Pareció entonces que la culminación del suceso hubiera sido la reacción favorable de don Juan y la suculenta merienda que le sirvieron a Almanza en el café contiguo. Las hermanas Lombardo insistieron en acompañarlo, porque no querían que pasase por alto este segundo desayuno. Explicaron:
– Tiene que reponer fuerzas.
Tan agradecidas se mostraban que para agasajarlo debidamente dejaron solo al enfermo. Se despedían cuando entró la patrona de la pensión.
– ¿El señor es el señor Almanza? -preguntó-. El señor Lombardo le pide que antes de irse tenga a bien subir un minuto a su pieza.
Almanza acudió. El feo olor prácticamente había desaparecido; lo reemplazaba, eso sí, el vago aroma propio de la casa. A lo que pudo ver, el señor Lombardo estaba más animoso. En cuanto a él sintió una momentánea sensación de malestar, como si faltara el aire. Atribuyó el hecho a su disgusto porque era tarde y por seguir demorándose. Pensó: “Es una vergüenza… Por lo menos si pudiera abrir la ventana, para que entren la luz y el aire de afuera”. Don Juan lo llamó:
– Atráquese a mi cama. Usted me salvó la vida, así que yo le debo una explicación. Cuando se le dijo que lo saludamos por tomarlo por forastero, faltamos a la verdad. No se me enoje ahora, que va a oír la explicación prometida. Maliciamos que era forastero, pero a qué negarlo, yo lo encontré enteramente parecido a mi hijo. Las chicas no me desmintieron.
– ¿Vive ese hijo suyo?
– ¿Ventura? Nos han llegado noticias de que no.
– ¿Dónde se encuentra?
– Para el corazón de este enfermo, aquí, junto a la cama. No lo tome a mal, ni piense que soy un viejo trascordado. Si me confundo es adrede y usted permitirá que en mi tribulación lo trate de hijo. El otro no sé por dónde anda. Hará cosa de siete años, de la noche a la mañana, se fue de la casa de sus padres.
– ¿Sin motivo valedero?
– Con motivo, pobre muchacho. Es lo que más duele. Yo seré un viejo lleno de mañas, pero siento el dolor como cualquiera. Hubo una desavenencia, le levanté la mano, todo por una futesa que no merecía tanto disgusto. Quiero decir que entonces yo no veía por qué al muchacho le cayó tan mal.
– ¿Qué le cayó mal?
– Si no me explico debidamente, usted no me va a entender.
Dijo don Juan que él siempre había sido franco y abierto para la gente que lo quería, pero malo como el ají para los que le llevaban la contra. Confesó que por aquella época amigaba con una viuda. El hijo de la viuda se metió a vendedor de seguros y ella le encareció que le comprara al muchacho un seguro de vida, para apuntalarlo en el conchabo.
– Sobre mi propia vida, ni hablar, porque soy supersticioso -continuó-. Mi pobre señora ya andaba muy decaída, así que venía a quedar eliminada, porque las primas o como las llamen iban a estar por las nubes. Pensé: “¿Quién más aparente que Ventura? Un muchacho en la flor de la edad”. Al principio la operación me salió bastante acomodada. En dinero nomás, porque en aflicciones ¡ni me hable! Vaya uno a saber qué dio en figurarse Ventura, sobre aquel seguro. Que yo tenía noticias de alguna misteriosa enfermedad suya, mortal a corto plazo. O todavía peor: me prestaba tal vez una intención aviesa, que no quiero pensar. Hasta las más altas horas duró la controversia con mi pobre hijo. Al día siguiente no estaba por ninguna parte. Nunca volví a verlo.
Almanza temió que don Juan tuviera una recaída, porque parecía cansado, a punto de sofocarse. El recuerdo de la discusión de esa noche terrible tal vez fue demasiado doloroso para ese viejo que salía de una descompostura. Don Juan continuó:
– Ya no quiero hablar de aquel hijo. Me atribuyó designios por demás infames. Por suerte ahora tengo otro, que me salvó la vida.
La mano que apretó el brazo de Almanza no parecía la de un hombre enfermo y débil. Era una garra.
Como pensando en voz alta don Juan dijo:
– Ni siquiera sé que esté vivo o esté muerto. Lo más probable es que esté muerto, pero eso no basta para cobrar el seguro.