No les presté mucha atención en el andén de la estación del Norte cuando me empujaron sin disculparse, pero fue al ir al vagón-restaurante cuando volví a reparar en esa pareja cuando menos extraña. A primera vista, no era más que un joven inglés con su novia, igual de mal vestidos el uno que el otro. Cuando me acerqué a la barra, el chico me miró raro, y luego su amiga y él se fueron, recorriendo todos los vagones hacia la locomotora. El tren paraba en Ashford quince minutos después, y deduje que iban a buscar sus cosas antes de apearse. El empleado que despachaba la comida rápida -dada la interminable cola que había para llegar hasta él, me preguntaba qué tenía de rápida esa comida- miró alejarse a los dos jóvenes de cabeza rapada suspirando.
– El corte de pelo no hace al monje -le dije, y le pedí un café-, A lo mejor cuando uno los conoce son simpáticos, ¿no?
– A lo mejor -contestó el empleado con tono dubitativo-, pero el chico se ha pasado todo el viaje limpiándose las uñas con un cúter, y la chica, mirándolo. ¡No dan muchas ganas de pegar la hebra con ellos!
Pagué mi consumición y volví a mi asiento. Justo cuando entraba en el vagón, donde Keira se había quedado dormida, volví a cruzarme con los dos tipejos de antes, que estaban al lado del compartimento de equipajes, donde habíamos dejado el nuestro. Cuando me acerqué a ellos, el chico le hizo una señal a la chica, y ésta se volvió y me cortó el paso.
– Está ocupado -me espetó con aire arrogante.
– Ya -le dije-, ¿cómo que ocupado?
El chico se interpuso y se sacó el cúter del bolsillo a la vez que me decía que no le había gustado el tono con el que me había dirigido a su novia.
De joven frecuentaba el barrio de Ladbroke Grove, donde vivía mi mejor amigo del colegio; conocí las calles reservadas a ciertas bandas, los cruces por los que nos estaba prohibido pasar, los bares en los que no convenía ir a jugar al futbolín. Sabía que esos dos buscaban pelea. Si me movía, la chica me saltaría a la espalda para sujetarme los brazos mientras su amigo me molería a palos. Una vez en el suelo, me rematarían a patadas en las costillas. La Inglaterra de mi infancia no eran sólo jardincitos y parques, y, en ese aspecto, los tiempos no habían cambiado demasiado. Siempre resulta bastante complicado actuar por instinto cuando se tienen principios… Le di una buena torta a la chica, que cayó sobre las maletas, sujetándose la mejilla con la mano. Pasmado, el chico se plantó de un salto delante de mí, pasándose el cúter de una mano a otra. Era hora de olvidar al adolescente que hay en mí y dejar paso al adulto en que se supone que me he convertido.
– Diez segundos -le dije-, dentro de diez segundos te confisco el cúter, y que sepas que si lo cojo, bajas en bolas de este tren; ¿te tienta, o te lo guardas en el bolsillo y dejamos aquí la cosa?
La chica se levantó, furiosa, y volvió a desafiarme; su amigo estaba cada vez más nervioso.
– Raja a este hijo de puta -gritó-. ¡Rájalo, Tom!
– Tom, deberías tener más autoridad sobre tu novia, guarda eso antes de que uno de los dos se haga daño.
– ¿Se puede saber qué pasa aquí? -preguntó Keira, que justo llegaba en ese momento.
– Una pequeña discusión -contesté mientras la obligaba a retroceder.
– ¿Quieres que pida ayuda?
Los dos jóvenes no esperaban que pudieran venir refuerzos; el tren aminoraba la marcha, por la portezuela se veía ya el andén de la estación de Ashford. Tom arrastró a su novia pero no dejó de amenazarnos con el cúter. Keira y yo nos quedamos inmóviles sin apartar la mirada del arma que iba y venía de un lado a otro delante de nosotros.
– ¡Largaos! -dijo el chico.
En cuanto el tren se paró, saltaron al andén y se marcharon corriendo.
