XIV

Griselda quedó tirada en la cama, con la cabeza apenas ladeada, con el rubio pelo revuelto, que descubría la intimidad de una nuca de extrema blancura, con los ojos cerrados. La miraba.

– Por favor, abra los ojos.

– ¿No te gustan?

– Porque me gustan, quiero verlos.

Pensó que debía fotografiarla. Pensó también: “Ayer a la mañana, cuando vi este pecho, no pensé que tan pronto lo vería de nuevo”.

Después de la despedida, le previno Griselda:

– Acá están siempre mi hermana y mi padre, así que la próxima vez tiene que ser en tu casa.

Aunque la proposición lo alarmaba, notó más que nada el agrado que le producía la voz. No perdió el tino y contestó:

– En la pensión no dejan que uno lleve mujeres.

Griselda rió como si la divirtiera lo que había oído.

– ¿Y vos te imaginás que a nosotros nos dejan traer hombres? Por hacerte pasar yo me arriesgo a que me traten como una arrastrada. No me digas que sos más cobarde que yo. ¿O no valgo la pena?

– ¿Cómo se te ocurre? Pero el plan tiene sus complicaciones. Empezando porque un amigo duerme en el cuarto.

– ¿Vos te avergonzarías de mí? Yo, de vos, no. Así que no me importa que le digas que te voy a visitar. Le pedís que salga a dar una vuelta o que mire para otro lado y chau.

– No es necesario. En el cuarto hay un biombo.

Debió ella notar que estaba todavía indeciso, porque le preguntó:

– ¿O estás proponiendo que vayamos a un hotel?

El tono de esta pregunta no dejaba lugar a dudas. Contestó en el acto:

– Ni se me ocurre. Claro que la entrada no va a ser fácil, con la patrona en su aguantadero, junto a la puerta. Tiene oído de tísica.

– Entonces ¿no volvemos a vernos?

– ¿Por qué?

– No sé. No te habrá gustado.

– Claro que me gustó.

Le parecía increíble que ella no lo supiera.

– A mí también -aseguró Griselda, ya sin enojo-. A las doce en punto de la noche de mañana me presento. Mejor dicho de hoy, porque ya es más de la una. Verás que todo sale bien. Dame la llave de tu casa.

No pensó más y obedeció.

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