Mientras caminaba rápidamente y en algunos tramos corría, se acordaba de una situación de sueño: estar apurado y caminar despacio, con piernas cansadas, que pesan mucho. Lo cierto es que ese día todas las cosas le llevaban demasiado tiempo; más que nada, las conversaciones y las discusiones. Recordó un dicho de su padrino: “No hay que apurarse. La vida, por corta que sea, da tiempo para todo”, y también recordó el vaticinio de Gentile: “En la capital de la provincia va a encontrar novedades”. Una de las novedades tal vez fuera este apuro extraordinario, que no se limitaba a las corridas, ya que también lo sentía en la cabeza, como una fiebre. Se preguntó: “¿Será esto la famosa vida acelerada de la gran ciudad?”. Lo nuevo para él, recapacitó, lo que hacía la diferencia, no era tanto la ciudad como Julia. Sin agrandar nada, diciendo lo que es, admitía que no había conocido nada igual. Le llenaba la vida. Acostumbrarse a vivir sin verla no iba a ser fácil.
En la pensión de los Lombardo, la patrona dijo que la señorita había salido, pero que la señora Griselda y don Juan estaban arriba.
– Si quiere saludarlos, pase.
– No, gracias. Ando con el tiempo justo. ¿No se le ocurre dónde puedo encontrar a la señorita?
– Francamente, no -contestó la patrona y, después de una pausa, agregó, como si hablara consigo misma-. Sin embargo, yo me daría una vuelta por el parque. La señorita dijo que le gustaba ir allá.
Salió con la esperanza renovada. “A mí también me gusta, desde que estuve con ella.” Habían hablado mucho, pero cuánto les quedaba por decirse. Era un día templado, de luz brillante. “Mejor para pasarlo juntos que para fotografiar”, observó. La imaginó sentada en un banco verde, con un fondo de árboles.
Confiado en su buena suerte, se internó en el bosque, dispuesto a encontrarla. Tan afanosamente la buscaba, que no sacó una sola fotografía. El bosque era grande. Caminó y caminó, hasta perder la noción del tiempo (lo que nunca le había pasado). Al término de esa excursión larguísima, se encontró en el punto de partida, en el sendero entre el Museo y el jardín Zoológico. Se dejó caer en un banco, a la sombra. Sintió frío. O tristeza nomás. Recapacitó: “Si viene, de acá la veo. Ya no va a venir”. Tendría que buscarla por la ciudad. Pero ¿por dónde empezar? El tiempo, que les faltó para establecer costumbres (como la de ir a un café, donde ahora podría esperarla) les alcanzó para quererse. La semana fue corta, se vieron poco y las horas de ese día, que reservaba para Julia, se le iban rápidamente. Recordó, uno a uno, los momentos que pasaron juntos. De quererla y del amor de Julia estaba seguro, pero no de que ella supiera que él también la quería. “Yo tengo la culpa”, se dijo y argumentó que si Julia lo hubiera seguido de lejos (precisó: “con un tele”) a lo largo de buena parte de su última tarde en La Plata, pensaría que ella no le importaba. ¿Por qué no la buscó inmediatamente de tomar el boleto para Tandil? Lo primero que hizo fue arreglar cuentas con la patrona y con Mascardi. Como si creyera que eso era la parte seria de la vida y que las mujeres, cualquier mujer, la misma Julia, venían después. Obró como si hubiera estado dormido. Del rato en que fotografió los vitrales no tenía que arrepentirse. Cumplía su trabajo. Ahora debía probarle que, a pesar de lo que indicara su comportamiento, la quería en serio. Comprendió que sólo había dos maneras. Quedarse en La Plata o pedirle que se fuera con él.