Keira se había quedado sin habla; los pasajeros que querían bajar nos obligaron a hacernos a un lado. Volvimos a nuestros asientos y el tren se puso en movimiento de nuevo. Keira quería que avisara a la policía, pero era demasiado tarde, los dos gamberros ya estarían lejos, y había dejado mi móvil en la maleta, en el vagón de equipajes. Me levanté para asegurarme de que seguía todavía allí. Keira me ayudó a inspeccionar las maletas de ambos; la suya estaba intacta, la mía la habían abierto; no parecía faltar nada, sólo lo habían revuelto todo. Cogí mi móvil y mi pasaporte y me los guardé en la chaqueta. Cuando llegamos a Londres ya ni nos acordábamos del incidente.
Sentí una inmensa alegría al llegar ante la puerta de mi casa, estaba impaciente por entrar. Me busqué las llaves en los bolsillos pero no las encontré, y eso que estaba seguro de llevarlas encima cuando salí de París. Por suerte, mi vecina me vio desde la ventana. Como las viejas costumbres nunca se pierden, se ofreció a dejarme pasar por su jardín.
– Ya sabe dónde está la escalera -me dijo-, me ha pillado planchando, no se preocupe, ya cerraré yo la puerta cuando termine.
Le di las gracias y, unos segundos después, salté la tapia. Como aún no había llamado a un cerrajero para arreglar la puerta trasera -quizá más valía no hacerlo ya- le di un golpecito seco al picaporte y entré por fin en mi casa. Fui a abrir a Keira, que me esperaba en la calle.
Nos pasamos el resto de la tarde haciendo algunas compras por el barrio. El escaparate de una frutería llamó la atención de Keira, que compró una cesta entera de provisiones, como para resistir a un largo asedio. Por desgracia, esa noche no tuvimos tiempo de cenar.
Estaba atareado en la cocina, cortando escrupulosamente unos calabacines en daditos, como me había ordenado Keira, mientras ella preparaba una salsa cuya receta se negó a darme. Entonces sonó el teléfono. No mi móvil, sino el fijo. Keira y yo nos miramos, intrigados. Fui al salón y descolgué el teléfono.
– ¡De modo que es verdad, estáis de vuelta!
– No hace mucho que hemos llegado, mi querido Walter.
– Gracias por haber tenido el detalle de avisarme, de verdad, es muy amable por vuestra parte.
– Pero si acabamos de bajar del tren, como quien dice…
– ¡Tiene narices que me entere de vuestra llegada por medio de un mensajero de Federal Express. ¡No eres Tom Hanks, que yo sepa!
– ¿Te has enterado por un mensajero? ¡Qué extraño…!
– Han dejado un sobre a tu nombre en la Academia, mira tú por dónde. Bueno, no era a tu nombre exactamente, en el sobre venía escrito el nombre de pila de tu amiga, y debajo ponía el mío. La próxima vez, pide que me envíen a mí directamente tu correo; también pone: «Entregar urgentemente.»Ya que me he convertido en vuestro cartero oficial, ¿quieres que te deje el sobre en casa?
– ¡Espera, no cuelgues, se lo voy a decir a Keira!
– ¿Un sobre a mi nombre, y lo han mandado a tu Academia? ¿De qué me estás hablando? -se extrañó Keira.
No sabía mucho más. Le pregunté si quería que Walter nos lo trajera a casa como había tenido el detalle de proponerme.
Keira me hizo unos gestos muy vehementes y no me costó mucho trabajo entender que eso era lo último que le apetecía en esos momentos. A mi izquierda tenía a Walter hablándome al oído, a mi derecha, a Keira, que me miraba enfadada, y entre los dos estaba yo, sin saber qué hacer. Como algo tenía que decidir, le pedí a Walter que por favor me esperara en la Academia, de ninguna manera quería que tuviera que cruzarse Londres de punta a punta, yo mismo iría a buscar el sobre. Colgué, aliviado de haber encontrado una salida tan buena a tan arduo dilema, pero al darme la vuelta comprendí que Keira no compartía mi entusiasmo. Le prometí que no tardaría más de una hora en ir y volver. Me puse una gabardina, cogí la copia de las llaves que guardaba en un cajón de mi escritorio y tomé por una callejuela hacia el pequeño garaje donde dormía mi coche.
