Man-Pupu-Nyor

Los hombres que habían irrumpido en nuestra tienda nos arrastraron precipitadamente al exterior. La meseta de Los Siete Gigantes de los Urales estaba cubierta de cuerpos ensangrentados. Tan sólo Egorov parecía haber sobrevivido al ataque: yacía boca abajo, atado de pies y manos. Seis hombres armados con fusiles en bandolera lo vigilaban. Levantó la cabeza para dirigirnos una última mirada, pero al instante recibió una violenta patada en la nuca. Oímos el ruido sordo de un rotor, la nieve se elevó delante de nosotros, y vimos aparecer en una ladera de la montaña la carlinga de un potente helicóptero que se alzaba en vertical desde la pared nevada. Se posó a pocos metros de nosotros. Los dos asaltantes que nos escoltaban nos dieron unas palmaditas cordiales en la espalda y nos llevaron corriendo hasta el aparato. Cuando nos estaban subiendo a bordo, uno de ellos nos hizo un gesto, con el pulgar hacia arriba, como para felicitarnos de algo. La puerta se cerró y el helicóptero despegó en seguida. El piloto dio una vuelta por encima del campamento y Keira se inclinó hacia la ventanilla para lanzar una última mirada.

– Lo están destruyendo todo -dijo mientras se sentaba de nuevo, con la cara descompuesta.

Miré a mi vez y constaté el terrible espectáculo. Una decena de hombres vestidos con monos blancos volvía a cerrar las tumbas sumerias, no sin antes meter en ellas los cuerpos inertes de los hombres de Egorov, y otros empezaban ya a desmontar las tiendas. No existían palabras para consolar a Keira.

La tripulación del helicóptero estaba compuesta por seis personas, y ninguna de ellas nos dirigió la palabra. Nos ofrecieron bebidas calientes y bocadillos, pero no teníamos ni hambre ni sed. Tomé la mano de Keira y la retuve con fuerza entre las mías.

– No sé dónde nos llevan -me dijo ella-, pero me temo que esta vez sí que es el final de nuestra búsqueda.

La cogí del hombro y la atraje hacia mí para abrazarla, recordándole que estábamos vivos.

Tras dos horas de vuelo, el hombre sentado delante de nosotros nos pidió que nos abrocháramos el cinturón de seguridad. El aparato iniciaba el descenso. En cuanto las ruedas tocaron el suelo, la puerta se abrió. Nos encontrábamos delante de un hangar, en un rincón apartado dentro de un aeropuerto de tamaño mediano; en el interior había aparcado un birreactor de bandera rusa y sin matrícula de ninguna clase. Cuando nos acercamos a él, se desplegó la escalerilla para subir a bordo. En el interior de la cabina nos esperaban dos hombres vestidos con trajes azul marino. El menos corpulento se levantó y nos recibió con una gran sonrisa.

– Me alegro de que estén sanos y salvos -nos dijo en un inglés perfecto-. Deben de estar agotados, despegaremos inmediatamente.

Los reactores se pusieron en marcha. Unos instantes más tarde, el aparato se situó sobre la pista y despegó.

– Ekaterimburgo, una ciudad muy hermosa -nos dijo el hombre mientras el avión iba ganando altura-. Dentro de una hora y media aterrizaremos en Moscú. Desde allí los trasladaremos a un avión de pasajeros con destino a Londres. Tienen dos plazas reservadas en primera. No me den las gracias; con lo que han pasado estos días, era lo mínimo que podíamos hacer. Dos científicos de su valía merecen eso y mucho más. Mientras tanto, les voy a pedir que me entreguen sus pasaportes.

El hombre los guardó en el bolsillo de su chaqueta y abrió un compartimento que albergaba un minibar. Nos sirvió una copa de vodka; Keira apuró la suya del tirón y pidió que le sirvieran otra. Se tomó la segunda de la misma forma, sin decir una palabra.

– ¿Podría darnos alguna explicación? -le pregunté al hombre que nos había recibido con tanta amabilidad.

Volvió a llenar nuestras copas y alzó la suya para brindar.

– Nos alegramos mucho de haber podido liberarlos de las garras de sus captores.

Keira escupió el vodka que estaba a punto de tragar.

