II

Acompañó a sus nuevos amigos hasta la pensión, que según se enteró después quedaba en 2 y 54, y les llevó el numeroso equipaje a la pieza, en el piso alto, para lo que debió subir y bajar varias veces la escalera. En ese ir y venir no se cansó de admirar unos vitrales, con figuras de colores vivos. Presintió que la otra pensión, donde le había reservado una pieza el amigo Mascardi, no le iba a gustar tanto. Lo que en ésta menos le gustaba era un olor, tal vez a cocina o a despensa, no sabía a qué, ni fuerte ni muy repulsivo, que parecía estar en toda la casa.

Aunque los Lombardo porfiaban en retenerlo, se despidió porque se le hacía tarde. Mientras lo acompañaban hasta la puerta, las mujeres le dijeron que no fuera ingrato, que las visitara pronto. Retumbó entonces un grito desgarrador. Después de un corto silencio oyeron la voz de don Juan, que entre quejidos llamaba a sus hijas. Griselda corrió escaleras arriba. Antes de seguirla, Julia dijo:

– Todavía no se vaya. No nos deje en este momento.

Almanza conversó con la patrona y con algún pensionista. Se preguntaban qué pasaba. Al rato volvió Griselda, muy nerviosa.

– Hay que llamar a un médico -dijo-. Mi padre está mal.

La patrona preguntó:

– ¿Médico? Yo me manejo con el Centro Médico. Si quiere, llamo. Vienen en seguida.

– Llame, llame.

La conversación telefónica de la patrona fue continuamente interrumpida por Griselda, que indicaba:

– Repita que está mal. Que tuvo un vómito de sangre. Que hay que hacerle una transfusión.

Se fue Griselda, llegó Julia y preguntó:

– ¿Queda lejos el Centro Médico?

La patrona dijo:

– A la vuelta, a unas cuadras de aquí. Vienen en seguida.

– Voy allá.

– Voy yo -dijo Almanza.

– ¿No se perderá?

– No, si me dan las señas.

– Es fácil -aseguró la patrona-. Seis cuadras a la derecha, una a la izquierda, otra a la derecha. No puede perderse.

Sin pensar más, Almanza corrió a la calle. Contaba en voz alta las cuadras. Al cabo de la octava se encontró con una ambulancia que salía de un caserón. Levantó una mano, para detenerla y preguntó si iban a 54 y 2. Le dijeron que sí.

– Venía a buscarlos -dijo-. ¿Me llevan?

En la ambulancia había dos hombres. El que manejaba, vestido de enfermero, y el acompañante, de ropa casi igual, que debía de ser el médico. Cuando estaban por llegar, el médico le preguntó:

– ¿Hepatitis? ¿Alguna enfermedad infecciosa, que recuerde? ¿Secretas?

– El enfermo es otro. Un señor mayor, don Juan Lombardo. Un amigo.

– Lo que pregunto es si usted tuvo hepatitis. ¿Infecciosas? ¿Secretas?

– ¿Yo? Ni por casualidad.

Ya en la escalera de la pensión, el médico le dijo:

– Usted no se me vaya.

Almanza le señaló la habitación de los Lombardo. Diciendo “Permiso, permiso” para apartar a los pensionistas, el médico entró y cerró. Como la espera se alargaba, Almanza empezó a desear que la puerta se abriera, que Julia se asomara y dijera que su padre estaba perfectamente. Tanta voluntad había puesto en el deseo, que al abrirse la puerta pensó que era por obra suya. Quien apareció no fue Julia, sino el médico, que salió diciendo como para él mismo:

– Perfecto, perfecto. -De pronto fijó los ojos en Almanza y le dijo: -Estaba pensando en usted.

Con satisfacción notó que le daban importancia. Preguntó:

– ¿Puedo ayudar?

– Puede.

– ¿Qué debo hacer?

– Se arremanga un bracito.

Obedeció.

– ¿Y ahora?

– Le doy un pinchacito.

El médico puso en una placa de vidrio un poco de sangre que había sacado.

– ¿Ya está? -preguntó Almanza.

– Hoy es mi día de suerte. ¡El mismo grupo! ¿Se da cuenta?

– La verdad que no, doctor.

– Los dos tienen el mismo grupo: A, positivo. La sangre más común y silvestre que se puede pedir. Por favor, venga para acá, en seguidita.

– ¿Dónde?

No podía creer que lo llevaran a la pieza del enfermo. El médico le decía por lo bajo:

– ¿Está del todo seguro que nunca se pescó unas lindas purgaciones? Entiéndame bien: no es el momento de andar con tapujos. Por amor propio o por simple vergüenza no le haga al pobre viejo semejante regalito.

A esa altura de la conversación había comprendido de qué se trataba. Nunca había dado sangre, pero tenía conocidos que lo hicieron, sin que se les notara después el menor perjuicio; de modo que no se preocupó. La parte más fea de aquella transfusión fue el hedor de la pieza, bastante raro, y el aspecto del viejo, con ojeras francamente marrones, pálido como difunto. El viejo se las arregló para sonreír y comentar:

– Yo sabía que Almanza no iba a fallarnos.

Загрузка...