Reservamos una habitación en el Gran Hotel Krasnapolsky. No era el más barato de la ciudad, pero tenía la ventaja de estar situado a cincuenta metros de nuestro lugar de encuentro. Por la tarde Keira me llevó a la plaza principal de la ciudad, donde nos mezclamos con la multitud. Se había formado una larga cola delante del museo de cera de Madame Tussaud, y unos cuantos turistas tomaban un tentempié en la terraza del Europub bajo unas sombrillas con calefacción, pero Ivory no se encontraba entre ellos. Fui el primero en verlo. Se sentó con nosotros en la mesa que habíamos elegido, justo detrás del ventanal.
– Cuánto me alegro de verlos -dijo mientras se acomodaba-, ¡Vaya viaje han hecho!
Keira se mostraba fría con él, y el viejo profesor se dio cuenta en seguida de que no era bien recibido.
– ¿Me guarda rencor por algo? -le preguntó con una expresión burlona.
– ¿Por qué debería guardarle rencor? Casi nos caemos por un precipicio, por poco me ahogo en un río, he pasado unas cuantas semanas en una cárcel china, nos han disparado en un tren y nos ha expulsado de Rusia un comando militar que ha eliminado a unos veinte hombres ante nuestros ojos. Eso sin contar las condiciones extremas en las que hemos viajado estos últimos meses: aviones viejísimos, tartanas, autobuses destartalados, sin olvidar el pequeño carricoche de equipaje, en el que aterricé entre dos maletas. Y mientras nos paseaba a su antojo, supongo que usted esperaba tranquilamente en su cómodo apartamento a que nos encargáramos del trabajo sucio, ¿verdad? ¿Empezó a tomarme el pelo a lo grande el día que me conoció en el museo o fue un poco más tarde?
– Keira -dijo Ivory en tono sentencioso-, ya tuvimos esta misma conversación por teléfono anteayer. Se equivoca conmigo, quizá no he tenido aún tiempo de explicárselo todo, pero nunca la he manipulado. Al contrario, no he dejado un momento de protegerla. Fue usted quien decidió partir en busca de esos fragmentos. No necesité convencerla, me contenté con señalarle algunos hechos. En cuanto a los riesgos a los que se han visto expuestos ambos… Sepa que para repatriar a Adrian de China, así como para sacarla a usted de la cárcel, yo mismo me he arriesgado mucho. Y he perdido a un amigo muy querido que pagó su liberación con su vida.
– ¿Qué amigo? -quiso saber Keira.
– Su despacho estaba en el palacio frente a ustedes -contestó Ivory con voz triste-. Por eso les he pedido que nos viéramos aquí… ¿De verdad han traído un tercer fragmento de Rusia?
– Esto es un toma y daca -dijo Keira-, Le he dicho que se lo enseñaré cuando usted nos cuente todo lo que sabe acerca del que hallaron en la selva amazónica. ¡Sé que sabe dónde se encuentra, y no intente convencerme de lo contrario!
– Está delante de usted -suspiró Ivory.
– Ya está bien de adivinanzas, profesor, ya he jugado bastante, y usted ya ha jugado bastante conmigo. No veo ningún fragmento sobre la mesa.
– No sea estúpida, levante los ojos y mire delante de usted.
Dirigimos ambos la mirada hacia el palacio que se erguía al otro lado de la plaza.
– ¿Está en ese edificio? -preguntó Keira.
– Sí, tengo motivos para creerlo, pero no sé dónde exactamente. Ese amigo mío que murió estaba encargado de su custodia, pero se llevó consigo a la tumba la clave del enigma que nos permitiría hacernos con el fragmento.
– ¿Cómo está tan seguro? -intervine yo.
Ivory se inclinó sobre la bolsa que tenía a los pies, la abrió y sacó un grueso volumen que dejó sobre la mesa. La portada atrajo en seguida mi atención, se trataba de un manual muy antiguo de astronomía. Lo cogí para hojearlo.
– Es un libro magnífico.
– Sí -corroboró Ivory-, y es una edición original. Me lo regaló el amigo del que les hablo, es muy valioso para mí, pero sobre todo mire la dedicatoria que me escribió.
Volví al principio del volumen y leí en voz alta el mensaje escrito con pluma en la página de guarda.
Sé que le gustará esta obra, no le falta nada puesto que lo tiene todo, hasta la prueba de nuestra amistad.
Su más entregado adversario de ajedrez,
Vackeers.
– La solución del enigma está oculta en esas pocas palabras. Sé que Vackeers intentaba decirme algo. No se trata en ningún caso de una frase anodina. Pero ignoro lo que significa.
– ¿Y cómo podríamos ayudarlo nosotros? No conocimos a ese tal Vackeers.
– Y créanme que lo siento, lo habrían apreciado mucho, era un hombre de una inteligencia poco común. Como el libro es un tratado de astronomía, me he dicho que tal vez usted, Adrian, podría entender el significado de esta dedicatoria.
– Tiene casi seiscientas páginas -observé-. Si quiere que encuentre algo en este libro no tardaré poco tiempo, desde luego. Un primer estudio en profundidad me llevará varios días. ¿No tiene ninguna otra pista, nada que pueda orientarnos? Ni siquiera sabemos qué buscar en este libro.
– Síganme -dijo Ivory, levantándose-, voy a llevarlos a un lugar al que nadie tiene acceso, bueno, casi nadie. Sólo Vackeers, su secretario personal y yo mismo conocemos su existencia. Vackeers sabía que yo había descubierto su escondite, pero fingía ignorarlo, esa delicadeza por su parte es una prueba de su amistad, me imagino.
– ¿No es eso precisamente lo que le dice en esa dedicatoria? -preguntó Keira.
– Sí -suspiró Ivory-, por eso estamos aquí.
Pagó la cuenta y lo seguimos fuera del café, hasta la gran plaza. Keira no prestó ninguna atención a la circulación, estuvo a punto de que la atropellara un tranvía, y eso que el conductor hizo sonar la campana varias veces. La retuve por los pelos.
