines? ¿No cree que lo que está en juego bien vale sacrificar los últimos años de un anciano?

– Ya lo sé, Ashton, ya me lo ha dicho.

– Isabel, no soy un viejo loco sanguinario, pero cuando lo exige la razón de Estado, no vacilo. Ninguno de nosotros, incluida usted, vacila. La decisión que hemos tomado tal vez salve muchas vidas, empezando por la de estos dos exploradores, si es que Ivory se decide por fin a renunciar. No me mire así, Isabel, nunca he actuado más que por el interés de la mayoría. Mi carrera tal vez no me abra las puertas del cielo, pero…

– Por favor, Ashton, no sea sarcàstico, hoy no. Yo apreciaba mucho a Vackeers, de verdad.

– Yo también lo apreciaba, aunque hayamos tenido algún encontronazo que otro en el pasado. Lo respetaba, y quiero pensar que este sacrificio, tan difícil para mí como para usted, dará el fruto que esperamos.

– Ivory parecía hundido ayer por la mañana, nunca lo había visto así, ha envejecido diez años en una sola noche.

– Si pudiera envejecer diez más y dejar esta vida, nos vendría muy bien a todos.

– Entonces, ¿por qué no haberlo sacrificado a él en lugar de a Vackeers?

– ¡Tengo mis razones!

– ¿No me diga que ha conseguido protegerse de usted? Yo que lo creía intocable…

– Si Ivory muriera, ello reforzaría la motivación de la arqueóloga. Es impetuosa y demasiado lista como para creer que fuera un accidente. No, estoy seguro de que ha elegido usted bien, hemos retirado de la partida el peón adecuado, pero se lo advierto, si luego el curso de los acontecimientos no le diera la razón, si prosiguieran las investigaciones, no necesito precisarle quién estaría a continuación en nuestra línea de mira.

– Estoy segura de que Ivory habrá comprendido el mensaje -suspiró Isabel.

– En caso contrario, usted, Isabel, sería la primera en saberlo, es la única en quien confía todavía.

– Nuestro numerito en Madrid estuvo bien.

– Le he permitido acceder a la presidencia del consejo, me lo debía, creo yo.

– No actúo por gratitud hacia usted, Ashton, sino porque comparto su punto de vista. Es demasiado pronto para que el mundo conozca la verdad, demasiado pronto. No estamos preparados.

Isabel cogió su bolso y se dirigió a la puerta.

– ¿Debemos recuperar el fragmento que nos pertenece? -preguntó antes de salir.

– No, está muy seguro allí donde se encuentra, quizá más aún incluso ahora que Vackeers ha muerto. Además, nadie sabe cómo acceder al lugar, que es lo que todos queríamos. Se ha llevado su secreto a la tumba, mejor que mejor.

Isabel asintió con la cabeza y se marchó. Mientras el mayordomo la acompañaba hasta la puerta del palacete de sir Ashton, su secretario entró en el despacho con un sobre en la mano. Ashton lo abrió y levantó la cabeza.

– ¿Cuándo han obtenido estos visados?

– Anteayer, señor, así que a estas horas ya deben de estar en el avión. Bueno, no -rectificó el secretario al consultar su reloj-, ya habrán aterrizado en Sheremetyevo.

– ¿Y cómo es que no nos han avisado antes?

– No lo sé, si lo desea puedo abrir una investigación. ¿Quiere que llame a su invitada si aún no ha salido de la casa?

– No, no es necesario. En cambio sí quiero que alerte a nuestros hombres allí. Los dos pajaritos no deben, en ningún caso, pasar de Moscú. Ya estoy más que harto. Que eliminen a la chica. Sin ella, el astrofísico es inofensivo.

– Después de la experiencia tan desagradable que tuvimos en China, ¿está seguro de querer actuar así?

– Si pudiera librarme de Ivory no lo dudaría ni un segundo, pero es imposible, y no estoy seguro de que eso zanjara definitivamente nuestro problema. Haga lo que le he pedido y diga a nuestros hombres que no escatimen medios. Esta vez prefiero la eficacia antes que la discreción.

– En ese caso, ¿debemos avisar a nuestros amigos rusos?

– De eso me ocupo yo.

El secretario se retiró.

Isabel dio las gracias al mayordomo por abrirle la puerta del taxi. Se volvió para admirar la majestuosa fachada de la residencia londinense de sir Ashton y le pidió al taxista que la llevara al aeropuerto de la City.

Sentado en un banco del pequeño parque situado justo en frente de la casa victoriana, Ivory siguió al taxi con la mirada mientras se alejaba. Había empezado a lloviznar, se apoyó en su paraguas para ponerse de pie y se marchó a su vez.

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