Estábamos bastante contentos de poder abandonar el Transiberiano. Salvo esa última noche a bordo, no guardaríamos muy buen recuerdo de ese tren. Al cruzar la estación, miré atentamente a nuestro alrededor, pero no vi nada que me pareciera sospechoso. Keira se fijó en un niño que vendía cigarrillos a escondidas. Le ofreció diez dólares a cambio de un pequeño favor: que nos llevara al chamán más cercano. El chico no entendía una palabra de lo que Keira le decía, pero nos llevó a su casa. Su padre tenía un pequeño taller de curtido de pieles en una callejuela del casco viejo de la ciudad.
Me llamó la atención la diversidad étnica del lugar. Una multitud de comunidades convivían en perfecta armonía. Irkutsk, ciudad de pasado singular, con sus viejas casas de madera torcidas que se hunden en la tierra antes de morir por falta de mantenimiento; Irkutsk y su viejo tranvía sin estación, que se para en mitad de la calle; Irkutsk y sus viejas buriatas con su eterno pañuelo de lana atado por debajo de la barbilla y su cesta de mimbre al brazo… Aquí, cada valle y cada montaña tienen su propio espíritu, se venera el cielo y, antes de beber alcohol, se salpican unas gotas sobre la mesa para brindar con los dioses. El curtidor nos recibió en su humilde hogar. En un inglés muy básico nos explicó que su familia llevaba viviendo allí desde hacía tres siglos. Su abuelo era peletero en la época en que los buriatos negociaban aún con pieles en la ciudad, pero todo ello pertenecía al pasado, un pasado remoto. Desde entonces habían desaparecido las pieles de marta cibelina, de armiño, de nutria o de zorro. El pequeño taller situado a unos pasos de la capilla de San Paraskeva sólo producía ya carteras de cuero que costaba mucho vender al bazar de la esquina. Keira le preguntó si conocía la manera de obtener audiencia con un chamán. Según él, el mejor estaba en Listvianka, una pequeña ciudad a orillas del lago Baikal. Podíamos llegar hasta allí en minibús por muy poco dinero. Los taxis eran muchísimo más caros, nos dijo, y no mucho más cómodos. Nos ofreció un almuerzo; en esas tierras a menudo afligidas por la cruel opresión de unos pocos, no rige más que una ley: la de la hospitalidad. Un plato escaso de carne hervida, unas cuantas patatas, un té con una rebanada de pan y mantequilla de yak. Ha pasado el tiempo y todavía recuerdo ese almuerzo en el taller de un curtidor de Irkutsk…
Keira se había ganado la confianza del niño, jugaban a repetir palabras desconocidas para cada uno de ellos, en inglés o en ruso, y reían bajo la mirada enternecida del artesano. A primera hora de la tarde, el niño nos llevó hasta la parada del minibús. Keira quiso entregarle los dólares prometidos, pero éste no quiso aceptarlos. Entonces se quitó la bufanda y se la ofreció. El niño se la puso al cuello y se marchó corriendo. Al final de la calle, se dio la vuelta y agitó la bufanda en un gesto de despedida. Yo me daba cuenta de lo triste que estaba Keira en ese momento, de lo mucho que echaba de menos a Harry, adivinaba que veía sus ojos en la mirada de cada niño con el que nos cruzábamos en el camino. La abracé, mis gestos eran torpes, pero ella apoyó la cabeza en mi hombro. Sentí su tristeza y le recordé al oído la promesa que le había hecho. Volveríamos al valle del Omo y, tardáramos lo que tardásemos, volvería a ver a Harry.
El minibús bordeaba el río y paisajes de estepa. Unas mujeres caminaban a un lado de la carretera, con sus hijos dormidos en brazos. Durante el viaje, Keira me contó un poco más sobre los chamanes y la visita que nos esperaba.
– El chamán es un curandero, un brujo, un sacerdote, un mago, un adivino o incluso un poseso. Tiene la misión de tratar ciertas enfermedades, de atraer la caza o la lluvia, y a veces hasta de encontrar un objeto perdido.
– Oye, y este chamán tuyo ¿no podría llevarnos directamente a donde está el fragmento? Así no tendríamos que ir a ver a Egorov y ganaríamos tiempo.
– ¡Me voy yo sola, paso de ir contigo!
Era un tema delicado y mis bromas estaban fuera de lugar. Así que escuché con atención todo lo que Keira tenía que contarme.
– Para ponerse en contacto con los espíritus, el chamán entra en trance. Sus convulsiones indican que un espíritu se ha adueñado de su cuerpo. Cuando el trance llega a su fin, se desploma y entra en una fase de catalepsia. Es un momento intenso para los presentes, nunca es seguro que el chamán regrese al mundo de los vivos. Cuando vuelve en sí, cuenta su viaje. Entre sus viajes hay uno que debería gustarte, el que el chamán emprende hacia el cosmos. Recibe el nombre de vuelo mágico. El chamán roza «el clavo del cielo» y atraviesa la estrella polar.
– Bueno, nosotros sólo necesitamos una dirección, a lo mejor podríamos pedirle un servicio reducido.
Keira se volvió hacia la ventanilla del autobús y ya no me dirigió más la palabra en todo el trayecto.