La habitación del hotel Intercontinental olía a tabaco. Nada más llegar, y pese a una temperatura de apenas cero grados, Keira abrió la ventana de par en par.
– Lo siento, es la única habitación libre de todo el hotel.
– Apesta a puro, es horroroso.
– Y de mala calidad, además -añadí yo-, ¿Quieres que cambiemos de hotel? Si no, también puedo pedir más mantas o unos anoraks, ¿quieres?
– No perdamos tiempo, vamos en seguida a la Sociedad de Arqueología; cuanto antes demos con ese tal Egorov, antes nos marcharemos de aquí. Ay, Dios, cuánto echo de menos los aromas del valle del Omo…
– Te prometí que volveríamos algún día, cuando todo esto haya terminado.
– A veces me pregunto si todo esto, como tú dices, terminará algún día -masculló Keira, y cerró la puerta de la habitación.
– ¿Tienes la dirección de la Sociedad de Arqueología? -le pregunté en el ascensor.
– No sé por qué Thornsten sigue llamándola así. Al final de la década de 1950 la rebautizaron como Academia de las Ciencias.
– ¿Academia de las Ciencias? Qué nombre más bonito, a lo mejor encuentro trabajo allí, nunca se sabe.
– ¿En Moscú? ¡Sí, hombre, lo que faltaba!
– Pues ¿sabes?, en Atacama habría podido trabajar perfectamente en el seno de una delegación rusa. A las estrellas eso les trae al pairo por completo.
– Claro, sería muy práctico para tus artículos. Ya me dirás cómo te las ibas a apañar con un teclado en alfabeto cirílico.
– Tener razón para ti, ¿qué es, una necesidad o una obsesión?
– ¡Ambas cosas no son incompatibles! Bueno, qué, ¿nos vamos ya?
El viento era helador, así que nos refugiamos rápidamente en un taxi. Keira le explicó cómo pudo al conductor dónde íbamos, pero como éste no entendía una palabra, desplegó un plano de la ciudad y le señaló el lugar. Quienes dicen que los taxistas de París no son amables es porque nunca han cogido un taxi en Moscú. Las calles de la ciudad ya estaban cubiertas por una buena capa de hielo, pero eso no parecía molestar a nuestro conductor. Su viejo Lada daba bandazos, pero cada vez lo enderezaba sin problemas de un volantazo.
Keira se presentó en la puerta de la Academia, dijo quién era y que era arqueóloga. El portero la dirigió hacia la administración. Una joven asistente investigadora, que hablaba un inglés más que correcto, nos recibió con mucha amabilidad. Keira le explicó que queríamos contactar con un tal Egorov, que era profesor y que había dirigido la Sociedad de Arqueología en la década de 1950.
La joven parecía extrañada, nunca había oído hablar de esa sociedad, y los archivos de la Academia de las Ciencias sólo se remontaban al año de su creación, 1958. Nos pidió que la esperáramos un momento y volvió media hora después con uno de sus superiores, un hombre de unos sesenta años por lo menos. Se presentó y nos pidió que lo acompañáramos a su despacho. La joven, que respondía al nombre de Svetlana y que era preciosa, dicho sea de paso, se despidió de nosotros antes de retirarse. Keira me dio una patada mientras me preguntaba si necesitaba su ayuda para averiguar el teléfono de la chica.
– No sé de qué me hablas -suspiré, frotándome la pantorrilla.
– ¡Encima no me tomes por tonta!
El despacho en el que entramos habría hecho palidecer de envidia a Walter. Un gran ventanal dejaba entrar una luz muy bonita, y se veían caer gruesos copos de nieve al otro lado del cristal.
– No es la mejor época del año para visitarnos -dijo el hombre a la vez que nos invitaba a sentarnos-. Prevén una buena tormenta de nieve para esta noche o mañana por la mañana como muy tarde.
El hombre abrió un termo y nos sirvió un vasito de té ahumado.
