Había avisado a Walter de nuestra llegada. Vino a buscarnos a la estación de Saint Paneras; nos esperaba al pie de las escaleras mecánicas, vestido con su gabardina y con las manos a la espalda.
– No pareces de muy buen humor -le dije al verlo.
– ¡He dormido mal por culpa de alguien que yo me sé!
– Siento mucho haberte despertado.
– No tenéis buena cara ninguno de los dos -nos dijo, mirándonos con atención.
– Hemos pasado la noche en el avión, y estas últimas semanas no hemos parado. Bueno, qué, ¿nos vamos? -dijo Keira.
– He encontrado la dirección que me pedisteis -dijo Walter mientras nos llevaba a la cola de los taxis-. Al menos no me habréis quitado el sueño en vano, espero que valga la pena.
– ¿Ya no tienes tu cochecito? -le pregunté al subir al black cab.
– Yo, a diferencia de otros, y no miro a nadie -contestó-, sigo los consejos de mis amigos. Lo he vendido y os tengo preparada una sorpresa, pero eso ya lo veremos más tarde. Al número 10 de Hammersmith Grove -le dijo al taxista-. Vamos a la Sociedad Británica de Investigaciones Genéticas, es el lugar que buscabais.
Decidí guardar la nota de Ivory en lo más hondo de mi bolsillo y no enseñársela nunca a Walter…
– ¿Y bien? -prosiguió-, ¿Puedo saber lo que vamos a hacer allí? ¿Una prueba de paternidad tal vez?
Keira le enseñó la canica y Walter la observó con atención.
– Un objeto muy bonito -dijo-, ¿y qué es eso rojo que hay en el centro?
– Sangre -contestó Keira.
– ¡Puaj, qué asco!
Walter nos había conseguido una cita con el doctor Poincarno, responsable de la unidad de paleo-ADN. La Real Academia de las Ciencias abría muchas puertas, por qué no aprovecharlo, nos dijo con un tono burlón.
– Me he permitido precisarle quiénes erais y a qué os dedicabais. Tranquilos, no le he dado muchos detalles sobre la naturaleza de vuestras investigaciones, pero para obtener una entrevista con tan poco tiempo, he tenido que revelar que acababais de regresar de Etiopía con algo extraordinario que analizar. ¡No podía decir más porque Adrian se ha cuidado muy mucho de contarme nada!
– Se estaban cerrando las puertas de nuestro avión, tenía muy poco tiempo, y además me dio la impresión de que te había despertado…
Walter me lanzó una mirada asesina.
– ¿Me vais a decir lo que habéis descubierto en África o pretendéis que me muera sin saberlo? Con todo lo que hago por vosotros, digo yo que tengo derecho a estar un poco informado, ¿no? Al fin y al cabo, soy algo más que un simple mensajero, chófer, cartero…
– Hemos encontrado un esqueleto increíble -le dijo Keira, dándole una palmadita cariñosa en la rodilla.
– ¿Y por eso estáis tan nerviosos? ¿Por un montón de huesos? En una vida anterior os debisteis de reencarnar en perros. De hecho, Adrian, ahora que lo pienso, tienes un poco pinta de buldog, ¿no te parece, Keira?
– ¿Y yo de qué, Walter, de caniche? -le preguntó ésta, amenazándolo con su periódico.
– ¡No me hagas decir lo que no he dicho!
El taxi aparcó delante de la Sociedad Británica de Investigaciones Genéticas. El edificio, muy lujoso, era de arquitectura moderna. Largos pasillos daban acceso a salas de análisis llenas a rebosar de material y equipamiento. Pipetas, centrifugadoras, microscopios electrónicos, cámaras de refrigeración, la lista parecía no tener fin. Alrededor de todos esos medios tan modernos, una multitud de investigadores con batas rojas trabajaba en medio de un silencio impresionante. Poincarno nos llevó a visitar el laboratorio para explicarnos su funcionamiento.
