LVI

Soñaba muy a gusto. Don Juan le decía: “No vayas a creer que me regalaste tus miserables veintidós pesos con treinta centavos. Fue un adelanto, que ahora vamos a multiplicar”. Jugaron al truco, don Juan y él, contra dos parroquianos del café. Ganaron ciento setenta y seis pesos. Don Juan le daba la mitad y decía: “Las cuentas claras conservan la amistad”. Él pensaba: “Claras, pero no justas”, cuando oyó las palabras:

– Entre, señor.

Reconoció la voz.

– Entre -repetía Mascardi-. Vea con sus propios ojos cómo duerme un grandísimo dormilón.

Con alguna contrariedad comprendió que Mascardi, sin darle tiempo de recobrarse, le metía un extraño en la pieza. Cuando descubrió que ese extraño era don Juan, pensó: “No entiendo nada”. Mascardi le dijo:

– Don Juan se ha costeado personalmente hasta acá para darte una explicación. Una fineza fuera de lo común. ¿Te cuento cómo lo recibiste? Roncando.

Don Juan y Mascardi rieron.

– Quería dejar sentado -explicó don Juan-, perfectamente sentado, que no tuve parte alguna en la tropelía de Lo Pietro y su Mono. Hoy mismo voy a constituirme en el local de 19 y 64, para afear a esos caballeros su incalificable proceder.

Mascardi observó:

– Si yo fuera usted, no me metería en la boca del lobo.

– Lo Pietro no me asusta -dijo don Juan-. Ya veremos cuál es más hombre.

– Uno contra dos -reflexivamente observó Mascardi.

Se dijo Almanza que alguna otra vez, no recordaba cuándo, oyó algo parecido con relación al funebrero.

– ¿Se puede saber por qué uno contra dos? -preguntó don Juan.

– Porque a más de Lo Pietro, está el Mono. Un verdadero gorila.

– Si lo sabré -comentó Almanza.

– Lo acompaño, cuando usted mande -dijo Mascardi.

– Valoro y agradezco el ofrecimiento, pero este asunto me incumbe a mí solo. Pensar que alguna vez contemplé seriamente la posibilidad de asociarme con Lo Pietro.

“No hace mucho”, pensó Almanza.

– Un trompeta de la peor especie -dijo don Juan.

– Por mi parte voy a proponer un plan más simple -dijo Mascardi-. Punto primero: convencer al amigo Almanza, aquí presente.

– ¿De qué vas a convencerme?

– De presentar la correspondiente denuncia. El resto queda en mis manos.

Almanza dijo:

– No me preguntes por qué, pero no me gusta presentar denuncias.

– Lo mejor es no meterse, ¿verdad? Para que veas, en la Escuela de Policía nos enseñan que esa actitud es propia del más negro egoísmo individualista.

– El plan Mascardi nos parece justo -sentenció don Juan-. Al bribón le da su castigo.

– Para que no levante cabeza. Quién lo para, si no.

– Estoy en un todo de acuerdo -afirmó don Juan-. Del ataque a nuestro amigo en la cochería saqué una valiosa lección. Por ningún concepto debe un hombre mezclarse con sabandijas.

– Evidente -dijo Mascardi.

– Tan evidente que en cierto modo comprendo la reacción de nuestro joven fotógrafo. Lo que él quiere es no tener nada que ver con Lo Pietro.

– Presenta la denuncia y se acabó.

– No voy a presentarla.

– Ya lo dijiste.

– Les ruego, porque soy un viejo, que me hagan el obsequio de no discutir. Los dos tienen plena razón y me apresuro a reconocerlo. Mascardi, cuando quiere parar en seco a los bribones. Almanza, cuando no quiere nada que ver con ellos, ni siquiera a través de una denuncia.

– Presenta la denuncia y se acabó.

De nuevo don Juan sacudió gravemente la cabeza y dijo:

– Permítame, amigo Mascardi. Usted y yo sabemos de memoria que, presentada la denuncia, nada se acabó. Todo empezó, más bien. Sin contar con que el mal bicho, para defenderse, va a salpicar a medio mundo con sus calumnias. Puestos de acuerdo sobre este punto, me siento fortificado. Sé que encontraré la vuelta para salvar el campo de Brandsen, dentro de lo puntillosamente correcto y legal. Son ustedes testigos.

– ¿De qué? -preguntó Mascardi.

– De que don Juan Lombardo se propone legar a sus hijas, no sólo una fracción de campo, sino también un nombre sin desdoro. Lo digo bien alto: sin desdoro. Pero ustedes son gente ocupada. No los entretengo más.

Se inclinó y se fue.

Almanza dijo a Mascardi.

– Por favor, alcanzalo antes que se vaya y dale el sobre grande que está ahí, en la mesa.

Cuando volvió, Mascardi le dijo:

– El viejo no vino a darte las gracias para no molestar más. Dijo que te iba a preguntar si podrían agrandarle una foto. Quiere encuadrarla y colgarla en la pared, detrás de su propio sillón, en el escritorio.

– ¿Tendrá escritorio?

– ¿Por qué no? En su casa, en el campo. -Tras una pausa agregó: -No me parece que don Juan es un hombre que fanfarronea.

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