IV

Cuando pasó frente al hotel La Pérgola, pensó: “Antes de irme voy a fotografiarlo. Me gustaría parar ahí”. Al doblar por 43 divisó a su amigo Lucio Mascardi, a mitad de cuadra, recostado contra el marco de una puerta. Hasta que Almanza llegó a su lado, Mascardi no dio señales de verlo. Entonces dijo:

– Pensé que no venías.

– Te voy a explicar.

– No expliques.

– Me puse a conversar con una familia, gente de Brandsen. Tomamos el desayuno y cuando los acompañé a la pensión querían conseguirme una pieza, para que me quedara con ellos.

– Estaría bueno, después de volcar mi influencia para meterte acá.

– No sabés todo lo que me pasó.

– No te vas a excusar conmigo… Encontrar hospedaje en La Plata no es nada fácil. Las pensiones están, lo que se dice, al tope. El único arreglo posible fue poner una segunda cama en mi pieza, que es bastante grande.

– No quiero estorbar.

– ¿Cómo se te ocurre? ¿No somos amigos de toda la vida?

Por el zaguán entraron en un patio al que habían techado con una claraboya, para convertirlo en sala. A ese patio, o sala, daban media docena de puertas de dos hojas, altas y angostas, con un numerito arriba, en una chapa ovalada, blanca, con persianas de madera pintadas de gris. El piso era de baldosas coloradas. Había dos o tres alfombritas viejas, por aquí y por allá, y una mesa de mimbre, sillones desvencijados, plantas en macetas, un reloj de péndulo. En comparación, la pensión de la familia Lombardo parecía imponente y rumbosa, con aquellos vistosos vidrios de colores. Se felicitó de que no lo convencieran los Lombardo, porque en una pensión de tanto lujo quién sabe con qué extras iban a salir. Eso sí, cuando le llegara la última paga, se mudaría allá por unos días, para pasarlos a cuerpo de rey.

El crujido de un gozne los detuvo. De la primera puerta, a contar por la izquierda, salió una mujer robusta, ni vieja ni joven, de pelo negro, de piel blanca, de labios rojos, mojados, que parecía “una monja de civil” y que, según dijo Mascardi, “antes de apersonarse los había espiado por la ventana que hay en la pared”. Mascardi habló con aplomo:

– Doña Carmen, le presento a su nuevo pensionista, el señor Almanza.

Tras examinar en silencio al nombrado, la patrona dijo:

– Perfectamente. Voy a hablar claro con el señor. Primer punto: a esta casa no me trae mujeres. Si un día llega su señora madre, vaya y pase; pero no se me venga con la hermanita, ni con la prima ni con la tía, bajo ningún concepto. Sepa bien que desde la ventanita de mi pieza lo estoy espiando. ¿Queda bien sentado, entonces, que ésta es una casa decente?

– Desde luego, señora.

Taconeando en las baldosas doña Carmen se dirigió a la única puerta entreabierta (tenía el numerito 4, en la chapa de arriba) y, con un amplio movimiento de brazos, la abrió de par en par. Se volvió, anunció:

– ¡La pieza! -Después de un silencio agregó en voz más baja: -Con nuestra mataca adentro.

– Aymará, señora -protestó la muchacha.

– Da lo mismo. Contraída, como corresponde, a su obligación: limpiar, barrer. En mi casa todo brilla. Como en los grandes hoteles internacionales, no bien el pensionista sale, la mataca entra, para limpiar y poner orden.

– Ya terminé, señora -dijo la muchacha.

Ágilmente recogió el balde y demás menesteres de trabajo, mostró una amplia sonrisa que no alegraba sus ojos, saludó y se metió en otra habitación.

– La tengo en la mira -explicó Mascardi, en un susurro.

La patrona reclamó la atención de Almanza:

– En materia de electricidad, no me cambia una bombita por otra de más fuerza, ni me enchufa nada. ¿Se molesta al baño conmigo?

– Como ordene, señora.

– Entre y mire con sus propios ojos. ¿Toma debida nota de la limpieza? Quiero que los pensionistas me la cuiden. Así que nada de ensuciar afuera. ¿Entendido?

– Entendido.

– Le voy a encargar al cerrajero su llave de la puerta de calle. Óigame bien: el pensionista que vuelve después de las once de la noche me cierra la puerta con llave.

– Pierda cuidado, señora.

Doña Carmen respondió:

– Una patrona nunca pierde cuidado.

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