Al sentarme respiré el olor embriagador del cuero viejo. Cuando salía del garaje tuve que pisar bruscamente el pedal de freno para no atropellar a Keira, de pie delante de mis faros, tiesa como una estaca. Rodeó el coche y fue a sentarse en el asiento del copiloto.
– ¿Y esa carta no podía esperar a mañana? -dijo, cerrando con un portazo.
– En el sobre pone «Urgente»… escrito con rotulador rojo, me ha precisado Walter. Pero puedo ir yo solo perfectamente, no tienes que…
– Esa carta va dirigida a mí, y tú te mueres de ganas de ver a tu amigo, así que venga, date prisa.
Sólo los lunes por la noche se circula más o menos bien por las calles de Londres. Apenas tardamos veinte minutos en llegar a la Academia. De camino empezó a llover, uno de esos fuertes chaparrones que suelen caer sobre la capital. Walter nos esperaba delante de la puerta principal, tenía la chaqueta y los bajos de los pantalones empapados, y una expresión malhumorada. Se inclinó sobre la puerta y nos tendió el sobre. Ni siquiera podía ofrecerme a llevarlo a su casa, porque mi coche, un cupé, sólo tiene dos asientos. Al menos sí esperamos a que encontrara un taxi. En cuanto pasó uno, Walter se despidió de mí fríamente, hizo caso omiso de Keira y se marchó. Allí estábamos los dos, bajo el chaparrón, sentados en el coche con un sobre en el regazo de Keira.
– ¿No piensas abrirlo?
– Es la letra de Max -murmuró.
– ¡Este tío tiene telepatía!
– ¿Por qué dices eso?
– Debe de haber visto que nos estábamos preparando una cenita romántica y habrá esperado el momento en que tu salsa estaba justo a punto para mandarte una carta y estropearnos la velada.
– No tiene gracia…
– Puede ser, pero reconoce qüe si nos hubiera interrumpido una de mis antiguas amantes no te habría sentado muy bien.
Keira acarició el sobre.
– ¿Y qué antigua amante podría escribirte? -quiso saber.
– Eso no es lo que he dicho.
– ¡Responde a mi pregunta!
– ¡No tengo antiguas amantes!
– ¿Eras virgen cuando nos conocimos?
– ¡Lo que quiero decir es que yo, en la universidad, no me acosté con ninguna de mis amantes!
– Muy delicado ese comentario.
– Abres ese sobre, ¿sí o no?
– ¿Has dicho: «cenita romántica», si no he oído mal?
– Es posible que haya dicho eso.
– ¿Estás enamorado de mí, Adrian?
– ¡Abre el dichoso sobre, Keira!
– Me voy a tomar eso por un sí. Llévame a tu casa y vamos directamente a tu habitación. Te deseo a ti mucho más que a un plato de calabacines.
– ¡Me lo tomaré como un cumplido! ¿Y qué hay de la carta?
– Tendrá que esperar a mañana, y Max también.
Esa primera velada en Londres reavivó muchos recuerdos. Después de hacer el amor te quedaste dormida; las persianas de la habitación estaban entreabiertas; sentado, yo te miraba, escuchando tu respiración tranquila. Veía en tu espalda cicatrices que el tiempo nunca borraría. Las rocé con las yemas de los dedos. El calor de tu cuerpo despertó el deseo, tan intacto como al principio de la noche. Gemiste, yo aparté la mano, pero tú la cogiste, preguntándome con una voz ahogada de sueño por qué había interrumpido esa caricia. Llevé los labios a tu piel, pero te habías vuelto a quedar dormida. Entonces te confesé que te quería.
– Yo también -murmuraste.
Tu voz era apenas audible, pero esas dos palabras me bastaron para reunirme contigo en tu noche.
