XLVI

Tal vez porque soñaba todavía, creyó ver a la licenciada. Su confusión aumentó al descubrir que la mujer sentada junto a la cama era Griselda. Envuelta en el mantón negro y colorado de la patrona, tomaba mate y lo miraba atentamente.

– Parece increíble. ¿Cómo estás acá?

Griselda se puso a explicarle que vino porque a la tarde se había portado como una histérica.

– La patrona me dijo que estabas mal.

– ¿Te dejó entrar en este cuarto?

– Me pidió.

– ¿En serio?

– No quería que unos pensionistas se le fueran sin pagar -dijo- y no quería dejarte solo. Entonces aparecí yo.

– ¿Y te pidió que me acompañes?

– Exactamente. Hasta que ella vuelva. No hay que dormirse.

– No, no hay que dormirse.

Miraba con asombro, sin entender quizá.

– En cualquier momento vuelve -aseguró Griselda.

Muy despacio fue poniendo el mate en la mesita, incorporándose, dejando caer primero el mantón y, tras desabrochar una larga hilera de botones, la pollera y la blusa. Estaba desnuda. Apenas le dejó tiempo de confirmar que era muy linda y apagó la luz, entró en la cama, lo abrazó. Llevado por un impulso incontenible la apretó contra él.

Después pensó en Julia y por un recuerdo retomó el hilo de la conciencia. Recordó la noche anterior, cuando esperaba a Griselda y llegó Julia. “Aquello fue distinto”, razonó y cerró los ojos. El tiempo que estuvo así le pareció corto, pero no debió de serlo. De golpe se dijo: “Por algo habré pensado en lo que pasó anoche”. Encendió la lámpara. Se llevó entonces una segunda sorpresa. Junto a la cama, envuelta en el mantón, estaba doña Carmen, con ruleros. Quién sabe por qué reparó en el detalle, porque no podía pensar en otra cosa que en la desaparición de Griselda.

– Perdón por los ruleros -explicó la señora, con desacostumbrada timidez-. ¡Tenía mi cabello tan enmarañado!

– Comprendo -respondió Almanza.

En realidad, se forzaba por comprender. En tono de aprobación, dijo la señora:

– Estás con otra cara.

Era evidente que ella había recuperado el aplomo. Almanza miró el mate en la mesita, como quien encuentra un rastro revelador. “¿De qué?”, se preguntó. Comentó la señora:

– Hay gente que no pasa los ruleros: -tuvo un remilgo, suspiró y exclamó: -¡Pero yo debo cuidar mi belleza! ¡Ya no soy una chica!

En alguna parte de la casa debió de caer un objeto pesado. Oyeron exclamaciones, chistidos, pasos. Apurada y resuelta, doña Carmen susurró:

– Otros atorrantes, los Kramer, estoy segura, que se quieren ir. De aquí nadie se escapa sin pagar, mi hijito. -Desde la puerta se volvió y agregó con voz melosa: -Hasta que doña Carmen vuelva, quieto y bien tapado. Nada de ventilarse.

Allá quedó, como le ordenaron, tratando inútilmente de comprender lo sucedido. En medio de sus cavilaciones advirtió que se le había pasado “el trancazo, o lo que fuera”. Reconoció: “Doña Carmen dijo que se me iba a pasar y no mintió”. Acordarse de la patrona lo llevó a pensar que tardaba, a valerse de la ocasión para salir de esa cama ajena, ponerse los pantalones, recoger el sobre de fotografías y, lo que le pedía el cuerpo, volver a la pieza.

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