Ivory nos hizo entrar en la iglesia por la puerta lateral y cruzamos la suntuosa nave hasta el crucero. Estaba admirando la tumba del almirante De Ruyter cuando un hombre vestido con un traje oscuro se reunió con nosotros en la absidiola.
– Gracias por acudir a la cita -susurró Ivory para no molestar a las pocas personas que estaban rezando allí.
– Era usted su único amigo, sé que el señor Vackeers habría querido que respondiese a su petición. Confío en su discreción, si me descubrieran tendría serios problemas.
– Pierda cuidado -le dijo Ivory, dándole una palmadita cordial en el hombro-, Vackeers le tenía en mucha estima, lo apreciaba muchísimo. Cuando me hablaba de usted, notaba en su voz… ¿cómo decirle?… Amistad, sí, eso es exactamente, Vackeers le había otorgado su amistad.
– ¿De verdad? -preguntó el hombre, con un tono tan sincero que resultaba conmovedor.
Se sacó una llave del bolsillo, abrió el cerrojo de una puertecita situada al fondo de la capilla y bajamos los cincuenta peldaños de una escalera que se encontraba justo al otro lado. Acto seguido nos adentramos por un largo pasillo.
– Este subterráneo pasa por debajo de la plaza y comunica directamente con el palacio de Dam -nos dijo el hombre-. Está bastante oscuro, cada vez más a medida que se avanza, así que no se alejen de mí.
No oíamos más que el eco de nuestros pasos, y cuanto más avanzábamos, menos luz había. Pronto estuvimos sumidos en la oscuridad más total.
– Cincuenta pasos más y volveremos a ver la luz -nos dijo nuestro guía-. Sigan el arroyo central para no tropezar. Lo sé, el lugar no es muy agradable; detesto tener que venir por aquí.
Una nueva escalera apareció ante nosotros.
– Tengan cuidado, los escalones resbalan. Agárrense a la cuerda de cáñamo que hay en la pared.
En lo alto de la escalera nos encontramos delante de una puerta de madera armada con pesadas barras de hierro. El asistente de Vackeers manipuló dos grandes pomos y un mecanismo liberó el pestillo. Desembocamos en una antecámara en la planta baja del palacio. En el mármol blanco de la gran sala había grabados tres enormes mapas. Uno representaba el hemisferio occidental, otro, el hemisferio oriental, y el tercero era un mapa celeste de una precisión pasmosa. Avancé para verlo desde más cerca. Nunca había tenido ocasión de pasar de una sola zancada de Casiopea a Andrómeda, y dar saltitos de galaxia en galaxia era bastante divertido. Keira carraspeó para llamarme la atención. Ivory y su guía me miraban consternados.
– Es por aquí -nos dijo el hombre del traje oscuro.
Abrió otra puerta y volvimos a bajar una nueva escalera que llevaba al sótano del palacio. Necesitamos unos instantes más para que nuestros ojos se acostumbraran de nuevo a la penumbra. Ante nosotros, toda una red de pasarelas cruzaba las aguas de un canal subterráneo.
– Estamos justo debajo de la gran sala -indicó el hombre-, tengan cuidado de dónde ponen los pies, el agua del canal está helada y no sé cuánta profundidad tendrá.
Se acercó a un madero y presionó sobre una clave de hierro forjado. Dos tablas se abrieron a los lados, descubriendo un camino que llevaba a la pared del fondo. Sólo al acercarnos más vimos que había una puerta disimulada en la pared de piedra, invisible en la oscuridad. El hombre nos hizo pasar a una sala y encendió la luz. El mobiliario se componía únicamente de una mesa metálica y un sillón. De la pared colgaba una pantalla plana, y sobre la mesa había un teclado de ordenador.
– No puedo ayudarlos más -dijo el secretario de Vackeers-, Como pueden constatar, aquí no hay gran cosa.
Keira encendió el ordenador y la pantalla se iluminó.
– El acceso está protegido -dijo.
Ivory se sacó un papel del bolsillo y se lo tendió.
– Pruebe con esta clave. Aproveché una partida de ajedrez en su casa para sustraérsela.
Keira tecleó la clave, pulsó la tecla «enter», y obtuvimos acceso al ordenador de Vackeers.
– ¿Y ahora qué? -preguntó.
– No sé -contestó Ivory-, Mire lo que contiene el disco duro, tal vez encontremos algo que nos dirija hacia el fragmento.
– El disco duro está vacío, no veo más que un programa de comunicación. Este ordenador debía de servir exclusivamente como unidad de videoconferencia. Hay una pequeña cámara encima de la pantalla.
– No, es imposible -dijo Ivory-, siga buscando, estoy seguro de que la clave del enigma se encuentra aquí.
– ¡Siento mucho contradecirlo pero aquí no hay nada, ningún dato!
– Vuelva al primer paso y copie la dedicatoria: Sé que esta obra le gustará, no le falta nada puesto que lo tiene todo, hasta la prueba de nuestra amistad. Su más entregado adversario de ajedrez, Vackeers.
Sobre la pantalla se leyó: «comando desconocido».
– Hay algo que no cuadra -dijo Keira-, el disco duro está vacío, y sin embargo aquí indica que el volumen está medio lleno. Hay una parte del disco duro oculta. ¿Tiene la menor idea de alguna otra contraseña?
– No, no se me ocurre ninguna otra -dijo Ivory.
Keira miró al viejo profesor, se inclinó sobre el teclado y escribió «Ivory». Una nueva ventana se abrió en la pantalla.
– Creo que he encontrado la prueba de amistad que se menciona en la dedicatoria, pero todavía nos falta un código, otra contraseña.
– No tengo ninguna otra -suspiró Ivory.
– Haga memoria, piense en algo que lo uniera a Vackeers.
– Ahora no caigo, teníamos tantas cosas en común, ¿cómo elegir un solo recuerdo entre tantos…? No sé, intente a ver «Ajedrez».
De nuevo leímos «comando desconocido» en la pantalla.
– Vuelva a intentarlo -insistió Keira-, piense en algo más sofisticado, algo que sólo supieran ustedes dos.
Ivory empezó a recorrer la sala de un lado a otro, con las manos en la espalda, mascullando en voz baja.