Extenuados, no vimos pasar la mañana, eran casi las doce del mediodía cuando volvía abrir los ojos. Tu lugar en la cama estaba vacío, te encontré en la cocina. Te habías puesto una camisa mía y un par de calcetines que habías encontrado en uno de mis cajones. Nuestra confesión nocturna originó a la mañana siguiente una suerte de reparo, un pudor momentáneo que nos distanciaba. Te pregunté si habías leído la carta de Max. Me la señalaste con la mirada, seguía en la mesa, el sobre estaba intacto. No sé por qué, pero en ese instante me hubiera gustado que no la abrieras nunca. Me hubiera encantado guardarla en un cajón para olvidarnos de ella. No quería que nos volviéramos a lanzar en esa carrera desenfrenada y absurda, soñaba con pasar más tiempo contigo, solos en mi casa, sin más razón para salir que ir a pasear sin rumbo a orillas del Támesis, ir a curiosear a los puestos del mercadillo de Camden, ir a los pequeños cafés de Notting Hill a comer sus deliciosos scones… Pero abriste el sobre, y nada de eso existió.
Desdoblaste la carta y me la leíste, quizá para demostrarme que, desde ayer, ya no tenías nada que esconderme.
Keira:
Para mí fue muy triste tu visita a la imprenta. Creo que desde que volvimos a vernos en las Tullerías, se han reavivado sentimientos que creía apagados.
Nunca te he dicho cuan dolorosa fue para mí nuestra separación, cuánto sufrí por tu partida, por tus silencios, por tu ausencia, quizá más todavía por saberte feliz, sin que te importara lo que fuimos. Pero tenía que rendirme a la evidencia, aunque eres una mujer cuya sola presencia basta para dar a un hombre más felicidad de la que puede esperar, tu egoísmo y tus ausencias dejan un vacío para siempre. Por fin he comprendido que es vano querer retenerte, nadie lo puede; amas sinceramente, pero sólo amas un tiempo. Un tiempo de felicidad está bien, aunque el de las cicatrices resulta largo para aquellos a los que abandonas.
Prefiero que no nos veamos más. No me des noticias tuyas, no vengas a verme cuando pases por París. No es tu antiguo profesor el que te lo ordena, sino tu amigo el que te lo pide.
He pensado mucho en nuestra conversación. Eras una alumna insoportable, pero ya te lo he dicho, tienes instinto, una cualidad muy valiosa en nuestra profesión. Estoy orgulloso de lo que has llevado a cabo, aunque no sea mérito mío, cualquier profesor habría detectado el potencial de la arqueóloga en la que te has convertido. La teoría que me expusiste el otro día no es imposible, hasta tengo ganas de creerla, y quizá estés cerca de una verdad cuyo sentido aún se nos escapa. Sigue la vía de los pelasgos de los hipogeos, quién sabe si te llevará a alguna parte.
En cuanto te marchaste del taller volví a mi casa, abrí libros que llevaba años sin mirar, saqué mis cuadernos archivados y repasé mis apuntes. Sabes lo maníaco que soy, lo ordenado y clasificado que está todo en mi despacho, donde hemos pasado momentos tan hermosos. Encontré en un cuaderno unas notas de un hombre cuyas investigaciones podrían serte útiles. Dedicó su vida a estudiar las grandes migraciones de los pueblos y escribió numerosos textos sobre los asiánicos, aunque publicó muy pocos, contentándose con dar conferencias en salas oscuras y poco conocidas, a una de las cuales yo asistí hace mucho tiempo. Él también tenía ideas innovado ras sobre los viajes emprendidos por las primeras civilizaciones de la cuenca mediterránea. Tenía muchos detractores, pero en nuestra profesión, ¿quién no los tiene? Hay tanta envidia entre nuestros colegas… Este hombre del que te hablo es un gran erudito, le tengo un respeto infinito. Ve a verlo, Keira. Me he enterado de que se ha retirado en Yell, una pequeña isla del archipiélago de las Shetland, en el extremo norte de Escocia. Según parece, vive recluido allí y se niega a hablar de sus investigaciones con nadie, es un hombre herido, pero quizá, con tu encanto, logres sacarlo de su ostracismo y acceda a hablarte de todo ello.
