IX

Se despedían, frente a la pensión de los Lombardo, cuando apareció en la puerta Griselda y lo invitó a pasar. Se excusó, pero estuvo conversando con las dos hermanas, como si no tuviera el menor apuro. No tardó, sin embargo, en irse, porque entendía que el laboratorio quedaba lejos y quería llegar antes que cerraran.

Debió caminar un buen rato y mirar de vez en cuando el papelito en que Gentile anotó la dirección. Como algunas calles no tenían chapa en las esquinas, temió haberse pasado… A un señor que distribuía a su familia en los asientos de un automóvil, le preguntó si iba bien.

– Tres cuadras -contestó el señor y agregó que el laboratorio debía de quedar donde 24 hace esquina con la diagonal 75. El señor dijo “el diagonal”.

Por fin llegó. Abrió la puerta el propio señor Gruter, un viejo de pelambre revuelta y de expresión ansiosa.

– Te estaba esperando -dijo-. Ya creí que no venías.

– ¿Es tarde?

– Mucho me temo.

– ¿Hora de cerrar? Me voy.

– Cerramos para los clientes, no para los amigos. Pasá, pasá. Te presento a Gladys, mi ayudante.

Gladys era una muchacha rubia, con aire de inglesa o tal vez de alemanita, alta, huesuda, probablemente maternal y de buena índole. Entraron en una sala poco iluminada por una lámpara con pantalla de seda verde, en forma de cúpula, con hileras de cuentas de colores, a modo de fleco. En una mesa había infinidad de fotografías y, en la pared, una estampa de Cristo, con ropón morado. En una repisa, algunos libros se alineaban entre las estatuitas de un chino o japonés con los ojos vacíos y de una mujer desnuda con muchos brazos.

– ¿Quiere un mate? -preguntó Gladys.

– Gracias, no se moleste.

– ¿Cómo quedó Gentile?

– Bien. ¿Podría pasar al laboratorio?

– Así me gusta. Digno ayudante de mi viejo amigo Gentile. ¿Me sigue?

Lo llevó al laboratorio. Almanza contempló con admiración y un dejo de envidia la ampliadora, tanto más moderna que la de ellos. Estuvo trabajando un rato. Las fotografías salieron bien, por lo que pensó que la niebla de La Plata no era desfavorable.

Cuando se iba pidió disculpas por haberlos entretenido hasta esas horas.

– Al contrario -aseguró Gruter- me gustaría que uno de estos días te quedaras a conversar.

– Mañana me tendrá de vuelta.

– ¿No conocés a nadie en La Plata?

– A un compañero de colegio. Vino a estudiar y ahora trabaja. De nombre, Mascardi.

– Eso está bien -comentó Gruter.

– Conozco, además, a una muchacha, que me acompañó a fotografiar.

– ¿La que sacaste en la escalinata del museo?

– La misma.

– ¿Cómo la conociste?

– Por casualidad.

Contó cómo fue su encuentro con la familia Lombardo. Gruter comentó:

– Una verdadera casualidad. Es claro que si uno llega de afuera debe cuidarse.

– ¿Mascardi le estuvo hablando?

– ¿El amigo tuyo? No tengo el gusto de conocerlo.

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