– Bueno, estaba esa partida que habremos jugado cien veces…
– ¿Qué partida? -pregunté yo.
– Un célebre combate que enfrentó a dos grandes jugadores en el siglo XVIII, François André Danican Philidor contra el capitán Smith. Philidor era un soberbio maestro en el arte del ajedrez, probablemente el más grande de su época. Publicó un libro, Análisis del juego del ajedrez, que durante mucho tiempo se consideró una referencia en la materia. Pruebe a teclear su nombre.
El acceso al ordenador de Vackeers seguía estándonos vetado.
– Hábleme de ese Danican Philidor -le pidió Keira.
– Antes de afincarse en Inglaterra -prosiguió Ivory-, jugaba en Francia en el café de la Regencia, que era el lugar donde se daban cita los mejores jugadores de ajedrez.
Keira tecleó «Regencia» y «café de la Regencia»… pero no ' ocurrió nada.
– Era discípulo del señor de Kermeur -añadió Ivory.
Keira tecleó «Kermeur», una vez más sin éxito.
De nuevo, la pantalla volvió a denegarnos el acceso. Ivory levantó de pronto la cabeza.
– Philidor se hizo famoso al vencer al sirio Felipe Stamma, no, espere, adquirió definitivamente su notoriedad cuando ganó un torneo en el que jugó con los ojos vendados en tres tableros a la vez y contra tres adversarios diferentes. Realizó esa hazaña en el club de ajedrez de Saint-James Street, en Londres.
Keira tecleó «Saint-James Street», pero fue un nuevo fracaso.
– Quizá no sea ésa la pista adecuada, tal vez deberíamos interesarnos por ese tal capitán Smith, ¿qué me dice? O, no sé… ¿Cuáles son las fechas de nacimiento y de muerte de ese Philidor del que me habla?
– No estoy seguro, a Vackeers y a mí sólo nos interesaba su carrera como jugador de ajedrez.
– ¿Cuándo tuvo lugar exactamente esa partida entre el capitán Smith y su amigo Philidor? -pregunté yo.
– El 13 de marzo de 1790.
Keira tecleó la secuencia de cifras «13031790». Nos quedamos atónitos. Un antiguo mapa celeste apareció en la pantalla. A juzgar por su grado de precisión y los errores que veía, debía de ser del siglo XVII o XVIII.
– Esto es increíble -exclamó Ivory.
– Es un grabado sublime -dijo Keira-, pero sigue sin indicarnos dónde está lo que buscamos.
El hombre del traje oscuro levantó la cabeza.
– Es el mapa grabado en el suelo de mármol del vestíbulo del palacio, en la planta baja -dijo, y se acercó a la pantalla-. Bueno, salvo por unos detalles, se le parece mucho.
– ¿Está seguro? -le pregunté.
– Habré pasado por encima más de mil veces. Hace diez años que estoy al servicio del señor Vackeers, y siempre me citaba en su despacho de la primera planta.
– ¿Y en qué se diferencia este mapa del otro, el del vestíbulo? -quiso saber Keira.
– No son los mismos dibujos exactamente -nos dijo-; las líneas que unen las estrellas entre sí no están colocadas de la misma manera.
– ¿Cuándo se construyó este palacio? -pregunté.
– Se terminó de construir en 1655 -contestó el hombre del traje oscuro.
Keira tecleó en seguida las cuatro cifras. El mapa de la pantalla se puso a dar vueltas y oímos un ruido sordo que parecía venir del techo.
– ¿Qué hay encima de nosotros? -preguntó Keira.
– La Burgerzaal, la gran sala donde están grabados los mapas en el suelo de mármol -respondió el secretario.
Nos precipitamos los cuatro hacia la puerta. El hombre del traje oscuro nos rogó prudencia mientras corríamos por el dédalo de vigas, a escasos centímetros del canal subterráneo. Cinco minutos más tarde llegamos al vestíbulo del palacio de Dam. Keira se precipitó hacia el mapa grabado en el suelo que representaba la bóveda celeste. Efectuaba una lenta rotación en sentido contrario a las agujas del reloj. Tras describir un semicírculo, se detuvo. De pronto, la parte central se elevó unos pocos centímetros por encima de la losa. Keira metió la mano en el intersticio que había aparecido y, con un gesto triunfal, sacó el tercer fragmento, semejante a los otros dos que ya obraban en nuestro poder.
– Se lo pido por favor -nos dijo el hombre del traje osscuro-, hay que volver a dejar todo esto como estaba. ¡Si mañana, cuando abran las puertas del palacio, descubren el vestíbulo en este estado, sería trágico para mí!
Pero a nuestro guía no le duró mucho tiempo la preocupación. Apenas había terminado de hablar cuando la tapa de la cavidad secreta volvió a su enclave, el mapa empezó a girar en sentido contrario y recuperó su posición original.
– Y ahora -dijo Ivory-, ¿dónde está el cuarto fragmento que han traído de Rusia?
Keira y yo intercambiamos una mirada; ambos nos sentíamos violentos.
– No querría en modo alguno aguarles la fiesta -insistió el hombre del traje oscuro-, pero si pudieran hablar de todo esto fuera del palacio, me vendría muy bien. Todavía tengo que ir a cerrar el despacho del señor Vackeers. Los guardias van a empezar su ronda y ahora ya sí que tienen que marcharse, por favor.
Ivory cogió a Keira del brazo.
– Tiene razón -dijo-, salgamos de aquí, tenemos toda la noche para hablar.
De vuelta en el hotel Krasnapolsky, Ivory nos pidió que lo siguiéramos hasta su habitación.
– Me han mentido, ¿verdad? -dijo tras cerrar la puerta-. Oh, por favor, no me tomen por tonto, he visto la cara que han puesto hace un momento. No han podido traer de Rusia el cuarto fragmento.
– Pues no, no hemos podido -contesté enfadado-. Y eso que sabíamos dónde se encontraba, estábamos incluso a pocos metros, pero como nadie nos había avisado de lo que nos esperaba, como usted se cuidó muy mucho de advertirnos del ensañamiento de los que nos persiguen desde que nos lanzó sobre la pista de estos fragmentos… ¡Por poco nos matan, no querrá encima que me disculpe!
