9



Miss Sainsbury Seale hallábase tomando el té en el vestíbulo, escasamente iluminado, del hotel Glengowrie Court.

Sorprendióse al ver a los policías vestidos de paisano, pero su agitación fue debida a su naturaleza afable.

Poirot pudo observar con disgusto que aún no había cosido la hebilla de su zapato.

—No sé adonde podríamos ir para hablar privadamente —dijóles mirando a su alrededor—. Es difícil; es la hora del té... ¿No querría tomar una taza? Y su amigo...

—Yo no, gracias —respondió Japp—. Este es mister Hércules Poirot.

—¿De veras? ¿Cierto que no tomarían un poco de té? ¿No? Bien, podemos probar en el salón, aunque suele llenarse. ¡Oh, veo un rincón al fondo que va a desocuparse! Podemos ir allí.

Los condujo hasta un sofá y dos butacas situados en un ángulo. Poirot y Japp la siguieron; El primero recogió el chal y un pañuelo que miss Sainsbury Seale dejó caer por el camino y se lo devolvió.

—¡Oh, gracias! ¡Soy tan descuidada! Ahora, por favor, inspector, pregúnteme lo que guste. ¡Es un caso tan desconcertante! ¡Pobre hombre! Supongo que tendría alguna preocupación. ¡Vivimos en una época tan difícil!

—¿Le pareció angustiado, miss Seale?

—Pues... —miss Sainsbury Seale reflexionó antes de responder—. No puedo decir que lo estuviera. Pero quizá no me diera cuenta debido a las circunstancias. Me temo que soy bastante cobarde.

Miss Sainsbury Seale acarició sus rizos.

—¿Puede decirnos quién más había en la sala de espera mientras estuvo usted allí?

—Veamos... Cuando entré solo vi a un joven. Pensé que debían de dolerle mucho las muelas, porque hablaba en voz baja con mirada de animal herido, volviendo las hojas de una revista sin ton ni son. De repente se puso en pie y salió. Debía de tener un dolor muy fuerte.

—¿No sabe si abandonó la casa al salir de la habitación?

—No lo sé. Me figuré que no podía esperar más para ver al dentista. Pero no debió de ver a mister Morley, porque unos instantes más tarde vino el botones para acompañarme.

—¿Volvió a entrar en la sala de espera al salir?

—No. Me peiné y me puse el sombrero arriba. Algunas personas —continuó miss Sainsbury Seale— dejan sus sombreros abajo, en la sala de espera, pero yo no. A una amiga mía le ocurrió algo muy desagradable. Estrenaba un sombrero y lo dejó sobre una silla; cuando volvió a buscarlo, no querrá usted creerlo, una niña se había sentado encima, dejándolo como una torta. ¡Estropeado..., completamente estropeado!

—Una catástrofe —dijo Poirot con gentileza.

—La culpa fue de la madre —prosiguió miss Sainsbury Seale—. Las madres deben vigilar a sus hijos. Las criaturas no quieren hacer ningún daño, pero hay que vigilarlas.

Japp insistía.

—Entonces, ¿ese joven fue el único cliente que encontró en el número cincuenta y ocho de la calle Reina Carlota?

—Cuando subía para ver a mister Morley, bajaba por la escalera un caballero... ¡Oh!... Y recuerdo a un extranjero muy peculiar que salía de la casa cuando yo llegué.

Japp carraspeó.

—Ese era yo, madame —intervino Poirot con dignidad.

—¡Oh Dios mío! ¡Era usted! Perdóneme, soy tan corta de vista, y esto está tan oscuro, ¿ver-dad? Yo alardeo de tener buena memoria, para las caras, pero hay muy poca luz aquí, ¿verdad? Perdone mi lamentable equivocación.

Consolaron a la dama y Japp preguntó:

—¿Está segura de que mister Morley no dijo nada de..., por ejemplo, de que aguardaban una entrevista desagradable esta mañana? ¿O algo parecido?