– Nuestras investigaciones tienen múltiples utilidades científicas. Como decía Aristóteles: «Está vivo lo que se alimenta, crece y perece por sí solo», pero podríamos matizar: «Está vivo lo que encierra en sí programas, una suerte de software informático.» Un organismo debe poder desarrollarse evitando el desorden y la anarquía, y para construir algo coherente hace falta un plan. ¿Dónde esconde la vida el suyo? En el ADN. Abran cualquier núcleo de célula, encontrarán filamentos de ADN que contienen toda la información genética de una especie en un inmenso mensaje cifrado. El ADN es el soporte de la herencia genética. A base de lanzar ambiciosas campañas de recogida de muestras de células de distintas poblaciones del planeta hemos establecido vínculos de parentesco insospechados y seguido el rastro, a través de las épocas, de las grandes migraciones de la humanidad. El estudio del ADN de miles de individuos nos ha ayudado a descifrar el proceso de la evolución al hilo de sus migraciones. El ADN transmite una información de generación en generación, el programa evoluciona y nos hace evolucionar con él. Todos descendemos de un ser único, ¿verdad? Llegar hasta él es descubrir el origen de la vida. Los esquimales están genéticamente emparentados con los pueblos del norte de Siberia. Así podemos enseñarles a unos y otros desde donde partieron sus tatarabuelos… Pero también estudiamos el ADN de insectos o de plantas. Hace poco sacamos información de las hojas de un magnolio que tenía veinte millones de años. Actualmente sabemos extraer ADN de allí donde nadie imaginaría que pueda quedar la más mínima pizquita.
Keira se sacó la canica del bolsillo y se la tendió a Poincarno.
– ¿Es ámbar? -preguntó éste.
– No creo, más bien una resina artificial.
– ¿Cómo que artificial?
– Es una larga historia, ¿puede estudiar lo que hay dentro?
– Siempre y cuando consigamos penetrar la materia que lo envuelve. ¡Síganme! -dijo Poincarno, que miraba la canica, cada vez más intrigado.
El laboratorio estaba bañado en una penumbra rojiza. Poincarno encendió la luz, los neones del techo crepitaron. Se sentó en un taburete y colocó la canica entre los brazos de una minúscula tenaza. Con la hoja de un bisturí trató en vano de hender la superficie. Guardó la herramienta y la sustituyó por una punta de diamante que no pudo ni rayar siquiera la canica. Cambio de sala y de metodología; esta vez el doctor utilizó un láser para atacar la canica pero sin mejores resultados.
– Bueno -dijo-, ¡A grandes males, grandes remedios, síganme!
Pasamos a una cámara donde el doctor nos hizo vestir unos extraños monos. Tuvimos que cubrirnos de la cabeza a los pies con gafas, guantes y gorro; no asomaba un solo centímetro de piel.
– ¿Es que vamos a operar a alguien? -pregunté a través de la mascarilla.
– No, pero debemos evitar contaminar la muestra con la más mínima partícula de ADN ajeno al objeto que vamos a analizar, como podría ser el suyo, por ejemplo. Vamos a entrar en una cámara estéril.
Poincarno se sentó en un taburete ante un contenedor herméticamente cerrado. Colocó la canica en un primer compartimento que luego cerró. A continuación metió las manos en dos mangas de goma y maniobró desde el interior del compartimento para trasladar la esfera a la cámara del contenedor, después de limpiarla. La colocó sobre una peana y giró una pequeña válvula. Un líquido transparente invadió el compartimento.
– ¿Qué es eso? -quise saber.
– Nitrógeno líquido -contestó Keira.
– A una temperatura de menos 105,79 grados Celsius -añadió Poincarno-, La bajísima temperatura del nitrógeno líquido impide el funcionamiento de las enzimas que pueden degradar el ADN, el ARN o las proteínas que se busca extraer. Los guantes que utilizo son aislantes específicos para evitar quemaduras. La superficie de la canica no debería tardar en agrietarse.