Ese famoso descubrimiento al que aspiras desde siempre, el que sueñas con bautizar con tu nombre, quizá esté por fin a tu alcance. Confío en ti, lograrás lo que te propongas.
Buena suerte.
Max.
Keira volvió a doblar la carta y la guardó en el sobre. Se levantó, dejó su plato y su taza de desayuno en el fregadero y abrió el grifo.
– ¿Quieres que te haga un café? -preguntó, de espaldas a mí.
Yo no contesté.
– Lo siento, Adrian.
– ¿Qué es lo que sientes? ¿Que este hombre siga enamorado de ti?
– No, lo que dice de mí.
– ¿Te reconoces en la mujer que describe?
– No lo sé, ahora quizá ya no, pero su sinceridad me dice que debe de haber un fondo de verdad.
– Lo que te reprocha es que te sea menos difícil herir a quien te quiere que dañar tu imagen.
– ¿Tú también piensas que soy una egoísta?
– Yo no soy el que ha escrito esa carta. Pero seguir con tu vida diciéndote que si tú estás bien, el otro estará bien también, que todo es cuestión de tiempo, quizá sea un poco cobarde. No voy a explicarte a ti, que eres antropóloga, el maravilloso instinto de supervivencia del hombre.
– No te pega nada ponerte en plan cínico.
– Soy inglés, supongo que lo llevo en la sangre. Vamos a cambiar de tema si no te importa. Me voy andando a la agencia de viajes, tengo ganas de tomar un poco el aire. Quieres ir a Yell, ¿verdad?
Keira decidió acompañarme. Nos marchábamos al día siguiente. Haríamos escala en Glasgow antes de aterrizar en Sumburgh, en la isla principal del archipiélago de las Shetland. Después cogeríamos un ferry hasta Yell.
Con los billetes en el bolsillo, fuimos a dar una vuelta por King's Road. Tengo mis costumbres en el barrio, me gusta subir esta gran arteria comercial hasta Sidney Street para después ir a pasear por el Chelsea Farmer's Market. Habíamos quedado allí con Walter. El largo paseo me abrió el apetito.
Después de estudiar escrupulosamente la carta y pedir una hamburguesa de dos pisos, Walter me susurró al oído:
– La Academia me ha dado un talón para ti, el equivalente de seis meses de sueldo.
– ¿Y eso a santo de qué? -le pregunté.
– Ésa es la mala noticia. Dadas tus ausencias reiteradas, tu puesto será sólo honorario a partir de ahora, ya no eres titular.
– ¿Me han echado?
– No exactamente, te he defendido lo mejor que he podido, pero estamos en pleno período de recortes presupuestarios, y el consejo de administración ha recibido la orden de suprimír todo gasto innecesario.
– ¿Debo concluir que, a ojos del consejo, soy un gasto in necesario?
– Adrian, los administradores ni siquiera te han visto la cara, prácticamente ni has puesto los pies en la Academia desde que volviste de Chile; tienes que comprenderlos.
Walter puso una cara más larga todavía.
– ¿Qué más malas noticias hay?
– Debes liberar tu despacho, me han pedido que te mandara tus cosas a casa, alguien lo ocupará la semana que viene.
– ¿Ya han contratado a mi sustituto?
– No, no es eso exactamente, digamos que han atribuido la clase que te correspondía a ti a uno de tus colegas de irreprochable asiduidad; necesita un sitio donde prepararse las clases, corregir los exámenes, recibir a sus alumnos en las tutorías… Tu despacho le parece perfecto.
– ¿Puedo saber quién es ese amable colega que me pone de patitas en la calle en cuanto me descuido un momento?
– No lo conoces, sólo lleva tres años en la Academia.
La última frase de Walter me hizo comprender que la administración me hacía pagar hoy la libertad de la que había abusado en el pasado. Walter lo sentía muchísimo, Keira evitaba cruzarse con mi mirada. Cogí el talón, decidido a cobrarlo ese mismo día. Estaba furioso, pero el único culpable era yo.
