Al salir vio en la vereda de enfrente a Gladys, la auxiliar del viejo Gruter. La muchacha corrió a su encuentro y le preguntó qué hacía en ese lugar. Agregó:
– Quiero creer que nada malo te trae.
Tardó en comprender. Por último dijo con apuro:
– Vine por encargo de otros.
– ¿Otros? Los de siempre, más bien, apostaría. La santa familia ¿o estoy equivocada?
– ¿Cómo adivinaste?
– Pasemos. ¿Alguien murió? No, claro, ésos no mueren. Lo primero ahora es la purificación. Podríamos ir a un templo, pero yo prefiero otro recurso. El verdadero. El infalible. Trabajar un rato.
La miró con perplejidad. Ella dijo a modo de explicación:
– El trabajo purifica todo.
– Puede ser.
– Te acompaño a sacar algunas fotografías para tu libro.
– Don Juan Lombardo me espera. Tengo que darle este sobre.
– La santa familia, de nuevo. Por el señor ése dejaste para después las fotografías que ibas a sacar esta mañana. Parece justo que ahora te espere un rato. Nada hay más importante que tu trabajo.
– Muy justo.
Primero fueron hasta la casa de Almafuerte, en la calle 66. Pidió a Gladys que le tuviera el sobre, porque le molestaba, y se volcó en el trabajo, de muy buen ánimo. Cuando concluyó se encaminaron a la plaza Moreno, desde donde fotografió la Catedral. Cuando entraron a verla, se admiró de la altura. “Nunca pensé que hubiera un local tan alto”, comentó. Le gustaron mucho los vitrales. Tan embelesado los contemplaba que apenas oyó el murmullo de una vocecita, que le recordaba el zumbido de un moscardón. Distraídamente vio por ahí cerca una mujer en un reclinatorio y, sin pensar más, dedujo: “Es ella. Está rezando”. Seguido de Gladys caminó hasta la baranda que rodea el altar. Después de un instante descubrió algo raro. Donde él fuera, la vocecita aparecía. Cuando oyó la pregunta: “¿Quién es el diablo que está adentro?”, se hallaban detrás del coro, en un corredor en forma de herradura: por ahí no había reclinatorios ni mujeres rezando. Salieron de nuevo al cuerpo principal de la iglesia y se detuvieron debajo de una ventana con vitrales. No bien levantó la mirada para contemplarlos, oyó la vocecita. Parecía de alguien que hablaba con furia, pero sin abrir la boca. Aunque la pronunciación no era clara, oyó perfectamente unas palabras que lo sorprendieron: “A Satanás yo le ordeno que ahora mismo salga del cuerpo de Nicolasito Almanza”. Reflexionó que más valía salir cuanto antes a la plaza, porque tal vez Gladys había contraído una enfermedad y le iba a caer bien el aire libre. Al pasar junto a la pila del agua bendita Gladys mojó los dedos, le trazó en la frente una cruz y retomando su propia voz le dijo:
– Te ofrezco mi cuerpo. Quiero salvarte de esa mujer. -Cuando enfrentaban la luz de afuera, que les obligó a cerrar los ojos, Gladys continuó, con marcada animación-. Qué día lindo. Vas a sacar las mejores fotografías.
Almanza pensó: “No andaba errado. Salir de la iglesia le hizo bien”.
– Prefiero la niebla de ayer -contestó-. Es un poco tarde y el sol está demasiado alto.
Sin embargo, no suspendió la tarea. Cruzaron la plaza, blanquísima, y sacó el Palacio Municipal, el Palacio de Gobierno y, desandando camino, en 50, la casa de Dardo Rocha y después la plazoleta Benito Lynch, donde había un árbol en una maceta de azulejos, con nombres como La Florida, que lo dejaron pensando. Gladys explicó:
– Benito Lynch es una figura que amo, no sé por qué.
– Se hace tarde.
– No has perdido tiempo.
– Muy cierto, pero debo entregar el sobre a don Juan.
Era notable cómo Gladys lo había arrugado y hasta ensuciado. Almanza dejó ver, tal vez, su desconcierto, porque la muchacha dijo:
– No te preocupes. Me lo llevo a casa, le paso una goma de borrar, lo plancho un poco y queda como nuevo.
– No hay tiempo -dijo, preocupado-. Lo llevo como está.
– No me guardes rencor ni te hagas demasiada mala sangre. ¿Te cuento lo que dice el señor Gruter de toda esa familia?
– Ya sé, que no es una familia. Que son malandras.
– No, eso no lo dice el señor Gruter. Lo decía o lo pensaba…
– Mascardi.
– No sabía que lo dijera el señor Mascardi. Lo pensaba esta humilde personita, hasta que el señor Gruter la desengañó.
– Qué suerte.
– No, qué mala suerte. Según el señor Gruter, la familia en cuestión es el propio diablo: Satanás.