V

Ya en el cuarto, arrimó los bultos a su cama y se dejó caer. Mascardi, sentado en la otra cama, dijo:

– Si yo fuera vos, ordenaría ahora mismo las cosas y pondría tus valijas con las mías, detrás del biombo.

El biombo, que parecía de papel, era blancuzco o grisáceo, con pescadores en botes, en un lago, rodeado de serranías, por las que volaban cigüeñas.

– Brava, la señora.

Mascardi contestó:

– Conmigo, mansita, mansita. Claro que soy de la policía y quién te dice que la vieja no me tenga su respeto. No te preocupes: a vos también te va a respetar.

– Creí que estudiabas para abogado.

– Me cansé. Quién te dice que un día no me anote de nuevo. Hoy por hoy revisto en el cuerpo de custodias. Un trabajo que no es para mí, pero le encontré la vuelta. No me paso las guardias durmiendo, ni pegado a la radio, como los compañeros. Yo estudio, oíme bien, yo estudio para pesquisa, tira o detective, como más rabia te dé. A lo mejor abrigo el sueño de ser un personaje

legendario, un Sherlock Holmes, un Viancarlos, un Meneses, vaya uno a saber. Estudio interrogatorios, seguimientos, un poco de todo. Porque todo tiene su técnica. No te olvides que en esta profesión la terquedad, la curiosidad, el amor propio, que a mí nunca me faltaron, pagan jugosos dividendos.

Tal vez por la transfusión, por las agitaciones de esa mañana y por el viaje, Almanza entendía a medias y dejaba entrever algún cansancio. Mascardi le preguntó:

– ¿Qué pasa? Te noto, no sé cómo explicarme, apagado, triste. No me digas que la perorata de la patrona te amargó.

– ¿Por qué iba a amargarme?

– Por la entrada prohibida a las mujeres. ¿Te digo lo que pienso? Para gente como vos y yo es una ventaja. La mujer cargosa, que nunca falta, no te molesta. Uno entra en la pensión y está a salvo. Afuera disponemos de la Organización Mascardi.

No quedó otro remedio que preguntar qué era eso. Mascardi explicó que él conocía a unos estudiantes, que tenían un departamento. En La Plata, en los departamentos de estudiantes, vivían hasta cinco o seis. Como regla general, una vez por semana los visitaba una mujer.

– Hay otra regla importante que debes grabar en la memoria. En todo departamento, el que presta la cama se reserva el primer turno.

Mascardi agregó que tampoco faltan mujeres que por la noche se ofrecen desde la vereda, “a grito pelado”. como dicen los estudiantes chilenos.

Mirándolo inexpresivamente Almanza comentó:

– La verdad que te has vuelto mujeriego.

– ¡Basta de hablar! -dijo Mascardi-. Si hablo mucho, como hoy, a esta hora ¡me viene un hambre! Te propongo que festejemos tu llegada con el famoso puchero de un restorancito de acá a la vuelta.

Cuando salían, se cruzaron con la muchacha, que les dijo:

– Si van a comer, buen provecho.

– Agradecido, señorita -respondió Almanza.

Mascardi lo miró con expresión vaga, como si estuviera pensando en otra cosa, y preguntó:

– ¿Me dijiste mujeriego por ésta? Sin más te aclaro que en la materia no soy orgulloso.

Recostada en la puerta de calle, del lado de afuera, vieron a una señora de pelo castaño, de cara juvenil, blanca y rosada, de cuerpo casi robusto. Almanza murmuró:

– Con su permiso.

La mujer se hizo a un lado. Pasaron y saludaron.

– la señora Elvira, la esposa del inspector de estaciones de servicio de Y.P.F. -explicó Mascardi-. Ya se cansó doña Carmen de hacerle ver que una señora, parada en la puerta, da a la pensión una apariencia de conventillo. Semana tras semana el marido está ausente en sus viajes. La pobre lo quiere con locura y se pasa las horas en la puerta, en la esperanza de verlo llegar. Para mí que piensa que si por un minuto ella se descuida, el marido no vuelve.

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