Caminaría hasta la plaza Moreno, fotografiando al azar, con la esperanza de recoger, de reproducir, la luz y el ambiente de la ciudad. Tomó así instantáneas de transeúntes y de escenas callejeras. Más tiempo le llevaron una antigua estación de tranvías, la Facultad de Ciencias Económicas, la de Derecho, la Universidad, que fotografiaba por segunda vez, el Jockey Club. De golpe comprendió que se olvidaba nuevamente de mandar el material a Las Flores. Mientras corría a la plaza Rocha, pensaba: “No tengo arreglo. Es como si quisiera darle una excusa a ese viejo agarrado, para que no mande el giro”. Ya despachado el sobre, fotografió el pasaje Rocha y, luego, en la diagonal 73, una escuela. A la altura de 9 alguien lo tomó del brazo. Era Laura.
– Te andaba buscando.
– ¿A mí? -preguntó, extrañado.
– ¿No te importa venir un momento a casa? Es acá nomás. Tengo que hablarte.
No era ahí nomás. Caminaron cuadras y cuadras. Laura iba adelante, muy derecha, y a él le costaba seguirle el paso. Entraron por fin en una casa de departamentos, que le pareció altísima y que no debía de estar lejos del café donde habían desayunado el día antes.
El hecho de que tomaran el ascensor era para él una satisfacción. Ya le había pronosticado Gentile que en la capital de la provincia conocería cosas nuevas. Mientras subían miraba con interés los números de los pisos. De pronto comprendió que se había olvidado de la chica. Pudo ver que también ella estaba atenta al paso de los números. “Qué raro que mire como yo, si para ella no es novedad.” Después de observarla, reflexionó: “Lo hace para contener el llanto. Los ojos están brillosos”.
El departamento era de un solo cuarto, con una gran cama de mimbre, muchos libros, una máquina de escribir, dos sillas. No se sentaron. Laura dijo como si riera:
– Se lo llevaron.
La risa no era más que una mueca para reprimir y, muy pronto, soltar el llanto.
– ¿Quién se lo llevó?
– ¿Te dijo tu amigo que es de la policía? ¿Y te acordás del otro que se arrimó la primera vez a nuestra mesa, en el restaurante, un mirón de ojos muy chicos?
– ¿Pedro?
– El mismo. Ése también es detective.
Ya no parecía triste sino enojada.
– Al tal Pedrito no lo conozco. A Mascardi, de toda la vida. Pongo las manos en el fuego por él.
– ¿En qué trabaja, vamos a ver? ¿Vive del aire?
– No sé de qué vive ni me importa, pero quiero que me cuentes qué le pasó a Lemonier.
Laura se cubrió la cara con las manos y empezó a llorar.