– Puede que haya dado con este tal Egorov al que buscan -nos dijo-, ¿Puedo saber por qué quieren entrevistarse con él?
– Investigo las migraciones humanas en Siberia en el IV milenio y me han dicho que él conoce muy bien el tema.
– Es posible -dijo el hombre-, aunque tengo mis reservas.
– ¿Por qué? -quiso saber Keira.
– La Sociedad de Arqueología era un nombre ficticio atribuido a una rama muy particular de los servicios secretos. En época de la Unión Soviética, los científicos no eran menos vigilados que los demás ciudadanos, al contrario. Al amparo de tan bonito nombre, esta célula tenía la misión de controlar las investigaciones llevadas a cabo en el ámbito de la arqueología, y en especial de hacer inventario y confiscar todo aquello que pudiera encontrarse bajo tierra. Muchos tesoros arqueológicos desaparecieron… La corrupción y la codicia -añadió el hombre ante nuestro aire extrañado-. La vida era difícil en este país entonces, y lo sigue siendo ahora, pero comprendan que, entonces, una moneda de oro encontrada en una excavación podía asegurarle meses de supervivencia a su propietario, y lo mismo ocurría con los fósiles, que cruzaban las fronteras con más facilidad que las personas. Desde el reinado de Pedro el Grande, que fue el que verdaderamente impulsó las excavaciones arqueológicas en Rusia, nuestro patrimonio ha sufrido un saqueo continuo. Por desgracia, la loable organización que Kruchev instauró para protegerlo se saldó con uno de los mayores tráficos de antigüedades de la historia. En cuanto se desenterraban, los tesoros que ocultaba nuestra tierra se repartían entre los apparatchiks y salían del país para engrosar las colecciones de los ricos museos occidentales, cuando no se vendían a particulares. Todo el mundo sacaba partido, desde el arqueólogo más ramplón hasta el jefe de la misión, pasando por los agentes de la Sociedad de Arqueología que supuestamente debían vigilarlos. Este tal Vladenko Egorov al que buscan probablemente fuera uno de los peces más gordos de estas siniestras redes en las que todo valía, incluso matar, por supuesto. Si hablamos del mismo hombre, ése con el que piensan entrevistarse es un antiguo criminal que sólo debe su libertad a las personalidades influyentes que siguen aún en el poder, excelentes clientes que sentirían mucho que se jubilara ya. Si quieren enemistarse con todos los arqueólogos honrados de mi generación, no tienen más que mencionarles el nombre de Egorov. Por ello, antes de darles su dirección, querría saber qué objeto esperaban sacar de Rusia. Estoy seguro de que la policía estará muy interesada, a no ser que prefieran decírselo ustedes mismos -nos sugirió el hombre al tiempo que descolgaba el teléfono.
– ¡Se equivoca, no puede tratarse del Egorov al que nosotros buscamos, tiene que ser alguien con el mismo apellido! -exclamó Keira, tapando con la mano el teclado del teléfono.
Ni siquiera yo acertaba a creer una palabra de lo que nos decía ese hombre. Éste sonrió y volvió a marcar el mismo número.
– ¡Pare, maldita sea! ¿Cree de verdad que si me dedicara al tráfico de antigüedades iría a pedir la dirección de mi contacto a la Academia de las Ciencias? ¿Tan tonta parezco?
– Tengo que reconocer que no sería una maniobra muy sutil -dijo el hombre, colgando el teléfono-, ¿Quién le recomendó que se entrevistaran con él y con qué fin?
– Un viejo arqueólogo, y por los motivos que le he explicado con total sinceridad.
– Entonces se ha reído de usted. Pero quizá pueda informarla yo o ponerla en contacto con alguno de nuestros especialistas en el tema. Varios de nuestros colaboradores se interesan por las migraciones humanas que poblaron Siberia. Hasta estamos preparando un congreso sobre el tema, que se celebrará el verano que viene.
