XXV

Volvió a la pensión, para dejar la cámara y, ya que estaba, averiguar si había llegado la carta de Gabarret. Por increíble que parezca, doña Carmen no debió de oírlo. Almanza tuvo que golpear repetidamente en la puerta y en la ventanilla. Por fin apareció la señora, con el pelo revuelto, el batón ladeado y refregándose los ojos con una mano carnosa. Almanza dijo:

– Perdón, señora, si molesto.

Miró la boca pintada. Tal vez por el aspecto de la señora, más vale desaliñado, la pintura de la boca resaltaba tanto.

– No, en absoluto. Es muy raro. Me habré dormido, yo que duermo tan mal.

– Una picardía, despertarla -se lamentó Almanza.

– Nunca duermo la siesta -aseguró doña Carmen.

– Perdone, señora, quería saber si llegó algo para mí.

Los labios rojos se fruncieron en un mohín de contrariedad.

– Cuando llega correspondencia, la entrego.

– Espero una carta del hombre que me contrató.

Los labios rojos volvieron a fruncirse.

– No me gusta que me tomen por sonsa.

Con su arrebato doña Carmen impidió el comentario que estaba por hacerle sobre la demora del giro. “Mejor para mí”, recapacitó Almanza. Quizá no convenga alertar a una posible víctima.

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