– ¡Son los dos unos irresponsables! Al venir aquí me han hecho mover un peón, que no debía avanzar más que como última opción. ¿Acaso creen que nuestra visita pasará inadvertida? El ordenador en el que nos hemos introducido pertenece a una red de las más sofisticadas. A estas horas decenas de informáticos habrán advertido a su responsable de división de que el terminal de Vackeers se ha encendido solo en plena noche, ¡y dudo mucho que crean que es cosa de fantasmas!
– Pero ¡¿quién es esa gente, maldita sea?! -le grité a Ivory a la cara.
– Calma los dos, no es momento ahora de arreglar cuentas -intervino Keira-, Intercambiar gritos e insultos no sirve de nada. No le hemos mentido del todo, fui yo quien convenció a Adrian de que lo engañáramos. Tengo la esperanza de que tres fragmentos basten para revelarnos lo que necesitamos para progresar en nuestra investigación, así que en lugar de perder el tiempo en discusiones inútiles, ¿qué tal si los reunimos?
Keira se quitó el colgante, yo me saqué mi fragmento del bolsillo, abrí el pañuelo con el que lo había protegido, y los juntamos con el que habíamos descubierto bajo la losa del palacio de Dam.
Fue para los tres una decepción inmensa pues no ocurrió nada. La luz azulada que tanto esperábamos ver no apareció. Peor todavía, la atracción magnética que hasta entonces unía entre sí los dos primeros fragmentos parecía haberse desvanecido. Ni siquiera se soldaron los unos a los otros. Los objetos estaban inertes.
– ¡Pues sí que estamos apañados! -masculló Ivory.
– ¿Cómo es posible? -se extrañó Keira.
– Supongo que, a fuerza de manipularlos, hemos terminado por agotar su energía -dije yo.
Ivory se retiró a su habitación dando un portazo y nos dejó a los dos solos en el saloncito de su suite.
Keira recogió los tres fragmentos y me sacó de la habitación.
– Tengo hambre -me dijo en el pasillo-, ¿restaurante o servicio de habitaciones?
– Servicio de habitaciones -contesté yo sin vacilar.
Mientras Keira se daba un buen baño relajante, yo coloqué los tres fragmentos sobre el pequeño escritorio de nuestra habitación y los observé, haciéndome mil preguntas. ¿Había que exponerlos a una luz viva para recargarlos? ¿Qué energía podría volver a crear la fuerza que los atraía entre sí? Me daba perfecta cuenta de que se me escapaba algo, mi razonamiento no era completo. Estudié desde más cerca el fragmento triangular que acabábamos de descubrir. Era similar a los otros dos, el grosor era estrictamente idéntico. Di vueltas al objeto, y entonces un detalle en el canto atrajo mi atención. Había una ranura en toda la circunferencia, como un surco excavado, una mella horizontal y circular. Por su regularidad, no podía ser accidental. Reuní los tres fragmentos sobre la mesa y estudié desde más cerca la sección. La ranura proseguía de manera perfecta. Se me ocurrió una idea, abrí el cajón del escritorio y encontré lo que buscaba, un lápiz y un bloc de notas. Arranqué una hoja de papel, puse encima los fragmentos y los junté. Con el lápiz, fui siguiendo el contorno exterior de los mismos sobre el papel. Cuando los quité y miré el dibujo trazado sobre la hoja, descubrí los tres cuartos de la periferia de un círculo perfecto.
Me precipité al cuarto de baño.
– Ponte un albornoz y ven conmigo.
– ¿Qué pasa? -preguntó Keira.
– ¡Date prisa!
Llegó unos segundos después, con el cuerpo envuelto en una toalla grande y el cabello en otra más pequeña.
– ¡Mira! -le dije mientras le tendía mi dibujo.
– Casi dibujas un círculo, fantástico, ¿y para eso me sacas de mi baño?
Cogí los fragmentos y los coloqué en su lugar sobre la hoja.
– ¿No ves nada?
– ¡Sí, que sigue faltando uno!
– ¡Pues eso ya es un dato importantísimo! Hasta ahora nunca habíamos sabido cuántos fragmentos exactamente componían este mapa, pero mirando esta hoja, y lo has dicho tú misma, ahora es evidente, sólo falta uno y no dos como habíamos pensado en un principio.
– Pero con todo sigue faltando uno, Adrian, y los otros ya no tienen ningún poder, así que ¿puedo volver ya a mi baño antes de que se me quede el agua helada?
– ¿No ves nada más?
– ¿Vas a seguir jugando mucho rato a las adivinanzas? No, sólo veo un círculo pintado a lápiz, ¡así que dime lo que escapa a mi inteligencia, visiblemente inferior a la tuya!
– ¡Lo interesante en nuestra esfera armilar no es tanto lo que nos muestra como lo que no nos muestra y que sin embargo adivinamos!
– ¿Y en cristiano eso qué quiere decir?
– ¡Si los objetos ya no reaccionan es porque carecen de un conductor, la quinta pieza que falta para completar el puzle! Estos fragmentos estaban engastados en un anillo, un hilo que debía de conducir una corriente.
– ¿Entonces por qué antes se iluminaban los dos primeros?
– Porque con los rayos de las tormentas habían acumulado energía. A fuerza de reunirlos una y otra vez hemos agotado sus reservas. Su funcionamiento es elemental, responde al principio que se aplica a toda forma de corriente, por un intercambio de iones positivos e iones negativos que tienen que poder circular.
– Vas a tener que explicármelo un poco mejor -dijo Keira, sentándose a mi lado-, yo no sé ni cambiar una bombilla.
– Una corriente eléctrica es un desplazamiento de electrones en el seno de un material conductor. Desde la corriente más potente hasta la más ínfima, como la que recorre tu sistema nervioso, no se trata más que de un trasvase de electrones. Si nuestros objetos ya no reaccionan, es porque ya no está ese material conductor del que te hablo. Y ese conductor es precisamente la quinta pieza que falta para completar el puzle, la pieza de la que te hablaba hace un momento, un anillo que sin duda alguna rodeaba el objeto cuando no estaba fragmentado. Los que disociaron los fragmentos debieron de romperlo. Hay que encontrar la manera de fabricar uno nuevo, hacerlo de manera que se ajuste perfectamente a la periferia de los fragmentos que tenemos, y entonces estoy seguro de que recobrarán su poder luminiscente.
