Se había hecho a la idea de que tal vez no viese a Griselda esa noche, pero después de las bromas de Mascardi, que daban por segura la visita, en dos o tres ocasiones preguntó la hora, como si estuviera impaciente. Cuando llegaron a la habitación, Mascardi le recordó:
– Dijiste que ibas a poner el biombo entre las camas.
– ¿Para qué? No va a venir.
Sin duda no quería llevarse una desilusión.
– Te dijo que venía. Yo que vos estaría preparado.
– Estoy seguro que no viene.
– Y en caso de equivocarte, que se arregle sola… Me la imagino: una pobre cieguita, golpeando con su bastón las puertas, despertando a toda la casa.
– No tiene nada de ciega.
– Pero llega a un lugar que no conoce y lo encuentra a oscuras.
Almanza movió la cabeza con incredulidad. Le previno Mascardi:
– Nunca se sabe. Pensemos lo peor. Si la patrona sorprende a tu convidada, ahí nomás la echa y te echa. En ese momento, tan propicio, le anunciás que no vas a pagar la cuenta, por falta de plata. Te come crudo.
– Habrá que aguantarse.
– Me parece que te importa poco de esa chica, o señora, o lo que sea.
– ¿Por qué?
– No te importa que pase un mal momento. Estarás resignado, quiero creerlo, a que tu Griselda, aunque no conozca lo que se llama el orgullo, te haga la cruz. Quién te dice que no salgas ganando.
Minutos antes que el reloj de péndulo diera las doce, Almanza, no del todo convencido, puso el biombo entre las camas, entreabrió la puerta, avanzó a tientas por la penumbra del salón, hasta que sus manos extendidas tocaron la puerta cancel. Si Griselda llegaba, desde luego convenía que él estuviera ahí para recibirla. Es verdad que esa llegada le parecía increíble; de todos modos pasó un largo rato atento únicamente al esperado rumor de la llave en la cerradura, que no se producía. No pensó que Mascardi lo hubiera mandado a ese plantón para mofarse.