Pero por desgracia no fue así. Poincarno, cada vez más intrigado, no tenía la más mínima intención de tirar la toalla.
– Voy a bajar radicalmente la temperatura utilizando helio 3. Este gas permite aproximarse al cero absoluto. Si su objeto resiste a este choque térmico, entonces renuncio, no me quedan más soluciones.
Poincarno hizo girar un pequeño grifo, pero no ocurrió nada aparente.
– El gas es invisible -nos dijo-. Esperemos unos segundos.
Walter, Keira y yo teníamos los ojos fijos en el cristal del contenedor y aguantábamos la respiración. Después de tantos esfuerzos, no podíamos resignarnos a permanecer impotentes ante la cáscara inexpugnable de un objeto tan pequeño. Pero, de pronto, un minúsculo impacto apareció en la pared translúcida. Una ínfima fractura agrietaba la canica. Poincarno acercó los ojos a las lentes del microscopio electrónico y manipuló una fina aguja.
– ¡Ya está, ya tengo la muestra! -exclamó, volviéndose hacia nosotros-. Vamos a poder realizar los análisis. Tardarán varias horas, los llamaré en cuanto tengamos resultados.
Lo dejamos en su laboratorio y volvimos a salir pasando por la cámara estéril, donde abandonamos nuestros monos y toda la demás parafernalia.
Le propuse a Keira que volviéramos a casa. Me recordó las advertencias de Ivory y me preguntó si me parecía prudente. Walter se ofreció a alojarnos, pero yo necesitaba una ducha y ponerme ropa limpia. Nos despedimos en la calle, Walter cogió el metro para ir a la Academia, y Keira y yo, un taxi en dirección a Cresswell Place.
La casa estaba llena de polvo, la nevera, tan vacía que había eco, y las sábanas del dormitorio, tal y como las habíamos dejado. Estábamos agotados y, tras tratar de poner un poco de orden, nos quedamos dormidos uno en brazos del otro.
El timbre del teléfono nos despertó, busqué el aparato a tientas y contesté a la llamada. Walter parecía agitadísimo.
– Pero bueno, ¿qué hacéis, dónde os habéis metido?
– Pues estábamos descansando, mira tú por dónde, nos has despertado. Estamos en paz.
– ¿Es que no habéis visto la hora que es? Llevo tres cuartos de hora esperándoos en el laboratorio, y os he llamado mil veces.
– No habré oído el móvil, ¿por qué tanta prisa?
– Pues no lo sé porque el doctor Poincarno se niega a decírmelo si no estáis vosotros presentes, pero me ha llamado a la Academia y me ha pedido que viniera al laboratorio urgentemente, así que vestíos y venid vosotros también.
Walter me colgó sin más explicaciones. Desperté a Keira y le dije que nos esperaban en el laboratorio y que era urgente. Se levantó de un salto, se vistió en un santiamén y ya me estaba esperando en la calle cuando yo aún seguía cerrando las ventanas de la casa. Eran alrededor de las siete de la tarde cuando llegamos a Hammersmith Grove. Poincarno recorría nervioso el vestíbulo desierto del laboratorio.
– Pues sí que han tardado -protestó entre dientes-, síganme hasta mi despacho, tenemos que hablar.
Nos indicó que nos sentáramos frente a una pared blanca, corrió las cortinas, apagó la luz y encendió un proyector.
La primera diapositiva que nos enseñó parecía una colonia de arañas apiñadas en su tela.
– Lo que he visto es totalmente absurdo y necesito saber si todo esto es una estafa de proporciones gigantescas o una broma de mal gusto. Esta mañana he aceptado recibirlos por sus méritos profesionales y por las recomendaciones de la Real Academia de las Ciencias, pero esto supera todos los límites, y no pienso poner en juego mi reputación por otorgar credibilidad ninguna a dos impostores que me hacen perder el tiempo.
A Keira y a mí nos costaba comprender la vehemencia de Poincarno.
– ¿Qué ha descubierto? -preguntó Keira.