– ¿Y dónde pueden fabricarnos un anillo así?
– ¡Nos lo puede hacer un restaurador de esferas armilares! Las más bonitas se construyeron en Amberes, y conozco a alguien en París que podrá informarnos.
– ¿Se lo comentamos a Ivory? -me preguntó Keira.
– Sin dudarlo. ¡Sobre todo no hay que perder de vista a ese tipo que nos ha acompañado al palacio de Dam, puede sernos muy útil, yo no hablo ni papa de holandés!
Tuve que convencer a Keira para que diera ella el primer paso. Llamó a Ivory y le declaró que teníamos algo muy importante que revelarle. El viejo profesor ya estaba en la cama, pero aceptó levantarse y nos pidió que fuéramos a su suite.
Le expuse mi razonamiento, lo que al menos tuvo el efecto de disipar su mal humor. Prefería que no llamara al anticuario del barrio del Marais como había pensado hacerlo. El tiempo apremiaba, y temía que muy pronto volviéramos a estar en peligro. Le pareció muy bien la idea de ir a Amberes: cuanto más nos moviéramos, más seguros estaríamos. Llamó al secretario de Vackeers en plena noche y le pidió que localizara a un artesano que pudiera restaurar un instrumento de astronomía muy antiguo. Éste le prometió que lo investigaría y le dijo que se pondría en contacto con nosotros al día siguiente.
– No quisiera ser indiscreta -dijo Keira-, pero ¿ese señor tiene nombre y apellido, o al menos nombre? Si tenemos que volver a verlo mañana, me gustaría saber quién es.
– Por ahora conténtese con el nombre de Wim. Dentro de unos días probablemente se llamará «Amsterdam», y ya no podremos contar con él.
Al día siguiente nos reunimos con aquel al que había que llamar Wim. Llevaba el mismo traje y la misma corbata que el día anterior. Mientras desayunábamos en el hotel, nos informó de que no necesitaríamos ir a Amberes. En Amsterdam había un taller de relojería muy antiguo, y su dueño era al parecer descendiente directo de Erasmo Habermel.
– ¿Y quién es ese tal Erasmo Habermel? -preguntó Keira.
– El fabricante de instrumentos científicos más famoso del siglo xvi -contestó Ivory.
– ¿Cómo lo sabe? -le pregunté a mi vez.
– Soy profesor, por si aún no se había dado cuenta, tendrá que perdonarme si soy un hombre culto.
– Cuánto me alegro de que saque usted el tema -intervino Keira-, ¿y de qué era profesor exactamente? Nos lo estábamos preguntando el otro día Adrian y yo.
– Es un honor para mí que mi carrera profesional despierte su interés pero, díganme, ¿estamos buscando un restaurador de instrumentos astronómicos antiguos, o prefieren que dediquemos el día entero a comentar mi curriculum vitae? Bien. Bueno, ¿qué estábamos diciendo de Erasmo Habermel? Puesto que a Adrian parece extrañarle mi erudición, dejémosle hablar a él, ¡veamos si se sabe la lección!
– Los instrumentos fabricados en los talleres de Habermel no tienen parangón hasta la fecha, tanto por su calidad de ejecución como por su belleza -dije, lanzándole una mirada asesina a Ivory-, La única esfera armilar que se ha encontrado, atribuida a este artesano, está en París, en las colecciones de la Asamblea Nacional, si no recuerdo mal. Habermel debía de tener una estrecha relación con los astrónomos más destacados de su tiempo, Tycho Brahe y su ayudante Johannes Kepler, así como el gran relojero suizo Jost Bürgi. Es probable que trabajara también con Gualterio Arsenius, cuyo taller se encontraba en Lovaina. Huyeron juntos de la ciudad cuando la gran epidemia de peste negra de 1580. Las semejanzas estilísticas entre los instrumentos de Habermel y los de Arsenius son tan evidentes que…
– Bien, el alumno Adrian se sabe la lección de carrerilla -interrumpió secamente Ivory-, pero no estamos aquí para escucharle presumir de sus conocimientos. Lo que nos interesa es precisamente esa estrecha conexión entre Habermel y Arsenius. Gracias a Wim me he podido enterar de que da la casualidad de que uno de sus descendientes directos vive en Amsterdam, así que, si no tienen inconveniente, les propongo que abandonemos las aulas por hoy y vayamos corriendo a verlo. ¡Suban a coger sus abrigos y nos vemos en el vestíbulo dentro de diez minutos!
Keira y yo nos despedimos de Ivory y fuimos a nuestra habitación.
– ¿Cómo sabías tantas cosas sobre ese tal Habermel? -me preguntó Keira en el ascensor.
– Me empollé un libro que le compré a un anticuario del Marais.
– ¿Cuándo?
– El día que tú me abandonaste tan elegantemente para pasar la velada con tu querido Max y yo dormí en un hotel, ¿te acuerdas? ¡Una noche entera cunde mucho!
Un taxi nos dejó a los cuatro en una callejuela del casco viejo de la ciudad. Al fondo de un callejón había un taller de relojería con un gran ventanal que daba a la calle. Desde el patio se veía a un hombre mayor inclinado sobre su banco de trabajo, ocupado en reparar un reloj de pared. El mecanismo que ensamblaba con extrema meticulosidad se componía de una cantidad impresionante de piezas minúsculas dispuestas en perfecto orden delante de él. Cuando empujamos la puerta para entrar sonó una campanilla. El hombre levantó la cabeza. Llevaba unas curiosas gafas que le agrandaban los ojos y le hacían parecer un extraño animal. El taller olía a madera vieja y a polvo.
– ¿Qué puedo hacer por ustedes? -nos preguntó.
Wim le explicó que queríamos encargar la fabricación de una pieza para completar un aparato muy antiguo.
