“La ventaja de llegar a estas horas”, pensó, “es que no hay nadie en la puerta de calle”. A un paso de su cuarto doña Carmen lo tomó de un hombro y le preguntó:
– ¿Qué sucede, mi pobrecito?
Estaba envuelta en un mantón de seda, colorado y negro. Como una madre cariñosa, con recursos para todo, se ocupó de él.
– Estás volando de fiebre.
Vio dedos carnosos, con surcos oscuros, con uñas rojas, que delicadamente se contorneaban muy cerca. Sintió una mano en la frente.
– Hirviendo. ¿Qué has hecho para ponerte así?
– Un frío.
– Sabrás perdonarme si mi cuarto está un poco revuelto.
Lo tomó de un brazo y entraron. Murmuró Almanza:
– El que está un poco revuelto soy yo. Qué vergüenza.
– Te voy a sanar. ¿Crees en mí, aunque no tenga diploma? Una madre sabe más que un médico. Los remedios que voy a darte ya los usaba la finada mi madre. Leucotropina para el enfriamiento. Poción de Todd para la descompostura.
Doña Carmen abrió el ropero. Las manos de uñas rojas hurgaron entre ropa de seda con puntillas, jabones, un gran frasco de perfume y tomaron un tubito y una botella.
– La Leu-co-tro-pi-na. La poción.
Con una gran sonrisa, la señora los mostraba alternadamente.
– Con su permiso -dijo Almanza y puso en la mesa el sobre de las fotografías.
Echó a temblar. Tuvo miedo de perder el equilibrio y caer. La señora le dijo:
– Ahora mismo vas a quitarte esos pantalones y meterte en cama. Hay que abrigarte. Abrigarte.
Obedeció. Tomó las medicinas, no recordaba en qué orden. El brebaje era dulzón. Al tragarlo sintió calor en la garganta.