– Antes de contestarle, dígame dónde encontró esta canica de resina y en qué circunstancias.
– En el fondo de una sepultura situada al norte del valle del Omo. Descansaba sobre el esternón de un esqueleto humano fosilizado.
– ¡Imposible, miente!
– Mire, doctor, yo tampoco quiero perder el tiempo, ¡si piensa que somos unos impostores, allá usted! Adrian es un astrofísico de reputación más que demostrada. En cuanto a mí, también tengo mis méritos, ¡así que haga el favor de decirnos de qué nos acusa!
– Señorita, podría tapizar las paredes de mi despacho con sus diplomas pero no le serviría de nada. ¿Qué ven en esta imagen? -dijo al mostrarnos otra diapositiva.
– Mitocondrias y filamentos de ADN.
– Sí, en efecto, de eso se trata exactamente.
– ¿Y dónde está el problema? -intervine yo.
– Hace veinte años logramos tomar una muestra y analizar el ADN de un gorgojo conservado en ámbar. El insecto venía del Líbano, había sido descubierto entre Jezzine y Dar el-Beida, donde había quedado atrapado en resina. La pasta, convertida en piedra, había conservado su integridad. Ese insecto tenía ciento treinta millones de años. Se imaginan ustedes todo lo que nos enseñó ese hallazgo que constituye, hasta la fecha, el testimonio más antiguo de un organismo complejo vivo.
– Me alegro mucho por ustedes -dije-, pero ¿qué tiene eso que ver con nosotros?
– Adrian tiene razón -intervino Walter-, sigo sin ver dónde está el problema.
– El problema, señores -prosiguió secamente Poincarno-, es que el ADN que me han pedido que analice es tres veces más antiguo, o al menos eso es lo que nos indica la espectroscopia. ¡Según ésta, tendría incluso cuatrocientos millones de años!
– ¡Pero eso es un descubrimiento fantástico! -dije, dejándome llevar por el entusiasmo.
– Eso mismo pensábamos nosotros a primera hora de la tarde, aunque algunos de mis colegas, a los que llamé en seguida, estaban dudosos. Las mitocondrias que ven en esta tercera imagen están en un estado tan perfecto que ello ha suscitado ciertos interrogantes. Pero está bien, admitamos que esta resina especial, que seguimos sin poder identificar, las haya protegido durante todo este tiempo, aunque lo dudo mucho. Ahora, miren bien esta diapositiva. Es una ampliación, realizada con un microscopio electrónico, de la fotografía anterior. Acérquense a la pared, por favor, no quiero que se pierdan este espectáculo.
Keira, Walter y yo hicimos lo que nos pedía el doctor Poincarno.
– Bien, ¿qué ven?
– ¡Es un cromosoma X, el primer hombre era una mujer! -anunció Keira, visiblemente sobrecogida.
– Sí, no hay duda de que el esqueleto que han encontrado es de una mujer y no de un hombre, pero no crean que mi enfado se debe a este hecho, no soy misógino.
– Sigo sin comprender -me murmuró Keira al oído-, pero es fantástico, ¿te das cuenta?, Eva nació antes que Adán -dijo, sonriendo.
– Vaya golpe para el ego de los hombres -añadí.
– Hacen bien en tomárselo con humor -prosiguió Poincarno-, ¡pero esto no es nada comparado con lo que viene ahora! Miren con más atención y díganme lo que observan.
– No me apetece jugar a las adivinanzas, doctor, este hallazgo es sobrecogedor, para mí es la recompensa a diez años de trabajo y de sacrificios, así que díganos lo que lo tiene tan enfadado, todos ganaremos tiempo, y me ha parecido comprender que el suyo era precioso.
– Señorita, su hallazgo sería extraordinario si la evolución aceptara el principio de la regresión, pero, y lo sabe tan bien como yo, la naturaleza quiere que progresemos… no que vayamos hacia atrás. ¡Pero estos cromosomas que vemos aquí son mucho más elaborados que los suyos y los míos!
– ¿Y que los míos también? -quiso saber Walter.