– ¿Qué clase de pieza? -preguntó el hombre, quitándose sus curiosas gafas.
– Un círculo, de latón o de cobre -contesté yo.
El hombre se volvió y se dirigió a mí en un inglés con acento germánico.
– ¿De qué diámetro?
– No puedo decírselo con precisión.
– ¿Puede enseñarme ese aparato antiguo que quieren reparar?
Keira se acercó al banco de trabajo, pero el hombre levantó los brazos al cielo, exclamando:
– Por ahí no, insensata, me lo va a desordenar todo. Síganme hasta esta mesa, por aquí -dijo, señalando el centro del taller.
Nunca había visto tantos instrumentos de astronomía. Mi anticuario del Marais habría palidecido de envidia. Los anaqueles estaban llenos de astrolabios, esferas, teodolitos y sextantes que esperaban para recobrar su juventud perdida.
Keira dejó los tres fragmentos en la mesa que le había señalado el artesano, los juntó y retrocedió un paso.
– Qué extraño aparato -dijo el viejo-, ¿Para qué sirve?
– Es una especie de astrolabio -dije mientras me acercaba a la mesa.
– ¿De este color y de este material? Nunca había visto nada parecido. Casi parece ónice, pero se ve que no lo es. ¿Quién lo habrá fabricado?
– No tenemos ni idea.
– Son ustedes unos clientes muy raros, no saben quién lo ha fabricado, no saben de qué está hecho, no saben siquiera para qué sirve pero quieren repararlo… ¿Cómo reparar algo si no se sabe cómo funciona?
– Queremos completarlo -dijo Keira-, Si lo mira de cerca, verá que hay una ranura en el canto de cada fragmento. Estamos seguros de que en ella se insertaba un anillo, probablemente una aleación conductora que servía de engaste al aparato en su conjunto.
– Puede ser -dijo el hombre. Parecía que el objeto había despertado su curiosidad-. Veamos, veamos -dijo, levantando la cabeza.
Una multitud de objetos se balanceaban atados al extremo de largos cordeles que colgaban del techo.
– Ya no sé dónde poner las cosas, así que tengo que innovar. ¡Anda, esto es exactamente lo que buscaba!
El artesano cogió un largo compás de puntas telescópicas unidas entre sí por un arco graduado. Volvió a ajustarse las gafas y se inclinó sobre nuestros fragmentos.
– Tiene gracia -dijo.
– ¿El qué? -quiso saber Keira.
– El diámetro es de 31,4115 centímetros.
– ¿Y eso qué tiene de divertido? -preguntó Keira.
– Es exactamente el valor del número pi multiplicado por diez. Pi es un número de gran trascendencia, no lo ignoraba, ¿verdad? -preguntó el viejo relojero-. Es el resultado constante de dividir el área de un disco por el cuadrado de su radio o, si lo prefiere, el resultado de dividir la circunferencia de un círculo por su radio.
– Debí de faltar a clase el día que nos enseñaron eso -reconoció Keira.
– No tiene mucha importancia -dijo el relojero-, pero hasta ahora nunca había visto un instrumento que tuviera este diámetro con tanta precisión. Es muy ingenioso. ¿No tiene ni la más mínima idea de para qué se utiliza?
– ¡No! -me apresuré a contestar para contener los impulsos de sinceridad a los que me tenía acostumbrado Keira.
– Fabricar un anillo de engaste no es muy complicado, debería poder hacerlo por un precio de… digamos doscientos florines, lo que equivale a…
El hombre abrió un cajón y sacó una calculadora.
– … noventa euros. Discúlpenme, no consigo acostumbrarme a esta nueva moneda.
– ¿Cuándo estará listo? -quise saber.
– He de terminar de reparar el reloj de pared en el que estaba trabajando cuando han llegado ustedes. Tiene que volver a su lugar en el frontispicio de una iglesia, y el cura me llama todos los días para saber cómo lo llevo. Tengo también tres relojes antiguos que arreglar, podría ponerme con su objeto a finales de mes, ¿le conviene?
– ¡Le damos mil florines si se pone a ello ahora mismo! -dijo Ivory.
– ¿Tanta prisa tienen? -preguntó el artesano.
– Más todavía -contestó Ivory-, ¡le doy el doble si el anillo está terminado esta noche!
– No -contestó el relojero-, mil florines son más que suficientes, y voy con tanto retraso en lo demás que un día más, un día menos… Vuelvan a eso de las seis.
– Preferiríamos esperar aquí, si no le importa.
– Bueno, si no me molestan en mi trabajo, no tengo inconveniente. Después de todo, un poco de compañía no puede hacerme daño.
El viejo artesano se puso en seguida manos a la obra. Abrió los cajones uno detrás de otro y eligió una tira de latón que parecía convenirle. La estudió atentamente, comparó el ancho con el grosor del canto de los fragmentos y nos anunció que podía servirle. La colocó sobre su banco de trabajo y empezó a darle forma. Con ayuda de un torno excavó un surco en un lado y, cuando volvió la tira, nos enseñó el relieve que se había formado por el otro lado. Los tres estábamos fascinados por su habilidad. El artesano comprobó que se ajustaba bien en la ranura de los fragmentos, volvió a pasar el torno, yendo y viniendo para hacer más profundo el surco, y descolgó un gálibo que colgaba de una cadena. Con ayuda de un martillito muy pequeño, fue curvando la tira de latón alrededor del gálibo.
– ¿De verdad es usted descendiente de Habermel? -le preguntó Keira.
El hombre levantó la cabeza y le sonrió.
– ¿Cambia algo eso? -le preguntó a su vez.
– No, pero todos estos aparatos antiguos que tiene aquí en su taller…
– Debería dejarme trabajar si quiere que les termine el anillo a tiempo. Luego, si quiere, podremos hablar largo y tendido de mis antepasados.
Nos quedamos en un rincón sin decir una palabra, contentándonos con observar a ese artesano cuya habilidad nos maravillaba. Permaneció inclinado sobre su banco de trabajo durante dos horas seguidas; las herramientas se movían en sus manos con tanta precisión como si se hubiera tratado de instrumentos de cirugía. De pronto, el artesano hizo girar su taburete y se volvió hacia nosotros.