– El shamal ha soplado hasta Inglaterra -murmuró Keira.
Esa pequeña alusión agridulce al viento que la había expulsado de sus excavaciones en Etiopía era señal de que la tensión de nuestra discusión de la mañana no se había disipado del todo.
– ¿Qué piensas hacer ahora? -me preguntó Walter.
– Bueno, ya que estoy en paro, vamos a poder viajar.
Keira luchaba con un trozo de carne que se le resistía, creo que habría hecho cualquier cosa, hasta arremeter contra la porcelana de su plato, con tal de no participar en nuestra conversación.
– Hemos tenido noticias de Max -le dije a Walter.
– ¿Max?
– Un viejo amigo de mi novia…
La rodaja de rosbif resbaló bajo la hoja del cuchillo de Keira y recorrió una distancia considerable antes de aterrizar entre las piernas de un camarero.
– No tenía mucha hambre -dijo ella-, he desayunado tarde.
– ¿Es la carta que os entregué ayer? -quiso saber Walter.
Keira se atragantó con un sorbo de cerveza y se puso a toser ruidosamente.
– Nada, nada, vosotros seguid hablando, haced como si yo no estuviera aquí… -dijo, limpiándose la boca.
– Sí, de esa carta se trata.
– ¿Y tiene algo que ver con vuestros proyectos de viaje? ¿Os vais lejos?
– Al norte de Escocia, a las islas Shetland.
– Conozco muy bien esa zona, solía veranear allí cuando era niño, mi padre nos llevaba a toda la familia a Whalsay. Es una tierra árida pero fantástica en verano, nunca hace calor, mi padre odiaba el calor. El invierno allí es crudo, pero a mi padre le encantaba el invierno, aunque nunca fuimos en esa época del año. ¿A qué isla vais a ir?
– A Yell.
– También he ido por allí, en el extremo norte está la casa más embrujada de todo el Reino Unido. Windhouse, unas ruinas que, como su nombre indica, están azotadas por el viento. Pero ¿por qué ahí precisamente?
– Vamos a visitar a un conocido de Max.
– ¿Ah, sí? ¿Y a qué se dedica?
– Está jubilado.
– Ah, claro, comprendo, os vais al norte de Escocia para ver al amigo jubilado de un viejo amigo de Keira. Seguro que tiene que tener un sentido. Os encuentro muy raros a los dos, ¿de verdad que no me ocultáis nada?
– ¿Sabías que Adrian tiene un carácter de mierda, Walter? -preguntó de pronto Keira.
– Sí -contestó él-, ya me había fijado.
– Entonces, si ya lo sabes, no te ocultamos nada más.
Keira me pidió que le diera las llaves de casa, prefería volver a pie y dejarnos terminar, entre hombres, esa apasionante conversación. Se despidió de Walter y salió del restaurante.
– ¿Os habéis peleado, es eso? ¿Qué has hecho ahora, Adrian?
– Pero, o sea, yo alucino, ¿por qué tendría que ser culpa mía, vamos a ver?
– Porque la que se ha levantado de la mesa es ella, y no tú, por eso. Así que te escucho, ¿qué has hecho ahora?
– Pues nada, joder, no he hecho nada más que escuchar estoicamente la prosa enamorada del tipo que le ha escrito esa carta.
– ¿Has leído una carta que le habían dirigido a ella?
– ¡Me la ha leído ella!
– Pues eso al menos te demuestra que Keira no te esconde nada. Además, creía que ese Max era un amigo, ¿no?
– Un amigo que dormía desnudo con ella hace unos años.
– Bueno, hombre, tú tampoco eras virgen cuando la conociste a ella. ¿Quieres que te recuerde todas las cosas que me contaste? Tu primer matrimonio, tu doctora, esa pelirroja que trabajaba de camarera en un bar…
– ¡Nunca he estado con una pelirroja que trabajara de camarera en un bar!
– ¿Ah, no? Entonces debí de ser yo. Qué más da, ¿no me irás a decir que eres tan idiota como para estar celoso de su pasado?
– ¡Pues no, no te lo digo!