– Más evolucionados que los de todos los seres humanos que están vivos hoy en día.
– ¡Ah! ¿Y qué le hace decir eso? -insistió Walter.
– Esta pequeña parte de aquí, lo que llamamos un alelo, genes localizados en cada par de cromosomas homólogos. Éstos han sido genéticamente modificados, y dudo mucho que algo así se pudiera siquiera concebir hace cuatrocientos millones de años. ¿Qué tal si me explican ahora cómo se las han ingeniado para montar esta farsa? A no ser que prefieran que yo mismo informe directamente de ello al consejo de administración de la Real Academia de las Ciencias.
Estupefacta, Keira tuvo que sentarse.
– ¿Con qué objetivo se han modificado estos cromosomas? -pregunté yo.
– La manipulación genética no es el tema que aquí nos ocupa, pero contestaré a su pregunta. Estamos experimentando esa clase de intervención en los cromosomas con el fin de prevenir enfermedades hereditarias o algunos tipos de cáncer, provocar mutaciones y conseguir hacer frente a condiciones de vida que evolucionan más de prisa que nosotros. Intervenir en los genes viene a ser como rectificar el algoritmo de la vida, corregir ciertos trastornos, algunos de los cuales los provocamos nosotros mismos. En resumen, los intereses médicos son innumerables, pero eso no es lo que nos preocupa aquí esta tarde. Esta mujer que han descubierto en el valle del Omo no puede pertenecer a la vez a un pasado lejano y contener en su ADN la huella del futuro. Y ahora, explíquenme el porqué de esta estafa. ¿Es que soñaban ambos con el Nobel y esperaban mi respaldo engañándome de tan burda manera?
– No se trata de ninguna estafa -protestó Keira-, Comprendo sus recelos, pero no hemos inventado nada, se lo juro. Esta canica que ha analizado la desenterramos antes de ayer, y, créame, el estado de fosilización de los huesos que la acompañaban no podía ser un montaje. Si supiera lo que nos ha costado encontrar ese esqueleto no dudaría ni un segundo de nuestra sinceridad.
– ¿Son ustedes conscientes de lo que implicaría este hecho si diera crédito a lo que me están contando? -nos preguntó el doctor.
Poincarno había cambiado de tono y de pronto parecía dispuesto a escucharnos. Se sentó a su mesa y encendió la luz.
– Este hecho implica -contestó Keira- que Eva nació antes que Adán, y, sobre todo, que la madre de la humanidad es mucho más vieja de lo que todos imaginábamos.
– No, señorita, no sólo eso. Si estas mitocondrias que he estudiado tienen de verdad cuatrocientos millones de años, ello presupone otras muchas cosas que su cómplice astrofísico seguramente ya le habrá explicado, pues imagino que antes de venir aquí habrán ensayado su numerito a la perfección.
– No hemos hecho nada de eso -dije, levantándome-. Y ¿de qué teoría habla? ¿Qué son esas otras muchas cosas que según usted este hecho presupone?
– Vamos, no me tome por más ignorante de lo que soy. Los estudios que hacemos en nuestras respectivas profesiones a veces tienen puntos en común, lo sabe muy bien. Numerosos científicos concuerdan en que el origen de la vida en la Tierra podría ser fruto de una lluvia de meteoritos, ¿verdad, señor astrofísico? Y esta teoría se ha visto respaldada desde que se encontraron rastros de glicina en la cola de un cometa, pero eso me imagino que ya lo sabe, ¿me equivoco?
– ¿Se ha encontrado una planta en la cola de un cometa? -preguntó Walter, desconcertado.
– No, no se trata de esa clase de glicina, Walter; la glicina es uno de los veinte aminoácidos, que son unas moléculas esenciales para la aparición de la vida. La sonda Stardust tomó una muestra de glicina en la cola del cometa Wild 2 cuando pasaba a trescientos noventa millones de kilómetros de la Tierra. Las proteínas que forman la totalidad de los órganos, las células y las enzimas de los organismos vivos están formadas por cadenas de aminoácidos.
