Cuando entró en la pensión, se encontró con la patrona, que le dijo:
– Soy adivina. Me vas a preguntar si llegó algo.
– No, señora. Quería el teléfono.
Se lo pasó doña Carmen, que pareció tener un estremecimiento, o encogerse de hombros. En todo caso, dio media vuelta, levantó el mentón y quedó con la cabeza erguida, mirando para otro lado.
Por primera vez Almanza llamó por teléfono en La Plata. Habló con Julia, para preguntarle si quería salir.
– El día está lindo. Vamos un rato al parque -dijo ella.
Minutos después pasaba a buscarla. Mientras caminaban entre el parque y el lago, comentó:
– Todavía quedan por fotografiar un vitral de la catedral y los animales antediluvianos del Museo.
Mirándolo con alguna tristeza, Julia dijo:
– El Museo está ahí.
– Ya lo sé. El día de la llegada fotografiamos el edificio. Mañana o pasado volvemos y fotografío adentro.
Se tiraron en el pasto, a la sombra. Decía bien Julia: era un lindísimo día de otoño. Si no fuera porque nada le gustaba tanto como dejarse estar al lado de la chica, hubiera sacado fotografías del parque. La variedad de colores de los árboles era extraordinaria. Sin embargo, no sentía remordimiento. Julia le bastaba, hablando o callando. En algún momento la conversación volvió al Museo y al vitral de la catedral. Almanza dijo:
– Nunca vi nada parecido al efecto de la luz a través de los colores de ese vidrio.
– Vamos a fotografiarlo -propuso Julia-. La catedral no queda lejos.
– Vamos mañana.
– ¿Qué tal salieron las fotografías del día de la llegada?
– Traje las tuyas. -Le dio más de veinte fotografías. -Ojalá que te gusten.
– Nunca pensé que me hubieras sacado tantas. Cómo no van a gustarme. Sabés mirar. Sabés mostrar lo mejor de una cara. Qué pereza la furia que va a tener.
– ¿Quién?
– Griselda. Puede ser que algún día me perdone nuestra acostada, pero estas fotos, nunca. Un poco de razón tiene. Son lindísimas. ¿Qué tal salió el Museo?
– Creo que pasablemente.
– Tiene que estar en el libro. El Museo es un símbolo de La Plata. Cuando yo no sabía nada de La Plata, sabía que tenía el Museo.
– Yo también. Siempre quise verlo. En la escuela me pusieron sobresaliente, el único de mi vida, cuando hablé de animales antediluvianos. Me costaba creer que ya no existieran. Después llegó una buena noticia: había uno en el sur, o en Brasil. Una esperanza a la que tuve que renunciar.
– Vamos, entremos.
– Vamos mañana.
– ¿Cuando llegue el giro? El precio de la entrada son monedas. ¿O te parece que si yo pago, te mantengo?
– No es eso. No quiero agrandar las deudas.
– La entrada cuesta menos de un peso.
Julia las pagó, lo tomó de un brazo, lo llevó adentro.