Don Juan dijo en el tono de quien recita un verso:
– Celebro, muchacho, este encuentro casual.
Lo vio como un gigantesco protector, con los brazos abiertos. Esos mismos brazos descargaron sobre él efusivas palmadas que retumbaron en su cabeza dolorosamente. Imaginó su cabeza como un tanque repleto de algún líquido muy pesado. Explicó:
– Volvía a las casas.
– Quiero creer que no vas a desairar a un viejo, si te convida a tomar una copa.
Pensó: “Hablando así me marea”. Dijo:
– Quería llegar a las casas. Ando enfermo.
– No será para tanto, hijo mío.
Notó que los vitrales ya no estaban ahí. Trabajosamente razonó que si también el señor fuera un sueño, le estorbaría menos para seguir su camino a la pensión. Dijo:
– No sé qué me pasa, don Juan. Sueño despierto.
– ¿Bebiste?
– Créame que no. Ando mal. Con decirle que seguro no estoy de atinar con el camino.
– Por fortuna yo aparecí para ayudarte -dijo don Juan, tomándolo de un brazo- y te voy a llevar directamente a un café, acá a la vuelta y tomarás algo y quedarás como nuevo.
Recorrieron cien, doscientos metros, Almanza apoyado en el señor, éste hablando y hablando.
Lo que al principio le pareció un zumbido fastidioso, muy pronto fueron explicaciones que lo sobresaltaron, porque estaba dormido. Las oía de manera confusa, pero todo quedó grabado en su memoria. Lo que oyó en el camino y lo que oyó en el café.
– Estoy de lo más contento de haberte encontrado -dijo don Juan-. Tengo que hablar con alguien para saber lo que pienso. Con los otros de nada vale, porque les corre interés. Con Griselda o con Julia tampoco, porque son, como ellas dicen, muy sensibles. Si les hablo, se ofuscan y complican un asunto de por sí delicado. Yo te trato, muchachito, como si fueras un hombre. Queda claro que por ningún concepto vas a ir con el cuento a las chicas.
Cuando entraron en el café creyó sentir más frío que afuera. Había parroquianos, en algunas mesas; en las del fondo, nadie. Almanza fue a sentarse en la primera mesa desocupada. Don Juan protestó.
– Si no quiero que me oigan mis hijas, tampoco voy a querer que me oiga un desconocido. ¿Tengo que explicarte por qué?
– Como quiera.
– Un desconocido es uno que no conocemos. A lo mejor, un policía de particular. Ya te dije: el asunto es delicado, capaz de prestarse a toda clase de interpretaciones antojadizas.
– Usted dirá.
– ¿Te corre apuro?
– No, señor.
– Menos mal. En caso contrario lo archivamos y listo.
– No quise ofender.
– Estás perdonado.
Con alivio Almanza dejó en la mesa el sobre de las fotografías.
– No quiero olvidarlo -explicó.
– ¿Qué se van a servir? -preguntó el mozo.
– Una ginebra, y, para el joven, un cortadito.
– Por favor, bien caliente -pidió Almanza.
– Estás perdonado -repitió don Juan-. La verdad que tengo los nervios a flor de piel. No es fácil hablar de cosas que lo afectan a uno en la fibra. Debo hacerlo, por considerarte hombre criterioso y por estar en juego el futuro de mis hijas. ¡De las hijas de mi sangre, Almanza! También el mío, qué embromar. A lo mejor mis hijas no exageran cuando dicen que son sensibles. A lo mejor todos somos sensibles en la familia. Si no lo fuéramos, yo no tendría estos nervios. ¿Me oyes o te dormiste?
– Lo oigo perfectamente, pero seguro de entender no estoy.
– Sería más fácil decirlo no siendo el padre. Un padre, hijo mío, pronuncia algunas palabras con entera repugnancia. ¿Por qué cerraste los ojos?
– Porque no estoy bien.
– Pero ¿estás despierto? ¿Seguro que estás despierto?
– Seguro.
– ¿Hablo?
– Hable, si quiere.
– ¿No me vas a despreciar?
– ¿Por qué voy a despreciarlo?
– Porque tengo que matar a mi hijo.
El asombro lo despertó. Trajeron el pedido. Después de un trago de ginebra, don Juan hizo sonar la lengua en el paladar.
– Tenía la boca seca -explicó.
– ¿Entendí bien, señor? ¿A su hijo Ventura?
– A mi hijo Ventura. Por cierto que matarlo, quitarle la vida, no. Por favor ¿cómo se te ocurre esa barbaridad?
Almanza probó el café cortado con leche. Estaba tibio. Porque le repugnaba, lo bebió rápidamente.
– Me pareció que usted dijo…
– Habré dicho lo que quieras, pero en la inteligencia de hablar con un ser pensante.
– ¿Entonces?
– A Ventura debo darlo por muerto.
– Me hago cargo de su dolor. De todos modos me saca un peso de encima. No podía creer lo que estaba oyendo.
En verdad sentía un peso en el estómago. El café cortado le había caído mal.
– Pero, che, ¿por quién me tomaste?
– No podía creer lo que oía. Claro, es muy triste.
– ¿Qué es muy triste?
– Esa noticia. ¿Cuándo le llegó?
– ¿Qué noticia?
– La muerte de Ventura.
– Cruz diablo. Las cosas que se le ocurren a un muchacho de tierra adentro. Se figura que yo estaría acá, perdiendo tiempo con él, tranquilo si se quiere, si hubiera recibido semejante noticia. De Ventura no sé nada. Ni que esté vivo ni que no lo esté. Pero si lo declaro muerto cobro el seguro y salvo a mis hijas de la miseria. Lo malo es que para declarar eso voy a romperme el corazón.