Una lucecita azul parpadeaba sobre la mesita de noche. Moscú cogió su teléfono móvil y contestó a la llamada.
– Los hemos localizado.
La joven que dormía a su lado se giró en la cama, y su mano se posó sobre el rostro de Moscú. Éste la apartó, se levantó y fue al saloncito de la suite que ocupaba con su amante.
– ¿Cómo quiere que procedamos? -preguntó su interlocutor.
Moscú cogió una cajetilla de cigarrillos abandonada sobre el sofá, encendió uno y se acercó a la ventana. El agua del río ya debía de estar helada, pero el invierno aún no había apresado al Moscova.
– Organicen una operación de salvamento -contestó Moscú-. Dígales a sus hombres que los dos occidentales a los que tienen que liberar son dos científicos muy reconocidos y que su misión consiste en recuperarlos sanos y salvos. Que se muestren sin piedad para con los secuestradores.
– Un plan muy astuto. ¿Y en cuanto a Egorov?
– Si sobrevive al asalto, mejor para él; en caso contrario, que lo entierren con sus compinches. No dejen ninguna huella tras de ustedes. En cuanto los objetivos estén en un lugar seguro, me reuniré con usted. Trátenlos con consideración, pero que nadie hable con ellos antes de que yo llegue, y he dicho: «Nadie.»
– El territorio en el que tenemos que intervenir es particularmente hostil. Necesito tiempo para preparar una operación de tal envergadura.
– Reduzca ese tiempo a la mitad y llámeme cuando todo haya terminado.