XXI

En camino a la pensión de los Lombardo pensó mucho y rápidamente, con ideas no manejadas por su voluntad. Primero se dijo que fotografiaría desde adentro los vitrales de la Catedral, tratando de evitar, en lo posible, la deformación, y que pondría 30 de velocidad y ensayaría fotografías con aberturas que irían de 2,8 a 8. Después se preguntó (lo que era raro en él, porque no solía buscar en las palabras de nadie, más interpretación que la evidente) qué habría querido decir Gruter al mentar al diablo. ¿Que los Lombardo eran de mala entraña? Tal vez, pero no solamente eso, en vista de las preguntas y de las órdenes que le oyó a la vocecita, cuando visitaban la Catedral. A renglón seguido se preguntó qué haría cuando don Juan le echara en cara el estado del sobre. Aguantar, porque en realidad el sobre estaba a la miseria y porque él no se iba a rebajar a descargar la culpa del manoseo en Gladys, aunque fuera una perfecta desconocida a quien don Juan no iba a tener en su perra vida ocasión de reprochar. Se admiró a continuación de cómo sus amigos de La Plata lo prevenían contra los Lombardo, sin conocerlos en absoluto. Si al fin de cuenta los Lombardo salían siendo unos malandrines y le traían algún perjuicio (¿qué perjuicio, háganme el favor?) ya oiría un reguero de reproches de ser terco y no hacer caso a quienes, porque lo querían bien, lo precavieron. Pero si dejaba de verlos, por la injerencia de gente que no los conocía, se portaría enteramente mal con una familia respetable, de la que recibió repetidas pruebas de afecto.

Entró en la pensión de 2 y 54 todavía atareado en tales cavilaciones. Por un movimiento de su brazo reparó en el manoseado sobre y se acordó del momento amargo que lo esperaba. En ese instante oyó un clamoreo y un golpe, como si algo pesado hubiera caído, en el piso superior, por el lado de la habitación de los Lombardo. Corrió escaleras arriba. Se encontró con la puerta entreabierta y con un cuadro inesperado y desagradable: don Juan, arrebatado por la furia, con una mano en alto y Julia gimiendo en el suelo. Segundos después (segundos que le parecieron larguísimos) don Juan se dejó caer en su silla. Pensó entonces que lo peor había pasado y que más valía retirarse. Con un poco de suerte, quizá ni el padre ni la hija se enterasen nunca de que un extraño los había visto en tal mal momento.

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