– Creo que ya lo tenemos -dijo-. ¿Quieren acercarse?
Nos inclinamos sobre el banco de trabajo. La circunferencia era perfecta; la pulió con un cepillo metálico movido por un torno con un pequeño motor y luego la limpió con una gamuza.
– Veamos si los objetos se engastan bien -dijo al tomar el primer fragmento.
A su lado colocó el segundo, y el tercero.
– Es evidente que falta uno, pero le he dado al anillo la tensión suficiente para que los otros tres permanezcan unidos, siempre y cuando se manejen con cuidado, claro.
– Sí, falta uno -corroboré. Me costaba ocultar mi decepción.
Contrariamente a lo que esperaba, no se produjo ningún fenómeno eléctrico.
– Qué lástima -dijo el artesano-, me habría encantado ver completo este aparato, se trata de una especie de astrolabio, ¿verdad?
– Eso es -dijo Ivory, mintiendo sin el menor escrúpulo.
El viejo profesor dejó quinientos euros sobre el banco de trabajo y le dio las gracias al artesano por su labor.
– En su opinión, ¿quién lo fabricó? -preguntó éste-. No recuerdo haber visto ninguno semejante.
– Ha hecho un trabajo prodigioso -le contestó Ivory-, Tiene unas manos de oro; no voy a dudar en recomendarlo a aquellos de mis amigos que tengan algún objeto valioso que restaurar.
– Mientras no sean tan impacientes como ustedes, serán bienvenidos -dijo el artesano, y nos acompañó hasta la puerta de su taller.
– Y ahora -nos dijo Ivory una vez en la calle-, ¿tienen alguna otra idea para hacerme gastar mi dinero? ¡Porque hasta ahora no he visto nada muy impresionante que digamos!
– Necesitamos un láser -anuncié-. Un láser con la potencia adecuada podría aportar la energía suficiente para recargar el objeto, y así tendríamos una nueva proyección del mapa celeste. Quién sabe lo que puede aparecer gracias al tercer fragmento. Quizá nos revele algo importante.
– Un láser de mucha potencia… Pues no pide usted poco ni nada, ¿y dónde quiere que lo encontremos? -preguntó Ivory, exasperado.
Wim, que no había pronunciado una sola palabra en toda la tarde, dio un paso adelante.
– Hay uno en la universidad de Virje, en el LCVU, los departamentos de física, astronomía y química lo comparten.
– ¿El LCVU? -preguntó Ivory.
– Laser Center of Virje University -contestó Wim-, lo creó el profesor Hogervorst. Estudié en esa universidad y conozco bien a Hogervorst. Ya se ha jubilado, pero puedo llamarlo y pedirle que interceda por nosotros para que podamos tener acceso a las instalaciones del campus.
– ¿Y a qué espera para hacerlo? -lo apremió Ivory.
Wim se sacó una libretita del bolsillo y la hojeó, nervioso.
– No tengo su número de teléfono, pero voy a llamar a la universidad, estoy seguro de que sabrán decirme cómo ponerme en contacto con él.
Wim se pasó media hora al teléfono, haciendo un montón de llamadas para localizar al profesor Hogervorst. Volvió muy abatido.
– He conseguido el teléfono de su casa, y no ha sido tarea fácil, créanme. Por desgracia, su asistente no ha podido ponerme en contacto con él. Hogervorst está en un congreso en Argentina y no volverá hasta principios de la semana que viene.
Lo que ha funcionado una vez, perfectamente puede funcionar dos veces. Recordé el ardid de Walter cuando quisimos acceder a instalaciones de esa clase en Creta. En esa ocasión, mi amigo había dicho que lo recomendaba la Academia. Cogí el móvil de Ivory y llamé en seguida a Walter. Me saludó con voz lúgubre.
– ¿Qué pasa? -le pregunté.
– ¡Nada!
– Sí, Walter, tu voz me dice que algo no va bien, ¿de qué se trata?
– Te he dicho que no me pasa nada.
– Perdona que insista, pareces de capa caída.
– ¿Me has llamado para hablar de trapos?
– Walter, no seas crío, no estás como siempre, ¿has bebido?
– ¿Y eso qué más da? ¿Es que no puedo hacer lo que me da la gana?
– Pero si no son más que las siete, ¿dónde estás?
– ¡En mi despacho!
– ¿Te has cogido una cogorza en tu despacho?
– ¡No estoy borracho, sólo un poco piripi! ¡Y no empieces con tus sermones, no estoy ahora como para escuchar nada!
– No tenía intención de echarte un sermón, pero no pienso colgar hasta que no me digas lo que te pasa.
Se produjo un silencio, oía la respiración de Walter al teléfono y de pronto me pareció percibir un sollozo ahogado.
– Walter, ¿estás llorando?
– ¿Y eso a ti qué te importa? Habría preferido no conocerte nunca.
No sabía qué podía haber ocurrido para que Walter estuviera así, pero su comentario me afectó profundamente. Nuevo silencio, nuevo sollozo. Esta vez, Walter se sonó la nariz ruidosamente.
– Lo siento, no quería decir eso.
– Pero lo has dicho. ¿Qué te he hecho para que estés tan enfadado conmigo?
– ¡Tú, tú, tú, te crees el ombligo del mundo! Que si Walter por aquí, que si Walter por allá, porque estoy seguro de que si me llamas es porque me necesitas para algo. No me digas que sólo llamabas para saber cómo me encuentro porque no me lo creo.
– Pues eso es lo que intento hacer, en vano, desde que empezamos esta conversación.
Tercer silencio, Walter estaba pensando en lo que le acababa de decir.
– Es verdad -suspiró.
– ¿Me vas a contar de una vez lo que te tiene así de mal?
Ivory se estaba impacientando, me hacía gestos con los brazos para que me diera prisa. Me alejé y lo dejé con Keira y con Wim.
– Tu tía ha regresado a Hydra, y yo nunca me había sentido tan solo en toda mi vida -me confió Walter con un nuevo sollozo.
