Atenas, Hospital Universitario, unidad de infecciones pulmonares

– Por Dios, Adrian, cálmate. ¡Vas a terminar por hacerte daño!

Abro los ojos, quiero incorporarme, pero estoy atado. El rostro de Walter está inclinado sobre mí, parece totalmente desconcertado.

– ¿De verdad has vuelto con nosotros o estás sufriendo otro delirio?

– ¿Dónde estamos? -murmuro.

– Primero, contéstame a una preguntita: ¿con quién estás hablando, quién soy yo?

– Pero, Walter, ¿te has vuelto tonto o qué te pasa?

Walter se puso a aplaudir. No entendía por qué estaba tan nervioso. Se precipitó hacia la puerta y gritó por el pasillo que me había despertado, y esa noticia parecía alegrarlo profundamente. Se quedó un momento asomado fuera y luego se volvió, decepcionado.

– No sé cómo puedes vivir en este país, es como si la vida se interrumpiera a la hora de comer. No hay ni una enfermera, esto no hay quien se lo crea. Ah, sí, te he prometido que te diría dónde estamos. Estamos en la tercera planta de un hospital, en Atenas, en la unidad de infecciones pulmonares, habitación 307. Cuando puedas, tienes que venir a contemplar la vista, es muy bonita. Desde tu ventana se ve la bahía, no es frecuente poder disfrutar de este panorama desde un hospital. Tu madre y tu deliciosa tía Elena han removido cielo y tierra para conseguir que te pusieran en una habitación individual. Los departamentos administrativos no han tenido un momento de descanso. Tu deliciosa tía y tu madre son dos santas, créeme.

– ¿Qué hago aquí, y por qué estoy atado?

– Tienes que entender que la decisión de atarte a la cama no fue fácil, pero has sufrido algunos episodios de delirio lo suficientemente violentos como para que se juzgara más prudente protegerte de ti mismo. Y las enfermeras estaban hartas de encontrarte tirado en el suelo en mitad de la noche. ¡Hay que ver qué sueño más agitado tienes, es increíble! Bueno, supongo que no estoy autorizado, pero dado que todo el mundo duerme la siesta aquí, me considero la única autoridad competente, y como tal, voy a liberarte.

– Walter, ¿me vas a decir por qué estoy en una habitación de hospital?

– ¿No te acuerdas de nada?

– ¡Si me acordara de algo no te habría hecho esta pregunta!

Walter fue hasta la ventana y miró al exterior.

– No sé qué hacer -dijo, pensativo-. Prefiero que recuperes algo de fuerzas; hablaremos después, prometido.

Me incorporé en la cama y sentí un mareo; Walter se precipitó hacia mí para evitar que me cayera.

– ¿Entiendes ahora lo que te digo? Anda, túmbate y cálmate un poco. Tu madre y tu deliciosa tía estaban en un sin vivir por ti, así que hazme el favor de estar despierto cuando vengan a verte a última hora de la tarde. No te canses sin necesidad. ¡A la cama, es una orden! ¡En ausencia de los médicos, las enfermeras y Atenas entera, a la hora de la siesta mando yo!

Tenía la boca seca, Walter me dio un vaso de agua.

– Poco a poco, Adrian. Llevas mucho tiempo con suero, no sé si puedes beber agua. ¡No seas mal enfermo, hazme el favor!

– Walter, te doy un minuto para decirme cómo y por qué he llegado aquí, ¡o me arranco todos estos tubos!

– ¡No debería haberte desatado!

– ¡Te quedan cincuenta segundos!

– Muy mal por tu parte este chantaje, ¡me decepcionas, Adrian!

– ¡Cuarenta!

– ¡Te lo diré cuando hayas visto a tu madre!

– ¡Treinta!

– Entonces cuando pasen los médicos y me confirmen que estás curado.

– ¡Veinte!

– Pero ¡qué impaciente eres, hace días y días que velo por ti, podrías hablarme en otro tono!

– ¡Diez!

– ¡Adrian! -gritó Walter-, ¡Aparta ahora mismo la mano del catéter! Te lo advierto, una sola gota de sangre en esas sábanas blancas y no respondo.

– ¡Cinco!

– Vale, tú ganas, voy a contártelo todo, pero que sepas que ésta me la debes.

– ¡Adelante, Walter, te escucho!

– ¿No te acuerdas de nada?

– De nada.

– ¿Tampoco te acuerdas de que fui a Hydra?

– Sí, de eso sí me acuerdo.

– ¿Y del café que nos tomamos en la terraza del bar que está junto a la tienda de tu deliciosa tía?

– También.

– ¿De la foto de Keira que te enseñé?

– Claro que me acuerdo de esa foto.

– Eso es buena señal… ¿Y de nada más?

– Lo demás lo recuerdo muy vagamente, cogimos el ferry hasta Atenas, nos despedimos en el aeropuerto, tú volvías a Londres, y yo me iba a China. Pero ya no sé si eso era la realidad o una larga pesadilla.

– No, no, estate tranquilo, eso era real, tomaste el avión, aunque no llegaste muy lejos, pero volvamos a mi llegada a Hydra. ¡Aunque, bueno, para qué perder más tiempo, tengo dos noticias para ti!