– Necesito ver a ese hombre, no volver a la universidad -contestó Keira-. Busco pruebas, y su pseudotraficante quizá las tuvo en su poder.
– ¿Puedo ver un momento sus pasaportes? Si tengo que ayudarlos a ponerse en contacto con esa clase de individuo, al menos querría comunicarles sus nombres a los agentes de aduanas, no se lo tomen a mal, es una manera de protegerme.
Sea lo que sea lo que han venido a hacer a nuestro país, no quiero verme involucrado, y aún menos que me acusen de complicidad. Así que les ofrezco un toma y daca: ustedes me dan una fotocopia de sus documentos, y yo les doy la dirección que buscan.
– Pues me temo que entonces tendremos que volver -le dijo Keira-, le hemos entregado nuestros pasaportes al recepcionista del hotel a nuestra llegada, y todavía no nos los ha devuelto.
– Es la verdad -dije, interviniendo por primera vez en la conversación-, llame al hotel si no nos cree, tal vez puedan mandarle por fax las primeras páginas.
Llamaron a la puerta y un joven intercambió unas palabras con nuestro interlocutor.
– Discúlpenme -dijo-, en seguida vuelvo. Mientras tanto, utilicen el teléfono que está sobre mi mesa y pidan que me envíen por fax a este número las primeras páginas de sus pasaportes.
Garabateó una serie de números en una hoja de papel y me la tendió antes de salir. Keira y yo nos quedamos solos.
– ¡Qué mal nacido este Thornsten!
– Bueno, no tenía por qué contarnos el pasado de su amigo -dije en su defensa-, y además nada nos asegura que él participara en sus tejemanejes.
– ¿Y los cien dólares, te crees que eran para comprar caramelos? ¿Sabes lo que eran cien dólares en los años setenta? Anda, haz esa llamada para que podamos irnos cuanto antes, este despacho me da mala espina.
Como no me movía, Keira descolgó ella misma el teléfono, pero yo se lo quité de las manos y lo devolví a su sitio.
– Esto no me gusta nada, pero nada de nada -le dije.
Me levanté y fui hacia la ventana.
– ¿Se puede saber qué estás haciendo?
– Estaba pensando en esa cornisa en el monte Hua Shan, a dos mil quinientos metros de altura, ¿te acuerdas? ¿Te sientes capaz de repetir la hazaña, pero a sólo dos plantas de distancia del suelo?
– ¿De qué estás hablando?
– Yo diría que nuestro anfitrión ha ido a recibir a la policía al pie de la escalinata de la Academia, y supongo que vendrán a detenernos dentro de unos minutos. Tienen el coche aparcado en la calle, justo debajo de esta ventana, un Ford con sirena y todo. ¡Cierra la puerta con pestillo y sígueme!
Arrimé una silla a la pared, abrí la ventana y calculé la distancia que nos separaba de la escalera de incendios situada en una esquina del edificio. Por la nieve, la superficie de la cornisa estaría resbaladiza, pero tendríamos más puntos de apoyo a los que agarrarnos entre las piedras de la fachada que en las paredes tan lisas del monte Hua Shan. Ayudé a Keira a trepar hasta el alféizar y la seguí. Cuando ya nos aventurábamos por la cornisa, oí llamar a la puerta del despacho; no tardarían mucho tiempo en descubrir nuestra evasión.