—No. Estoy segura.

—¿No mencionó a un paciente llamado Amberiotis?

—No, no. No dijo nada, excepto, claro está, lo que los dentistas suelen decir.

Por la mente de Poirot pasaron veloces las palabras: «Enjuagúese», «Abra la boca un poco más», «Puede cerrarla.»

Japp, mientras, advertía a miss Seale que quizá tuviese que prestar su testimonio ante el Jurado.

Después de exhalar un grito ahogado, miss Sainsbury Seale pareció acoger la idea con agrado. A la primera insinuación de Japp les contó toda la historia de su vida.

Había llegado de la India hacía seis meses. Estuvo hospedada en varios hoteles y casas de huéspedes hasta que al fin vino al hotel Glengowrie Court, que le gustaba por su ambiente fami-liar; en la India vivió casi siempre en Calcuta, trabajando como misionera y profesora de declamación.

—Inglés puro; lo más importante es pronunciar bien. ¿Sabe, inspector? Cuando niña trabajé en el teatro. ¡Oh, solo en papeles sin importancia! ¡En provincias! Pero tenía grandes ambiciones y repertorio. Hice una gira por todo el mundo... Shakespeare, Bernard Shaw... —suspiró—. Lo que nos pierde a las mujeres es el corazón... y la piedad de nuestros corazones. Me casé de pronto, y lo dejé todo. Y bien que me engañó. Recobré mi nombre de soltera. Una amiga me prestó un pequeño capital, y monté mi escuela de declamación. Formé una sociedad dramática de aficionados. Ya le enseñaré algunos programas.

El inspector Japp conocía ese peligro. Escabullóse mientras miss Seale iba diciendo:

—...Y si por casualidad debiera aparecer mi nombre en los periódicos, como testigo en el juicio, claro, ¿ya sabe cómo se escribe? Mabelle Sainsbury Seale. Mabelle se escribe MABELLE, y Seale, SEALE. Y si quisieran mencionar mi actuación en Como tú quieras, en el teatro de Oxford...

—¡Claro, claro!—el inspector Japp casi salió huyendo.

En el taxi suspiró, mientras se secaba el sudor de su frente.

—Es preciso investigar por si todo fuesen mentiras... Aunque no lo creo.

Poirot movió la cabeza.

—Los mentirosos no son tan circunstanciales, ni tan inconsecuentes.

Japp proseguía;

—Temo que haga demasiada comedia en el juicio (muchas solteronas lo hacen), pero ha-biendo sido actriz será mucho peor. ¡Pues no es poca propaganda para ella!

—¿De veras la quiere como testigo?—le preguntó Hércules Poirot.

—Probablemente, no. Veremos—hizo una pausa antes de continuar—: Estoy más convencido que nunca, Poirot. Esto no fue un suicidio.

—¿Y el móvil?

—Dejémoslo de momento. Suponga que Morley hubiese seducido a la hija de Amberiotis.

Poirot, en silencio, trató de imaginar a mister Morley en el papel de seductor de una muchacha griega, pero fracasando.

Recordó a Japp que mister Reilly dijo que su socio no sentía la alegría de vivir.

Japp repuso vagamente:

—¡Oh, nunca se sabe lo que puede pasar en un crucero! —y añadió con satisfacción—: Sa-bremos a qué atenernos cuando hablemos con ese individuo.

Pagó al taxista y luego entraron en el Savoy.

Japp preguntó por mister Amberiotis.

El encargado miróle con bastante extrañeza.

—¿Mister Amberiotis? Lo siento, señor; pero me temo que no podrá verle.

—¡Oh, sí que puedo!—saltó Japp, enseñando sus credenciales.

El encargado repuso:

—No me ha entendido, señor. Mister Amberiotis ha fallecido hace media hora.

A Hércules Poirot le pareció como si acabasen de cerrar una puerta sin hacer ruido.

Загрузка...