– Empieza por la mala.

– ¡Imposible! Si no te digo antes la buena, no entenderás la mala.

– Bueno, pues si no puedo elegir, dime entonces primero la buena…

– ¡Keira está viva, ya no es una hipótesis sino una certeza!

Di un salto en la cama.

– Bueno, ya que lo principal está dicho, ¿qué te parece una pequeña pausa, un intermedio hasta que venga tu madre, o los médicos, o los dos?

– Walter, déjate de historias de una vez, ¿cuál es la mala noticia?

– A ver, cada cosa a su tiempo, primero me has preguntado qué hacías aquí, así que déjame que te lo explique. Que sepas que has desviado la ruta de un 747, que no es moco de pavo. Le debes la vida a la serenidad y la profesionalidad de una azafata. Una hora después de que tu avión despegara, empezaste a encontrarte muy mal. Es probable que, desde tu bañito en el río Amarillo, te pasees con una bacteria, y has tenido una infección pulmonar de padre y muy señor mío. Pero volvamos al vuelo a Pekín. Parecías dormir plácidamente, sentado en tu asiento, pero cuando te trajo la bandeja de la comida, a la azafata en cuestión le llamó la atención lo pálido que estabas y el sudor que te bañaba la frente. Intentó despertarte, pero fue en vano. Respirabas con dificultad y apenas tenías pulso. Ante la gravedad de la situación, el piloto dio media vuelta, y te trasladaron de urgencia a este hospital. Yo me enteré de la noticia al día siguiente de mi regreso a Londres y vine en seguida.

– ¿No llegué a aterrizar en China?

– No, lo siento pero no.

– ¿Y dónde está Keira?

– La salvaron los monjes que os acogieron cerca de ese monte cuyo nombre no recuerdo.

– ¡Hua Shan!

– Si tú lo dices… La curaron, pero por desgracia, en cuanto se restableció del todo, fue detenida por la policía. Ocho días después de su detención compareció ante un tribunal y fue juzgada por haber entrado y circulado en territorio chino sin documentación y, por lo tanto, sin autorización gubernamental.

– ¡Claro que no podía llevar la documentación encima, estaba en el coche, en el fondo del río!

– Por supuesto. Pero me temo que su abogado de oficio no prestó mucha atención a esos detalles en su defensa. Keira ha sido condenada a dieciocho meses de reclusión; está encarcelada en Garther, un antiguo monasterio transformado en penal, en la provincia de Sichuan, no muy lejos del Tíbet.

– ¿Dieciocho meses?

– Sí, y según nuestros servicios consulares, con los que me he entrevistado, podría haber sido mucho peor.

– ¿Peor? ¡Dieciocho meses, Walter! ¿Te das cuenta de lo que es pasar dieciocho meses en una celda china?

– Una celda es una celda, china o no china, pero vamos, reconozco que tienes razón.

– Intentan asesinarnos, ¿y resulta que la que acaba en la cárcel es ella?

– Para las autoridades chinas, Keira es culpable. Iremos a las embajadas a pedir ayuda, haremos cuanto esté en nuestra mano. Te ayudaré todo lo que pueda.

– ¿De verdad crees que nuestras embajadas se van a mojar y a arriesgarse a comprometer sus intereses económicos para liberarla?

Walter volvió a la ventana.

– Mucho me temo que ni su situación ni la tuya conmuevan a mucha gente. Quizá haya que armarse de paciencia y rezar para que soporte lo mejor posible su sentencia. Lo siento de verdad, Adrian, sé lo terrible que es esta situación, pero… ¿qué haces con ese catéter?

– Me largo de aquí. Tengo que ir a la cárcel de Garther, tengo que decirle a Keira que voy a hacer todo lo que pueda por liberarla.

Walter se precipitó hacia mí y me sujetó ambos brazos con una fuerza contra la que, en el estado en el que me encontraba, no podía luchar.

– Escúchame bien, Adrian, cuando llegaste aquí no tenías ninguna defensa inmunitaria, la infección iba ganando terreno cada hora que pasaba y se temía por tu vida. Has delirado durante días, con episodios de fiebre que podrían haberte matado varias veces. Los médicos han tenido que inducirte un coma artificial durante un tiempo para proteger tu cerebro. Yo he estado cuidándote, turnándome con tu madre y tu deliciosa tía Elena. Tu madre ha envejecido diez años en diez días, ¡así que déjate de chiquilladas y empieza a comportarte como un adulto!

– Vale, Walter, he captado el mensaje, ya puedes soltarme.

– ¡Te lo aviso, como vea que vuelves a acercar la mano a ese catéter, te pego una bofetada!

– Te prometo que ya no me muevo.

– Así está mejor, ya me he tragado bastantes delirios tuyos estos últimos días.

– No te imaginas los sueños tan raros que he tenido.

– Créeme, en mis ratos entre la visita diaria de los médicos y las comidas inmundas en la cafetería del hospital, me ha dado tiempo a escuchar bastantes de las tonterías que has podido decir. Mi único consuelo en este infierno han sido los dulces que me traía tu deliciosa tía Elena.