Keira se desplazaba por la pared con una agilidad pasmosa; el viento y la nieve frenaban su avance, pero ella resistía, y yo también. Unos minutos después, nos ayudamos mutuamente a saltar la barandilla de la escalera de incendios. Todavía teníamos que bajar unos cincuenta escalones de hierro, cubiertos por una buena capa de hielo. Keira se cayó cuan larga era en el rellano de la primera planta y se levantó apoyándose en la barandilla, maldiciendo el invierno ruso. El empleado del servicio de limpieza, que sacaba brillo al parqué del gran pasillo de la Academia, se quedó de piedra al vernos al otro lado de la ventana. Le hice un gesto tranquilizador y alcancé a Keira. La última parte de la salida de incendios consistía en una escalera de mano que bajaba mediante unas bisagras hasta la acera. Keira tiró de la cadena que la liberaba pero el mecanismo estaba atascado y nos quedamos atrapados a tres metros del suelo, demasiada altura como para intentar saltar sin riesgo de partirnos las piernas. Me acordé de un compañero que, al saltar desde un primer piso para salir sin permiso del colegio, se había visto en el suelo con las dos tibias fracturadas; ese recuerdo, aunque fugaz, me hizo renunciar a jugar a James Bond o al especialista que lo doblaba en las escenas peligrosas. Intenté romper el hielo que atascaba el mecanismo de la escalera a base de puñetazos mientras Keira saltaba encima con todo su peso gritando «¡Cede ya, cabrón!»… ¡Palabras textuales! Algo de efecto debieron de tener, porque el hielo cedió de golpe, y vi a Keira, agarrada a la escalera, precipitarse hacia la acera a velocidad de vértigo.
Se levantó del suelo maldiciendo. Nuestro anfitrión acababa de asomar la cabeza por la ventana de su despacho; él también parecía furioso. Me reuní con Keira, y corrimos como dos fugitivos hacia la boca de metro más próxima, que estaba a unos cien metros de allí. Keira corrió por el subterráneo y subió la escalera que llevaba al otro lado de la avenida. En Moscú, muchos automovilistas utilizan su propio coche como taxi improvisado para poder llegar a fin de mes. Basta levantar la mano para que uno de estos coches se pare, y, si se llega a un acuerdo sobre el precio, hay trato. A cambio de veinte dólares, el dueño de un Zil aceptó llevarnos.
Comprobé su nivel de inglés diciéndole con una gran sonrisa que su coche olía a tigre, que él era idéntico a mi tatarabuela y, por último, que con unos dedos como los suyos hurgarse la nariz no debía de ser tarea fácil. Como me contestó tres veces «Da», concluí que podía hablar con Keira con total tranquilidad.
– ¿Y ahora qué hacemos? -le pregunté.
– Pasamos por el hotel a recuperar nuestro equipaje e intentamos coger un tren antes de que nos detenga la policía. Después de mi experiencia en la cárcel china, prefiero matar a alguien antes que volver al trullo.
– ¿Y adónde vamos?
– Al lago Baikal, Thornsten lo mencionó.
El coche aparcó delante del Metropole-Intercontinental. Nos precipitamos a la recepción, donde una empleada encantadora nos devolvió nuestros pasaportes. Le pedí que fuera preparándonos la cuenta, me disculpé por tener que acortar así nuestra estancia y aproveché para preguntarle si podía reservarnos dos plazas en un coche-cama del Transiberiano. Se inclinó hacia mí para decirme en voz baja que dos policías acababan de pedirle que les imprimiera la lista de los clientes ingleses alojados en el hotel. Estaban sentados en un sofá del vestíbulo, consultándola. Añadió que su novio era británico, que se la llevaba a vivir con él a Londres, donde pensaban casarse en primavera. Le di la enhorabuena por tan excelente noticia, y ella me murmuró «God Save the Queen», guiñándome el ojo en un gesto de complicidad.
Arrastré a Keira hacia los ascensores, tuve que prometerle dos veces por el camino que no había coqueteado con la recepcionista y le expliqué por qué teníamos muy poco tiempo para largarnos de allí.
Una vez hecho el equipaje, estábamos a punto de salir de la habitación cuando sonó el teléfono. La recepcionista me confirmó que teníamos dos plazas en el vagón número 7 del Transiberiano que salía de la estación central a las 23.24 horas. Me dio el localizador de nuestra reserva, ya no teníamos más que recoger los billetes en la estación, los había añadido a nuestra cuenta y ya me lo había cobrado todo a mi tarjeta de crédito. Si cruzábamos el bar, podríamos salir del hotel sin tener que pasar por el vestíbulo…