– Y, para gran alegría de los astrofísicos, este descubrimiento ha reforzado la idea de que el origen de la vida en la Tierra pueda estar en el espacio, donde habría más vida de lo que por lo general se quiere pensar. No exagero al decir esto, ¿verdad? -interrumpió Poincarno sin dejarme hablar-. Pero de ahí a querer hacernos creer, mediante siniestras manipulaciones, que seres tan complejos como nosotros poblaran la Tierra hace millones de años no es sino un puro disparate.
– ¿Y qué sugiere usted? -preguntó Keira.
– Ya se lo he dicho, su Eva no puede pertenecer al pasado y ser portadora de células genéticamente modificadas, ¡a no ser que quiera hacernos creer que el primer ser humano, la primera más bien, llegó al valle del Omo procedente de otro planeta!
– No quiero meterme en lo que no me importa -intervino Walter-, ¡pero si le hubiera dicho a mi bisabuela que podríamos viajar de Londres a Singapur en unas horas, volando a diez mil metros de altura dentro de una lata de conserva que pesa quinientas sesenta toneladas, habría llamado inmediatamente al médico del pueblo, y a usted lo habrían encerrado en un manicomio en menos que canta un gallo! ¡Y no le hablo de vuelos supersónicos, ni de pisar la Luna, y menos aún de esa sonda que ha podido pescar los aminoácidos esos en la cola de un cometa a trescientos noventa millones de kilómetros de la Tierra! ¿Por qué siempre los más sabios tienen tan poca imaginación?
Walter estaba enfadado, recorría el despacho de un extremo a otro. En ese momento nadie se habría atrevido a interrumpirlo. Se paró en seco y señaló a Poincarno con el dedo, en un gesto rabioso.
– Ustedes los científicos se pasan el tiempo equivocándose. Siempre están reconsiderando los errores de sus colegas, cuando no los suyos propios, y no me diga que no es así, me he dejado la piel tratando de cuadrar presupuestos para que dispusieran del dinero necesario para reinventarlo todo. Y sin embargo, cada vez que se presenta una idea nueva, es la misma cantinela: ¡imposible, imposible e imposible! ¡Es increíble! ¿Es que hace cien años se pensaba siquiera en modificar cromosomas? ¿Habría creído alguien en sus investigaciones al inicio del siglo XX? Desde luego, mis administradores no… Lo habrían tomado por un iluminado y nada más. Señor doctor en ingeniería genética, conozco a Adrian desde hace meses, y le prohíbo, ¿me oye?, le prohíbo que lo crea capaz de la más mínima estafa. Este hombre sentado delante de usted es de una honradez… ¡que a veces raya en la imbecilidad!
Poincarno nos miró primero a uno y luego al otro.
– ¡Se ha equivocado de profesión, señor gestor de la Real Academia de las Ciencias, tendría que haber sido abogado! Muy bien, no informaré a su consejo de administración; vamos a seguir analizando esta sangre. Confirmaré lo que hayamos descubierto y nada más que eso. En mi informe mencionaré las anomalías y las incoherencias que saquemos a la luz y me cuidaré muy mucho de emitir la más mínima hipótesis y de respaldar la más mínima teoría. Son ustedes libres de publicar lo que les venga en gana, pero asumirán ustedes solos la responsabilidad de sus escritos. Si leo en su artículo la más mínima línea que ponga en entredicho mi informe o que me erija como testigo de sus investigaciones, los llevaré a los tribunales, ¿está claro?
– Yo no le he pedido nada de eso -contestó Keira-, Si acepta certificar la edad de estas células, comprobar científicamente que tienen cuatrocientos millones de años, ya será una contribución enorme. Quédese tranquilo, es muy pronto todavía para que publiquemos nada, y sepa que lo que nos ha dicho aquí esta tarde nos ha dejado tan atónitos como lo está usted mismo, y todavía no acertamos a sacar ninguna conclusión.