– Perdona, Walter, pero ¿qué es esa manera de hablar de Elena?

– No sé a qué te refieres.

– Eso de mi «deliciosa» tía…

– Tengo derecho a encontrarla deliciosa, ¿no? Tiene un humor delicioso, su cocina es deliciosa, su risa es deliciosa, su conversación es deliciosa, ¡y no veo dónde está el problema!

– Te saca veinte años…

– ¡Bravo, qué mentalidad la tuya, no sabía que fueras tan estrecho de miras! Keira tiene diez menos que tú, pero como es una mujer no importa, ¿no? ¡Sectario, eso es lo que eres!

– ¿No estarás diciéndome que te has rendido a los encantos de mi tía? ¿Y qué hay de la señorita Jenkins?

– Con la señorita Jenkins no hemos pasado de hablar de nuestros respectivos veterinarios, así que reconoce que, en cuestión de sensualidad, no es el nirvana que digamos.

– ¿Ah, porque, con mi tía, en cuestión de sensualidad…? ¡No, sobre todo no me contestes, no quiero saber nada!

– ¡Y tú no me hagas decir cosas que no he dicho! Con tu tía hablamos de un montón de cosas y lo pasamos muy bien. No irás a reprocharnos que nos distraigamos un poco, después de todas las preocupaciones que nos has dado. Es que vamos, sería el colmo.

– Haced lo que os dé la gana. A mí qué me importa, al fin y al cabo…

– Me alegro de oírte decir eso.

– Walter, tengo una promesa que cumplir, no puedo quedarme aquí sin hacer nada; tengo que ir a China a buscar a Keira porque tengo que llevarla al valle del Omo, de donde nunca debería haberla alejado.

– Tú empieza por recuperarte, y luego ya veremos. Están ¡i punto de venir los médicos, te dejo descansar mientras voy a hacer unos recados.

– ¿Walter?

– ¿Qué?

– ¿Qué decía cuando deliraba?

– Has nombrado a Keira mil setecientas sesenta y tres veces, aunque bueno, es una cifra aproximada, me habré perdido más de una; por el contrario, a mí sólo me has llamado tres veces, lo cual me parece bastante humillante. En fin, sobre todo decías cosas incoherentes. Entre dos crisis de convulsiones, a veces abrías los ojos con la mirada perdida en el vacío, daba miedo verte… y luego volvías a quedarte inconsciente.

Una enfermera entró en mi habitación. Walter sintió alivio.

– Por fin se ha despertado -me dijo, y me cambió la botella de suero. Me metió un termómetro en la boca, me tomó la tensión y apuntó mis constantes en una hoja-. Luego pasarán los médicos a verlo -añadió.

Su rostro y su corpulencia me recordaban vagamente a alguien. Cuando salió de la habitación contoneándose me pareció reconocer a la pasajera de un autocar que circulaba por la carretera de Garther. Un miembro del personal de mantenimiento del hospital estaba limpiando el pasillo, pasó delante de mi puerta y nos miró a los dos con una gran sonrisa. Llevaba un jersey y una gruesa chaqueta de lana, y se parecía muchísimo al marido de la dueña de un restaurante al que había conocido en mis delirios por culpa de la fiebre.

– ¿Ha venido alguien a visitarme?

– Tu madre, tu tía y yo. ¿Por qué lo preguntas?

– Por nada. He soñado contigo.

– ¡Qué horror! ¡Te ordeno que nunca se lo cuentes a nadie!

– No seas idiota. Estabas con un viejo profesor con el que coincidí en París, un conocido de Keira, ya no sé dónde está la frontera entre sueño y realidad.

– No te preocupes, poco a poco las cosas se irán aclarando, ya lo verás. En cuanto a ese viejo profesor, lo siento pero no tengo ninguna explicación. Pero no le diré nada a tu tía, que podría ofenderse si se entera de que, en sueños, la ves convertida en un anciano.

– Será la fiebre, me imagino.

– Probablemente, pero no creo que eso le baste como excusa… Y ahora descansa, hemos hablado demasiado. Volveré a verte a última hora de la tarde. Me voy a llamar a nuestro consulado para darles la tabarra con lo de Keira, lo hago todos los días a la misma hora.

– ¿Walter?

– ¿Qué pasa ahora?

– Gracias.

– ¡Hombre, menos mal!

Walter salió de la habitación y yo intenté levantarme. Me tambaleaba, pero apoyándome primero en el respaldo de la butaca que había junto a mi cama, luego en la mesita de ruedas y, por último, en el radiador, conseguí llegar hasta la ventana.

Es verdad que la vista era bonita. El hospital, encaramado en lo alto de la colina, dominaba la bahía. A lo lejos se divisaba el Pireo. Había visto ese puerto muchas veces desde que era niño sin mirarlo nunca de verdad, la felicidad te vuelve distraído. Hoy, desde la ventana de la habitación 307, en el hospital de Atenas, lo miro de otra manera.

Abajo, en la calle, veo a Walter entrar en una cabina telefónica. Estará llamando al consulado.

Pese a su aire torpe, es un tipo fantástico, tengo suerte de que sea mi amigo.

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