– ¿Nuestros captores? Pero ¿de qué captores habla?

– Han tenido suerte -prosiguió nuestro anfitrión a bordo del avión-, los hombres que los retenían tenían la reputación de ser extremadamente peligrosos; hemos intervenido a tiempo, tienen que estarles muy agradecidos a nuestras unidades, que se han expuesto a un grave riesgo por ustedes. Hemos tenido que lamentar dolorosas bajas en nuestras filas. Dos de nuestros mejores agentes han sacrificado sus vidas por salvar las suyas.

– ¡Pero si nadie nos retenía! -protestó Keira airadamente-. Estábamos allí por nuestra propia voluntad y llevábamos a cabo unas prodigiosas excavaciones que sus hombres han echado a perder. Hemos asistido a una verdadera carnicería, una barbarie sin nombre, ¿cómo se atreven…?

– Sabemos que participaban en excavaciones ilegales, emprendidas por malhechores sin más fin que el saqueo sin escrúpulos de los tesoros de Siberia. Egorov pertenece a la mafia rusa, señorita, ¿o es que acaso lo ignoraba? Dos científicos de reputaciones tan honorables como las suyas no podían estar vinculados a tales actos criminales sin haber sido obligados por la fuerza, sin que sus captores los hubieran amenazado con ser ejecutados de manera sumaria al menor intento de rebelión. Sus visados dan fe de que han entrado en Rusia en calidad exclusiva de turistas, y nos halaga que hayan elegido nuestro país para su esparcimiento. Estoy seguro de que si hubieran tenido la más mínima intención de trabajar en nuestro suelo, por supuesto habrían actuado dentro del marco de la legalidad, ¿verdad? Conocen ustedes mejor que cualquiera los riesgos a los que se enfrentan los saqueadores que intentan atentar contra nuestro patrimonio nacional. Las penas van de diez a veinte años de reclusión, en función de la gravedad de los hechos. ¿Estamos de acuerdo sobre la versión que acabo de exponerles?

Sin vacilar un segundo, le confirmé que no teníamos nada que objetar. Keira se quedó callada, sólo un momento, pero luego no pudo evitar expresar su preocupación por la suerte que aguardaba a Egorov, lo que hizo sonreír a nuestro anfitrión.

– Eso, señorita, dependerá enteramente de su voluntad de colaborar en la investigación que llevaremos a cabo. Pero no se lamente de su suerte, puedo asegurarle que el personaje era muy poco recomendable.

El hombre se disculpó por no poder seguir charlando con nosotros, pero tenía trabajo. Sacó una carpeta de su maletín y se enfrascó en ella hasta que llegamos. El aparato inició el descenso hacia la capital. Una vez en tierra, el hombre nos llevó en coche hasta el pie de una pasarela que comunicaba con un avión de British Airways.

– Dos cosas antes de que se marchen. No vuelvan a Rusia, ya no podríamos garantizar su seguridad. Y ahora, escuchen bien lo que tengo que decirles pues al hacerlo infrinjo una norma, pero me caen ustedes simpáticos y aquel al que traiciono, mucho menos. Los esperan en Londres, y mucho me temo que el tipo de paseo que les ofrecerán una vez allí no tiene nada que ver con el viaje tan agradable que acabamos de hacer juntos. Por eso, yo de ustedes me abstendría de demorarme mucho tiempo en Heathrow; una vez pasada la aduana, me marcharía lo antes posible. De hecho, si encontraran la manera de no pasar por la aduana, sería mucho mejor para ustedes.

El hombre nos devolvió los pasaportes y nos invitó a recorrer la pasarela hasta el avión. Una azafata nos condujo hasta nuestros respectivos asientos. Su perfecto acento inglés se me antojaba divino, y le agradecí la amabilidad de su recibimiento a bordo.

– ¿A qué esperas para pedirle su número de teléfono? -me preguntó Keira, molesta, abrochándose el cinturón.

– No me interesa, pero si pudieras convencer al tío sentado al otro lado del pasillo de que te preste su móvil, sería fantástico.

Keira me miró, extrañada y luego se volvió hacia su vecino, que estaba tecleando un mensaje de texto en su móvil. Se lo cameló de manera totalmente indecente y, dos minutos después, me tendió el artilugio en cuestión.

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