Almanza caminó debajo del esqueleto de una ballena que colgaba del techo. Contó los pasos: más de treinta. Julia le preguntó si iba a fotografiar “esa preciosura”.
– No -contestó, después de leer la chapa explicativa-. A esta ballena la pescaron en el mar del sur. Voy a sacar únicamente a los animales antediluvianos.
– ¿Son más lindos?
– No, pero dan que pensar. Se pregunta uno cómo habrán sido y cómo sería el mundo de entonces.
Fotografió el esqueleto de un plesiosauro. Julia dijo:
– En lo que decís trabaja la imaginación. No creo que sirva para eso la máquina fotográfica.
– ¿Por qué? -preguntó Almanza.
– Un esqueleto se parece a otro. Todos te recuerdan la muerte.
– Puede ser.
– Caramba, te desanimo.
– Nunca me desanimás -contestó.
Salieron por el sendero que los trajo. Almanza pensaba: “Me gustaría seguir con ella. Qué desgracia que no vino el giro. Cualquier lugar donde llevarla cuesta plata”.
– Quería hablarte de mi padre.
– Si no lo mencionabas, ni me acordaba. Me está esperando.
– ¿Mi padre?
– Me llamó esta mañana. Quería verme. Cuanto antes.
– No vayas.
– No puedo hacerle eso, después de tenerlo esperándome el santo día.
– Quiere usarte.
– Sea lo que sea, me comprometí.
– No dejes que te agarre. Soy la hija y lo quiero. Por algo te digo: cuidate.
– No tengas miedo. No me va a pasar nada. Yo creo que soy un hombre con suerte.
– ¿No te da miedo decirlo?
– No, ¿por qué? ¿Vamos andando?
– Hago unas compras y voy. Llegás primero.