XVIII

Don Juan no se levantó de la silla para recibirlo. De piyama, con un poncho sobre las piernas, realmente parecía enfermo a quien no le miraba la cara. Tenía buen color.

– Aquí me ve, en el banco de la paciencia. Hasta mañana o pasado, reposo obligatorio. Créame, ya me estoy cansando.

– Le creo.

– Eso no es todo. Un enfermo depende de la buena voluntad del prójimo. Es muy violento para mí tener que jorobar su paciencia.

En un primer momento no entendió. Contestó después:

– Usted dirá.

– Una persona de mi relación, fuerte comerciante de esta plaza, reunió informaciones para un proyecto que acaricio. Las espero y no llegan. No puedo llamarlo, porque el teléfono de ese amigo está descompuesto. Usted me dirá que si tengo dos hijas, mande una. No es tan fácil. Por de pronto mi Griselda se fue a Brandsen, a reclamar del marido los alimentos.

– ¿Cuándo vuelve?

– Nadie lo sabe. Probablemente esta noche. Aprovechando la oportunidad, la Julia le sacó a pasear a los chicos. ¿Cuándo vuelve? Nadie lo sabe. Probablemente yo me pase el santo día aquí postrado, comiéndome las uñas con la ansiedad. Por eso mismo me atrevo a jorobarlo y pedirle que se dé una corridita hasta 19 y 64.

– ¿La casa del comerciante?

– Su domicilio y su empresa.

Golpearon a la puerta. Con voz apagada ordenó don Juan:

– Entre.

No debieron de oír. Con mal reprimida impaciencia, el enfermo se levantó, corrió hasta la puerta y la entreabrió. Almanza oyó la voz de la patrona, que decía:

– Llamó de Brandsen la señora Griselda, para avisar que vuelve a tiempo para la cena.

– Poca gente, en los tiempos que corren, ha de tener hijas como las mías. Tan consideradas con el padre. Como la Griselda no hay otra. ¿Le doy, Almanza, las señas por escrito? El señor se llama Lo Pietro y la empresa está en 19 y 64, frente a una mercería.

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