– ¿Ha ido bien vuestro fin de semana juntos? -le pregunté, rezando por que me dijera que sí.
– Si te digo que bien, me quedo corto. Cada momento ha sido idílico, nos hemos llevado de maravilla.
– Entonces deberías estar loco de alegría, no te entiendo.
– La echo de menos, Adrian, no te imaginas cuánto. Nunca había vivido algo así. Hasta que conocí a Elena, mi vida era un desierto, un desierto con algún que otro oasis de vez en cuando, pero no eran más que espejismos. Sin embargo, con ella todo es verdad, todo existe.
– Te prometo que nunca le contaré a Elena que la comparas con un puñado de palmeras; eso quedará entre nosotros.
Esa tontería debió de hacerle gracia, pues se puso de mejor humor.
– ¿Cuándo os vais a volver a ver?
– No hemos fijado ninguna fecha, tu tía estaba muy turbada cuando la acompañé al aeropuerto. Creo que lloraba cuando íbamos por la autopista, ya sabes lo reservada que es; no apartó los ojos del paisaje durante todo el trayecto. Pero yo me daba perfecta cuenta de que estaba muy triste.
– ¿Y no habéis fijado una fecha para volver a veros?
– No, antes de coger el avión me dijo que nuestra relación no era razonable. Su vida está en Hydra junto a tu madre, añadió, ella tiene allí su tienda, y en cuanto a mí, mi vida está en Londres, en este despacho siniestro de la Academia. Nos separan dos mil quinientos kilómetros.
– Pero bueno, Walter, ¡y luego dices que yo soy torpe! ¿No has comprendido lo que te quería decir Elena con eso?
– Que prefiere terminar nuestra relación y no verme nunca más -dijo Walter entre dos sollozos.
Dejé que pasara la tormenta y esperé a que se hubiera calmado para hablarle.
– ¡Qué va, en absoluto! -tuve que gritar al teléfono para que me oyera.
– ¿Cómo que en absoluto?
– Pues que es todo lo contrario. Lo que te dijo quiere decir: «Date prisa en venir a verme a mi isla, estaré pendiente cada día cuando llegue el primer ferry al puerto.»Cuarto silencio, si no había contado mal.
– ¿Estás seguro? -preguntó Walter.
– Segurísimo.
– ¿Y por qué estás tan seguro?
– ¡Es mi tía, no la tuya, que yo sepa!
– ¡A Dios gracias! Aunque estuviera loco de amor no podría flirtear con mi tía, sería de lo más indecoroso.
– ¡Hombre, eso no hace falta ni que lo digas!
– Adrian, ¿qué tengo que hacer?
– Volver a vender tu coche y sacarte un billete de avión para Hydra.
– Pero ¡qué idea más buena! -exclamó Walter, que había recuperado su voz de siempre.
– Gracias, Walter.
– Te cuelgo, me vuelvo a casa, me voy a la cama, pongo el despertador a las siete, mañana voy al taller y justo después a una agencia de viajes.
– Antes de eso, tengo un pequeño favor que pedirte, Walter.
– Lo que quieras.
– ¿Te acuerdas de nuestra pequeña escapada a Creta?
– Y tanto que sí, vaya carrera nos pegamos, todavía me río al recordarla, tendrías que haber visto la cara que pusiste cuando dejé KO al guardia de seguridad…
– Estoy en Amsterdam y necesito poder acceder al mismo tipo de instalaciones que en Creta; las que me interesan están en el campus de la universidad de Virje. ¿Crees que podrás ayudarme?
Último silencio… Walter estaba pensando.
– Llámame dentro de media hora, veré lo que puedo hacer.
Volví con Keira. Ivory nos propuso ir a cenar al hotel. Le agradeció a Wim su ayuda y le dijo que ya no lo necesitábamos por hoy. Keira quería saber cómo estaba Walter, y le dije que bien, muy bien. Durante la cena, los dejé un momento para subir a mi habitación. Llamé a Walter pero la línea estaba ocupada, así que lo volví a intentar varias veces, hasta que por fin contestó.
– Mañana a las nueve y media tenéis cita en el 1.081 de Boelelaan, en Amsterdam. Sed puntuales. Podréis utilizar el láser durante una hora, ni un minuto más.
– ¿Cómo has conseguido tamaña proeza?
– ¡No te lo vas a creer!
– Venga, dime, que me tienes en ascuas.
– He llamado a la universidad de Virje, he pedido que me pongan con el responsable y me he hecho pasar por el presidente de nuestra Academia. Le he dicho que necesitaba hablar urgentemente con el rector de la universidad, que lo llamara a su casa si era necesario, y que éste me devolviera la llamada lo antes posible. Le he dado el número de la Academia, para que viera que no era ninguna broma, y el de mi despacho para que me llamara a mí directamente. A partir de ahí ha sido un juego de niños. El rector de la universidad de Amsterdam, un tal profesor Ubach, me ha llamado un cuarto de hora más tarde. Le he dado las gracias cordialmente por llamarme a una hora tan tardía y le he dicho que dos de nuestros científicos más destacados estaban actualmente en Holanda, concluyendo unas investigaciones dignas del Nobel y que necesitaban utilizar su láser para comprobar algunos parámetros.
– ¿Y ha aceptado recibirnos?
– Sí, he añadido que, a cambio de ese pequeño favor, la Academia multiplicaría por dos su cupo de admisión de estudiantes holandeses, y ha aceptado. ¡No olvides que al fin y al cabo hablaba con el presidente de la Real Academia de las Ciencias! Me lo he pasado pipa.
– No sé cómo darte las gracias, Walter.
– Pues dáselas sobre todo a la botella de whisky que me he tomado esta noche, ¡sin ella no habría sido capaz de interpretar tan bien mi papel! Adrian, cuídate y vuelve pronto, a ti también te echo mucho de menos.
– Lo mismo te digo, Walter. De todas formas, mañana me juego mi última carta, si mi idea no funciona, no tendremos más remedio que abandonar la partida.
– No es lo que yo querría, aunque te confieso que a veces tengo esa esperanza, la verdad.
Colgué y fui a anunciarles la buena noticia a Keira y a Ivory.