LX

Llegaron a la pensión. Pidió a Mascardi que lo esperara un momento.

– Le pago a la patrona y vemos cuánto te dejo para la cena.

– No te entretengas. Estoy apurado.

– Yo también.

Tenía apuro por buscar a Julia.

Golpeó en la ventanilla. La patrona se asomó, sonrió, entornó los ojos.

– Entre -dijo mientras abría la puerta. Las fotografías de doña Carmen, desde la mesa, la repisa, el espejo, adornaban la habitación.

– ¿Llamó alguien?

– Nadie.

Ahora la señora parecía cansada. Preguntó Almanza:

– ¿Me dice lo que le debo?

– Cuando es malo, es malo. Yo te pregunto cuánto debo por esos prodigios -con un ademán indicó las fotografías-. ¡Nunca pensé que era tan hermosa! Le digo la verdad, señor Almanza, usted es un artista.

Hubo un silencio. “Es muy capaz de no cobrarme. ¿Qué hago entonces?”, pensaba, cuando entre remilgos y lamentos la señora le alargó un papel donde estaba debidamente anotada su deuda, día por día, con el total subrayado, al pie. Después de pagar, preguntó si podía dejar la valija en la pieza de Mascardi y buscarla a eso de las ocho.

– Qué maldad. Sabes perfectamente que estás en tu casa y que si ahora me decís “Me quedo”, no te cobro la habitación.

Dijo que estaba agradecido, que se quedaría con gusto, pero que le habían encargado un trabajo en Tandil. Volvió a la pieza. Tomó la valija, la abrió sobre la cama y preguntó a Mascardi:

– ¿Cuánto te debo?

– Qué manía con las cuentas. Ya es una enfermedad. Para mí, que la agarraste en el mostrador, junto a Gentile.

– ¿Te gusta que no te paguen?

– A nadie le gusta, pero entre nosotros no es lo mismo. Somos amigos, me parece.

La porfía siguió un rato. Después Mascardi sacó del bolsillo un papel donde había anotado, día por día, la deuda de Almanza. “Por fin”, se dijo éste. Empezaba a sentir que se le iba el tiempo y que no hacía nada por ver a Julia. Sobre la mesa repartió el dinero, en dos montoncitos.

– Esto es lo que te debo. Esto, para pagar la cena.

– Sobra. Es una barbaridad que no la presidas. ¿Qué les digo?

– Que a último momento tuve que irme.

– ¿Y si los invito para hoy a las ocho? Por lo menos habría tiempo de que te asomes unos minutos, para despedirte. ¿A quién invito?

– A todos. A los Lombardo, a Gruter, a Gladys, a la propia doña Carmen, a Lemonier, a Laura.

– ¿También a esos dos?

– También.

– No creo que vayan, si yo los invito. No me perdonan. Te juro que saben que no denuncié a Lemonier. Me odian porque pertenezco a la repartición. Si no fuera de la policía, yo no hubiera dicho ni media palabra y a lo mejor el charlatán ése todavía estaba adentro.

– De cualquier modo hay que invitarlos.

– De acuerdo; pero si no van, que se embromen. En cambio me remuerde la conciencia por no haberte obligado a denunciar a Lo Pietro y al Mono. Todavía esos dos van a presentar una denuncia en tu contra. Yo siempre digo: hay que ganar de mano. Pero no te preocupes. Si la presentan, pobre de ellos.

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