XXIV

Cuando llegó a la pensión de los Lombardo, la patrona le dijo:

– Ave María purísima. Menos mal que vino. El señor don Juan estaba inquieto.

– ¿Enojado?

– Para nada. Le diría: todo lo contrario. Inquieto de que le pasara algo. Pobre señor: al verlo ¡cómo se va a alegrar!

– Subo a su cuarto. ¿No estará durmiendo la siesta?

– Vaya, vaya cuanto antes. Le aseguro que es notable el afecto que le ha tomado el señor en tan poco tiempo.

– Voy ahora mismo.

– Que no me oigan las hijas. O me equivoco de medio a medio, o lo quiere más que a ellas. Ave María purísima. Para mí que ve en su traza algún parecido con el hijo que perdió.

Una vez más, al subir las escaleras, admiró el vitral de las figuras. Golpeó a la puerta. Debió repetir los golpes. Por último, con voz de sueño, Lombardo preguntó acremente:

– ¿Quién es? ¿Qué hay?

– Soy Almanza.

– ¿Ya? No puedo creer. Adelante, adelante.

Almanza entró y dijo:

– Le traje el sobre.

En tono tranquilo, como el que se aviene a relatar algo que no le interesa mayormente, prosiguió don Juan:

– Te has tomado tu tiempo, hijo mío. A sabiendas, no nos llamemos a engaño, de que yo esperaba la carta con la mayor ansiedad. Es claro que al mocito mi ansiedad lo tiene sin cuidado. Que el viejo majadero se las arregle.

– Siento mucho, señor.

– Es un poco tarde para sentir mucho. ¿Se puede o no se puede saber en qué ocupaste el tiempo? ¿Sonseando con alguna arrastrada? ¿Una arrastrada que yo conozco perfectamente?

– No sé de qué me habla, señor.

– No te abuses, muchacho. Tengo correa, soy bonachón y tengo correa, más que nada para lonjear al que se pasa de vivo. Yo nunca perdono al que me toma por estúpido.

– Aquí le traigo esto, señor.

Recibió don Juan el sobre. Lo miró por un lado y por otro, sin ocultar la extrañeza.

– Yo diría que has tardado bastante y que has traído una cosa impresentable. Ya sé: para todo hay explicación. Primero, te tiene sin cuidado lo que yo piense. Después… después, una pregunta: ¿no te enseñaron a dominar la curiosidad?

– No entiendo.

– ¿No? Sabrás por qué. Es más claro que el agua. Abrir lo que está pegado, es muy fácil, pero después, pegarlo sin que se note, requiere una larga paciencia. Lo más triste es que de nada vale el esmero que uno ponga. Quedan marcas.

– No estoy seguro de entender.

– Me dan rabia los que faltan a la verdad.

– Usted no me conoce. Por eso habla así.

– Para que te respete, no te hagas el quisquilloso -dijo don Juan, con una sonrisa benévola-. Conocí gente quisquillosa, con el amor propio a flor de piel, que se allanaba, como cualquier bribón, a engatusar y desplumar al prójimo.

Parecía muy divertido con sus explicaciones y tal vez también con las de Almanza. Éste replicó:

– No me gusta que me digan lo que no es.

– Que te demoraste más de la cuenta no se discute. Que el sobre está manoseado, tampoco.

– Manoseado, señor, de acuerdo. Soy el primero en reconocerlo. Pero que lo abrí, señor, eso nunca.

Mientras decía estas palabras, abrió la bolsa, escarbó en su interior, extrajo la cámara.

– No puedo creer lo que veo -exclamó don Juan-. ¿Es manera ésa de manifestar respeto? Mientras levantas, o finges levantar, cargos bien fundados, te pones a jugar con tus maquinitas.

– Señor, pensaba tomarle unas fotos.

Almanza había sentido el impulso de fotografiar: lo conocía perfectamente. Por su parte don Juan dejó ver en el semblante el recorrido de sus emociones, desde el furor inicial, a través de una inesperada reconsideración, hasta la conformidad y la complacencia. Preguntó:

– ¿De veras vas a fotografiarme?

– Si usted lo permite.

– Cómo no. -Quizá tuvo aquí don Juan una duda, porque preguntó rápidamente: -¿Cuánto me va a costar?

– Nada, señor.

– ¿Me vas a fotografiar ahora mismo? ¿Cómo me pongo?

Sin esperar contestación irguió la cabeza, adoptó una expresión tensa, grave y enérgica, sacó pecho. Parecía desafiar al fotógrafo y al mundo.

Almanza lo fotografió no menos de veinte veces. Después don Juan retomó la conversación.

– Para evitar mala sangre, la tuya y la mía, acepto tus explicaciones. Debes recordar que la gente, a mi edad, es un poco pesada y hasta cargosa. Además, como sabes, no estoy muy bien.

– Ya se va a reponer.

– Cuando ése mejore -dijo don Juan, señalando la ventana con un dedo que parecía una garra y guiñando un ojo.

– ¿Cuando mejore quién, señor?

– Quién va a ser. El tiempo. Está raro.

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