– Pero hombre, no odies a ese Max, al contrario, deberías estarle agradecido.
– No veo por qué, la verdad.
– Pues porque si no hubiera sido tan cretino como para dejarla marchar, ahora no estaríais juntos.
Miré a Walter, intrigado; su razonamiento no era tan absurdo, al fin y al cabo.
– Bueno, invítame al postre y luego ve a pedirle perdón; ¡hay que ver lo torpe que eres!
La mousse de chocolate debía de ser exquisita, Walter me suplicó que le dejara tomarse otra. Creo que en realidad trataba de prolongar el rato que estábamos pasando juntos para hablarme de la tía Elena o, más bien, para que yo le hablara de ella. Tenía el proyecto de invitarla a pasar unos días en Londres, y quería saber si, en mi opinión, aceptaría la invitación. Que yo recordara, nunca había visto a mi tía aventurarse más allá de Atenas, pero ya nada podía asombrarme, y desde hacía un tiempo todo pertenecía al ámbito de lo posible. Sin embargo, le aconsejé a Walter que procediera con tacto. Me dejó hacerle mil recomendaciones y terminó por confesarme, casi incómodo, que ya se lo había propuesto, y ella le había contestado que estaba soñando con visitar Londres. Habían planeado organizar el viaje para finales de mes.
– Entonces, ¿para qué toda esta conversación si ya conoces su respuesta?
– Porque quería asegurarme de que no te molestaba. Eres el único hombre de la familia, era normal que te pidiera permiso para verme con tu tía.
– No tengo la impresión de que me hayas pedido permiso, la verdad, o si lo has hecho, me ha pasado inadvertido.
– Digamos que te he tanteado. Cuando te he preguntado para saber si tenía alguna oportunidad, si hubiera percibido la más mínima hostilidad en tu respuesta…
– ¿… habrías renunciado a tus planes?
– No -reconoció Walter-, pero le habría suplicado a Elena que te convenciera de que no me guardaras rencor. Adrian, hace tan sólo unos meses apenas nos conocíamos, desde entonces he tenido tiempo de tratarte y de apreciarte, y no quiero exponerme en ningún modo a molestarte, nuestra amistad es muy importante para mí.
– Walter -le dije, mirándolo a los ojos.
– ¿Qué? ¿Piensas que mi relación con tu tía es inapropiada, es eso?
– Me parece maravilloso que mi tía encuentre por fin, en tu compañía, la felicidad que ha esperado durante tanto tiempo. Tenías razón en lo que me dijiste en Hydra, si fueras tú el que le sacara veinte años, a nadie le parecería mal, así que dejemos de una vez a un lado estos prejuicios de burguesía de provincias.
– No te metas con la provincia, me temo que eso en Londres tampoco está muy bien visto.
– Nada os obliga a besaros con frenesí bajo las ventanas del consejo de administración de la Academia… Aunque, si quieres que te diga la verdad, la idea no me disgustaría en absoluto.
– Entonces, ¿tengo tu consentimiento?
– ¡No te hacía falta!
– En cierto modo, sí, tu tía preferiría con mucho que fueras tú quien le comentara a tu madre esto de su pequeño proyecto de viaje… Bueno, me ha precisado: siempre y cuando tú estés de acuerdo.
Me vibró el móvil en el bolsillo. En la pantalla salía el número de mi casa, Keira ya debía de impacientarse. Pues que se hubiera quedado con nosotros.
– ¿No vas a contestar? -me preguntó Walter, inquieto.
– No, ¿por dónde íbamos?
– Por el favorcito que tu tía y yo esperamos de ti.
– ¿Queréis que informe a mi madre de las locuras de su hermana? Ya me resulta difícil hablarle de las mías, pero haré lo posible, desde luego; te lo debo, Walter.
Walter me cogió la mano y me la estrechó con fuerza.
– Gracias, gracias, gracias -me dijo mientras me sacudía como una alfombra.
El teléfono vibró de nuevo, pero yo lo dejé donde estaba, en la mesa, y me volví hacia la camarera para pedirle un café.