Poincarno nos acompañó hasta la puerta del laboratorio y prometió volver a ponerse en contacto con nosotros unos días después.
Llovía en Londres aquella noche. Walter, Keira y yo nos quedamos un momento en la acera empapada de Hammersmith Grove. La oscuridad era total y hacía frío; estábamos los tres agotados. Walter nos propuso ir a cenar a un pub cercano. La idea era tan tentadora que no pudimos negarnos.
Sentados a una mesa junto al ventanal, nos hizo mil preguntas sobre nuestro viaje a Etiopía, y Keira se lo contó con todo lujo de detalles. Cautivado, Walter se sobresaltó cuando le narró el descubrimiento del esqueleto. Con un público tan entregado, Keira bordó su relato, y mi amigo se estremeció en varias ocasiones. A Keira le gustaba mucho el lado infantil de Walter. Verlos reír así a los dos me hizo olvidar todos los sinsabores de los últimos meses.
Le pregunté a Walter qué había querido decirle antes a Poincarno, la frase exacta, si mal no recordaba, había sido: «Adrian es de una honradez que a veces raya en la imbecilidad…»
– ¡Pues que también esta noche vas a pagar tú la cuenta! -contestó, mientras pedía de postre una mousse de chocolate-. Y no te enfades, lo he dicho por decir, ha sido por una buena causa.
Le pedí a Keira que me diera su colgante, me saqué los otros dos fragmentos del bolsillo y se los entregué los tres a Walter.
– ¿Por qué me los das? Son vuestros -me dijo, incómodo.
– Porque soy de una honradez que a veces raya en la imbecilidad -le contesté-. Si nuestra investigación lleva a la publicación de un artículo importante, por mi parte lo haré en nombre de la Academia a la que pertenezco, y quiero que tú aparezcas en los créditos. Así quizá consigas por fin arreglar la parte del tejado que está encima de tu despacho. Mientras tanto, guárdalos en un lugar seguro.
Walter se los metió en el bolsillo, y vi en su mirada que estaba emocionado.
De esta increíble aventura había nacido un amor que no sospechaba y una verdadera amistad. Después de pasar la mayor parte de mi vida exiliado en los rincones más apartados del mundo, escudriñando el Universo en busca de una estrella lejana, ahora escuchaba, en un viejo pub de Hammersmith, a la mujer a la que amaba hablar y reír con mi mejor amigo. Aquella noche fui consciente de que esos dos seres, tan cercanos a mí, me habían cambiado la vida.
Cada uno de nosotros tiene algo de Robinsón con un nuevo mundo por descubrir y, a fin de cuentas, un Viernes por conocer.
El pub cerraba ya, fuimos los últimos en marcharnos. Pasaba por ahí un taxi, pero se lo dejamos a Walter porque a Keira le apetecía caminar un rato.
El rótulo del pub se apagó detrás de nosotros. Hammersmith Grove estaba sumido en el silencio, no se veía ni un gato en ese callejón. La estación del mismo nombre quedaba a pocas calles de allí, seguramente encontraríamos un taxi en las inmediaciones.
El motor de una camioneta rompió el silencio, el vehículo salió de su plaza de aparcamiento. Cuando llegó a nuestra altura, la puerta lateral se abrió, y salieron cuatro hombres con los rostros tapados por pasamontañas. Ni Keira ni yo tuvimos tiempo de comprender lo que estaba ocurriendo. Nos agarraron con violencia; Keira dio un grito, pero ya era demasiado tarde, y nos arrojaron al interior de la furgoneta mientras ésta arrancaba a toda velocidad.
Por mucho que nos debatimos -yo logré derribar a uno de nuestros asaltantes, y Keira casi le sacó un ojo al que trataba de mantenerla contra el suelo-, de nada sirvió: nos ataron y amordazaron. También nos vendaron los ojos y nos hicieron inhalar un gas soporífico. Para nosotros fue el último recuerdo de una velada que sin embargo había empezado bien.