La casa, que hacía esquina, tenía la puerta en la ochava; una puerta muy alta, muy angosta, de cristal y de hierros negros. Una señora de luto los condujo hasta el salón, al que daban las piezas. Vio una mecedora de madera oscura, un costurero con agujas largas y ovillos de lana negra, una mesa cubierta por un mantel de puntillas, con un gato de porcelana, de color lila y de tamaño natural. Este adorno le trajo un recuerdo que se esfumó antes de aclararse y que por un momento le dejó nostalgias. Almanza preguntó:
– ¿Alquila piezas por hora?
La señora dio el precio y explicó:
– Dos horas. El pago a la salida.
Entraron en la pieza. Antes de cerrar la puerta, se volvió Almanza y pidió:
– Por favor, a las dos horas nos avisa.
Griselda se había echado boca abajo en la cama y hundía la cabeza en la almohada, como si tratara de cavar una cueva, para huir. De vez en cuando se estremecía. Se sentó Almanza en el borde y quedó un rato mirándola. Por último le puso una mano en el hombro. Griselda sollozó. La postura era insostenible, por lo incómoda, así que se arrodilló junto a la cabecera. De repente se volvió Griselda con la cara mojada, el botón de arriba, del vestido, desabrochado. Lo abrazó con fuerza y dijo:
– Te mentí. Fui a Brandsen para que no venga. Si viene y se entera de lo nuestro…
– ¿De lo nuestro?
– Mi padre es muy capaz de contarle todo por el simple afán de provocarlo. Dice que es un compadrón de lo último, que siempre anda buscando pelea.
– Y tu padre -dijo sonriendo Almanza- con ganas lo pelearía.
– Raúl es violento. Yo le tengo miedo.
De nuevo lo apretó entre sus brazos. “Qué raro”, pensó. “Tan fina y tan fuerte.” Le parecía lindísima, pero lo atraía menos que antes y por momentos lo irritaba un poco. Tal vez porque le mintió (sin mala intención, hay que reconocer) y también, era casi increíble, porque le confesó la mentira. Había descubierto que no se hallaba a gusto con gente complicada y nerviosa. Mientras hacía esta reflexión, un brazo durísimo lo sujetaba por el cuello; sentía algún dolor y no podía moverse. Griselda, en cambio, se refregaba contra él. De pronto, con notable ímpetu lo empujó, lo apartó. Almanza quiso pasarse el pañuelo por la frente. Todavía lo buscaba en los bolsillos del pantalón y de la campera, cuando la vio, como caída en un desmayo, con la cabeza volcada en el borde de la cama, la mirada extraviada hacia arriba, la boca entreabierta, el pecho desnudo. “Siempre lo está manejando a uno”, pensó y volvió a enojarse. Recapacitó: “No es para tanto”.
– Se te va a hacer tarde -dijo ella en un tono tan tranquilo que lo sorprendió.
La chica se levantó y se arregló frente al espejo. Almanza la miraba distraídamente, pero de pronto sintió un impulso que le era bien conocido. Abrió la bolsa, tomó la cámara y la fotografió, no menos de veinte veces. Ella entornó los ojos y sacudió la cabeza. Volvió a fotografiarla.
Salieron. La mujer del sillón de hamaca, atenta a sus agujas y a su lana negra, le previno:
– Todavía no son las dos horas.
– Ya lo sé -contestó con alguna irritación.
En el momento de pagar, le pareció ver a Mascardi, que cerraba una puerta, como quien se esconde.
– No es necesario que me acompañes -dijo Griselda.
– Te acompaño.
No hablaron en todo el trayecto. Estaban un poco tristes.